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¿Y los lectores, qué?

¿Qué es literatura y qué no?

¿Qué es literatura y qué no?

La actualización del modelo económico cubano y la hoja de ruta que los Lineamientos del VI Congreso del Partido se propusieron proveer a tan ineludible proceso, plantean enormes retos a las industrias nacionales, en particular a aquellas que –debiendo rendir cuentas de su comportamiento eficiente–, se conciben para satisfacer necesidades sociales de carácter espiritual. Tal es el caso de la industria editorial, uno de los estandartes del nuevo tipo de gestión cultural que la Revolución entronizó.

Parte del pensamiento nostálgico que pugna por anclarnos al pasado aunque las condiciones sean otras, aspira –y reclama– el mantenimiento de los precios risiblemente simbólicos que tuvieron los libros en nuestra etapa más floreciente, aquella en la que un país de algo más de 10 millones de habitantes pudo permitirse producir entre 80 y 90 millones de ejemplares en un año.

Los estudiantes de aquella época en que “la malta valía 40 kilos y el refresco, un medio”; como acostumbra a evocar uno de mis amigos, destinábamos parte de nuestros modestos estipendios o de la mesada que nos entregaban nuestros padres, a adquirir joyas de la literatura universal, a razón de cincuenta centavos o un peso el ejemplar, si se trataba de las humildes ediciones nacionales, trabajadas con esmero e impresas en un papel producido con bagazo de caña.

Obtuvimos calificaciones sobresalientes en una asignatura denominada “Economía Política del Socialismo”, sin indagar jamás sobre el costo de producción de nuestros libros, hasta que estos comenzaron a desaparecer de las estanterías. Se iniciaba esa década difícil y gloriosa en que una persona medianamente instruida y con buena dicción, disfrutaba leer en voz alta ante un penumbroso círculo de caras amigas, como conjuro mágico contra el aburrimiento decretado por horas de programada oscuridad.

Cuando se reanimaron las librerías, el país ya no pudo sostener las multimillonarias subvenciones que mantenían artificialmente bajos los precios de los libros. Y el paterno “salve” de los que ni siquiera recibían estipendio se tornó insuficiente para adquirir, según los deseos de cada quien, libros cuyo precio fue aumentando poco a poco, hasta alcanzar, a la altura del año 2013, el inquietante promedio de 10.30 pesos por ejemplar.

En el año 2000 surgieron nuevas editoriales, no solo para dar respuesta a autores noveles –los inéditos que a finales del siglo XX ni siquiera habían presentado una plaquette–, también para encontrar, seducir y construir lectores nuevos. Ellas, las cariñosamente denominadas “Riso”, vinieron a aportarle al sector editorial cubano el dinamismo y la diversidad que le faltaba y, andando el tiempo, han contribuido a contornear un modesto y todavía demasiado adormilado mercado del libro.

¿Y qué mercado es ese, al cual nos referimos con inocultable simpatía, como afiebrados por una gripe neoliberal? ¿Acaso la producción editorial se regirá por la oferta y la demanda? ¿Será que aspiramos a instaurar en el sector editorial cubano una gestión empresarial descentralizada, en la que el Estado se limite a estimular el ejercicio de iniciativas individuales o grupales, exigir respeto a los intereses de carácter general y limitar, con su intervención y arbitraje, los excesos provocados por la codicia o la irresponsabilidad?

Esa sería la lectura keynesiana de la palabra “mercado”, un anuncio de la transformación de varias de nuestras editoriales emblemáticas en unidades productivas dedicadas, en primerísimo lugar, a ganar dinero, aunque fuese publicando tonterías y dilapidando en textos prescindibles el papel que el país compra a miles kilómetros de distancia, salvando los inauditos valladares financieros que el bloqueo nos impone.

Pero un mercado no es solo la maravillosa exposición de bienes y servicios en la que puedes mirar todo lo que quieras, pero solo comprar lo que tu bolsillo alcance. Un mercado es también espacio social de fronteras intangibles en el que unos –empeñados en optimizar tiempo, dinero y energías– producen bienes o servicios que han sido pensados para satisfacer las necesidades, gustos y expectativas de los otros; personas que poseen los recursos y los referentes adecuados para seleccionar lo que mejor se ajuste a sus preferencias y aspiraciones.

Pese a los anatemas de Friedrich Hayek, Milton Friedman y otros gurúes del capitalismo desatado, el mercado puede existir con planificación, propiedad estatal y control de precios. Solo que no funcionaría como libre mercado –ese caos cuyas lógicas legitiman tanto el orden como el desorden–; será necesario que su corazón lata al ritmo del de la gente común y que tenga una osamenta socialista. Ese es el reto de la industria editorial en Cuba: diversificar una oferta, todavía etnocéntrica por necesidad y falta de oficio, hasta acercarla a los plurales gustos de una sociedad mucho más conectada con el resto del mundo. Fomentar un mercado con brújula humanista y precios solidarios, donde el que compra también tenga voz y pueda influir con su comportamiento en las decisiones de los productores.

