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Enrique El Grande

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 A Enrique, mientras escucho a Sinatra en su nombre

Un par de años antes de que el escritor, y amigo entrañable,  Enrique Núñez Rodríguez falleciera, nos fuimos a un viaje por provincias. Nos acompañó otro inseparable de ambos, que la prudencia me impide nombrar, cuyas iniciales son, al igual que las mías y las de cierta agencia noticiosa, AP.

Al microbus en que viajamos se le ponchaban los neumáticos cada diez kilómetros de lo viejos y gastados que estaban y se fueron acabando los repuestos. Para aliviar la tensión empecé a mortificar a Enrique de todas las formas posibles. Mientras yo repetía disparate tras disparate, él se fumaba cigarrillos compulsivamente con cara de fastidio por el sinfín de demoras, y el desinterés total por mis idioteces.

Esperaba una respuesta suya, irreverente, simpática y original, como él, pero no ocurría. Subí la temperatura de mis sarcasmos y nada, solo silencio, silencio y más silencio. Me tenía el suficiente amor y confianza, para permitir mis atrevimientos, pero sinceramente siento hoy, recordándolo, que estuve desvirgando ciertos límites.

Ya sin gomas sustitutas a las que recurrir encontramos milagrosamente una gasolinera con su respectivo taller en medio de la Carretera Central; fue como toparnos con un dromedario carnívoro merendándose un pigmeo tahitiano.  Me bajé a estirar las piernas y Enrique y AP se fueron con el chofer rodando las llantas hasta donde estaban los salvíficos mecánicos.

Toda vez que trabajaron con cariño y diligencia, Enrique, AP, el chofer, y el grupo de “poncheros” que solucionaron el problema se acercaron a mí que permanecí de vago en el transporte inhalando el humo de un tabaco. Entonces Enrique me los presentó, y con una sonrisa maliciosa dijo en frente de todos:

—¿Amaurito, tú sabes lo que dijeron de ti estos amables