La necesaria racionalidad con que retomamos la producción editorial a gran escala, a principios de este siglo, no nos persuadió de que el sistema editorial cubano debía ser repensado, rediseñado y puesto a tono con los cambios que estaban teniendo lugar en el país. Conservamos las mastodónticas estructuras que, en tiempos pasados, compensaron su inexacta información sobre las necesidades cognitivas de sectores específicos de la población con tiradas tan diversas y masivas que necesariamente debían venir bien a tantas individualidades cultivadas. Mantuvimos un obsoleto, centralizado y centralizador sistema de distribución, que reprodujo la lógica de la libreta de abastecimiento, asignando a cada territorio cantidades de ejemplares proporcionales a su distribución porcentual en el universo de la población cubana.

Rodeados de socialismo por todas partes, como de mar, replicamos, muy a la cubana, la enajenación del productor respecto al resultado de su trabajo descrita por el joven Marx, al reducir el exigente oficio de editor al tratamiento técnico del texto, sin protagonismo en la promoción de autores y obras ni posibilidad de retroalimentación sobre la realización comercial de los libros publicados. Pero estábamos en paz, persuadidos, desde nuestra letrada autosuficiencia, de que nadie más que nosotros sabe –y puede decidir– lo que la gente debe leer. Deseando lo mejor para la gente y empeñados en proporcionárselo, nos olvidamos de preguntarle su opinión de cuando en cuando.

Las personas en Cuba no solo leen para nutrir su espiritualidad, crecer profesionalmente, o materializar la aspiración de atesorar una cultura general integral. También lo hacen para adquirir habilidades y saberes necesarios para el cuidado de menores y enfermos; mejorar su estilo de vida y llegar, en buena forma física y mental, a la ancianidad prometida por nuestras políticas sociales. La gente busca en los libros cómo escapar de la rutina impuesta por la limitada oferta alimentaria a que pueden llegar los bolsillos de la mayoría; y explora soluciones nuevas para enojosos problemas cotidianos que no requieren la intervención de especialistas ni operarios. Que se acuda a la letra impresa para buscar respuestas ante los retos de la vida, es virtud de un pueblo sin analfabetos.

Por eso me asombra que Ricardo Riverón, un escritor que admiro, sin desentrañar el significado de la expresión “Premio del Lector”, la emprenda con un libro de cocina cuya preferencia popular le ha hecho merecedor de un lauro, entre otros diez títulos distribuidos el pasado año en la red de librerías del país. Tales obras –que vendieron de conjunto 49 290 ejemplares en apenas unos meses–, recibieron ese reconocimiento a partir de sus índices de venta, no de una encuesta. Se evaluó el porcentaje de ejemplares vendidos con relación a su tirada, argucia a la que debe acudir un país que no tiene los recursos materiales, las finanzas ni la tecnología necesaria para reimprimir de inmediato los libros de alta demanda, según estos se agoten.

Aunque la pretensión no fue jerarquizar libros publicados según sus valores literarios –función que cumplen anualmente los Premios de la Crítica–, la selección requirió de un jurado para justipreciar los méritos de obras correspondientes a géneros, temáticas o públicos meta lo suficientemente parecidos como para comparar sus calidades.

Un jurado compuesto por prestigiosos editores, críticos literarios y libreros, otorgó el Gran Premio del Lector a un libro del psicólogo Manuel Calviño cuya pertinencia social resulta significativa: Cambiando la mentalidad… empezando por los jefes; y consideró merecedores del galardón a la valiosa investigación sociocultural de Tato Quiñones (Asere nuncue ita ecobio enyene abakua); y dos títulos de literatura infantil (Doña lechuza y Patriotas cubanos X).

Un héroe que camina modestamente por las calles de Cuba (Reto a la soledad); un patriota y hombre de fe (Monseñor Céspedes se confiesa); así como un carismático y trágicamente desaparecido líder popular (Hugo Chávez: mi primera vida) obtuvieron también, con sus singulares testimonios, el respaldo del público lector. Además de Cocinando con amor, el título públicamente reprobado, el premio reconoció como libros exitosos: 100 preguntas sobre Historia de Cuba, lograda obra de divulgación histórica que Francisca López Civeira concibió para estudiantes, maestros y lectores no especializados; El derrumbe del socialismo en Europa, oportuno análisis de José Luis Rodríguez sobre las fallas cometidas, allende los mares, en la materialización de una utopía a la que los cubanos no hemos renunciado; y El vecino de los bajos, una selección de las crónicas del inolvidable Enrique Núñez Rodríguez.

Como aquí nos referimos al lector y sus derechos, no al linaje literario de los libros de cocina, me ahorraré comentarios sobre la trascendencia del personaje de Francois Rabelais que inspiró el adjetivo “pantagruélico”, vocablo que en castellano solo adquiere sentido en referencia a una comida o libación copiosa; y resistiré la tentación de glosar las páginas de Paradiso en que los rituales culinarios de Doña Augusta alcanzan la cualidad de arte, gracias a la prosa inimitable de José Lezama Lima, un maestro en la investidura literaria de tan alquímico quehacer, a quien Riverón menciona de soslayo.

En los Evangelios pueden leerse diferentes alusiones a la última vez que Jesús y sus discípulos cenaron juntos en Jerusalén. Desde entonces, la cultura que heredamos y reproducimos cada día otorga una profunda significación tanto a la preparación de la comida que será consumida en grupo, como al acto de compartir afectos mientras se paladean sabrosos platos. Reunir a los seres queridos en torno a la mesa, preferiblemente al final de la jornada o durante el merecido día de reposo que los textos bíblicos consagran, ha sido una extendida práctica sociocultural de los cubanos; y aún lo es en familias preocupadas por conservar ciertas tradiciones.

Entre nosotros, es de buen ver el no abordar temas desagradables o provocar discusiones en la mesa, centro de un rito familiar al que debe acudirse con vestuario apropiado. Incluso aquellos que se reconocen no creyentes, planifican cenas con gente muy querida durante las festividades más significativas de la religión cristiana; y en algunos lugares de Cuba, sellamos con una comida más o menos íntima las alegrías o desdichas de bautizos, bodas y sepelios.

Sucede así porque el breviario gastronómico de cada una de las comunidades que pueblan la Tierra, así como los modos de adquirir y preparar los alimentos, están entre los rasgos más perdurables de nuestras culturas. Creo que la mayoría de los 250 millones de nuevos migrantes computados en 2015, podrían renunciar –si el clima, las exigencias comunicacionales o el contexto cultural se los impone–, a vestir las prendas y tejidos más estimados en sus lugares de origen, expresarse en su lengua materna en espacios públicos, o trasplantar sus rutinas cotidianas a la patria de adopción. Pero dudo mucho que dejen de practicar sus religiones, disfrutar la música que les acompañó durante la mayor parte de sus vidas, o degustar sus platos preferidos. Son actos expresivos de nuestras identidades, a los que nos cuesta mucho trabajo renunciar.

Intentando comprender las razones de la presunta abundancia promocional de Cocinando con amor, anoto la excelente labor del telecentro camagüeyano si se trata de colocar noticias del terruño en la a veces caótica corriente de la prensa nacional; y sugiero que el “exceso” de Ediciones Ácana se torna más visible por el “defecto” de la mayoría de los sellos editoriales galardonados, remisos a abandonar el hábito de que la Dirección de Comunicación del Instituto Cubano del Libro asuma la responsabilidad de promover sus novedades editoriales a través de los medios.

No vi la edición del Noticiero Cultural que provocó el disgusto de Ricardo Riverón. Pero puedo comprender que lo dicho, o la forma en que se hizo, bastarían para estimular un ejercicio intelectual determinado. Arquímedes, Isaac Newton y Blas Pascal necesitaron mucho menos que una noticia, previamente elaborada por un comunicador, para construir sus formidables teorías. Pero el periodismo –con mayor razón el periodismo cultural, que no puede prescindir de juicios de valor–, necesita de otras fuentes. En el caso que nos ocupa, esas fuentes estaban al alcance del autor del enfadado texto. Pero él desestimó valorar los resultados del premio en su conjunto, para centrarse en regañar a una institución que no parece ostentar como flaqueza la irresponsable ingenuidad de los voceadores de noticias.

En fin, qué es literatura y qué no lo es; qué debe o no debe promover el sistema editorial; o qué se está leyendo, aquí y ahora, siempre serán temas de debate. Ojalá este comentario sirva para aportar algunos argumentos a una discusión que –por suerte– no tendrá fin entre nosotros.

Los 11 títulos merecedores del Premio del Lector 2015 fueron los siguientes:

Cambiando la mentalidad… empezando por los jefes, Manuel Calviño (Editorial Academia)

Asere nuncue itá ecobio enyene abakuá, Tato Quiñones (Editorial José Martí)

Hugo Chávez: mi primera vida, Ignacio Ramonet (Editorial José Martí)

Doña lechuza, Raquel Arrinda (Editorial Gente Nueva)

100 preguntas sobre Historia de Cuba, Francisca López Civeira (Editorial Gente Nueva)

Patriotas cubanos X, Ana María Luján (Editora Abril)

Monseñor Céspedes se confiesa, Luis Báez y Pedro de la Hoz (Editora Abril)

Reto a la soledad, Orlando Cardoso Villavicencio (Editorial Verde Olivo)

El derrumbe del socialismo en Europa, José Luis Rodríguez (Editorial de Ciencias Sociales)

El vecino de los bajos, Enrique Núñez Rodríguez (Ediciones Unión)

Cocinando con amor, Jaime López García (Ediciones Ácana)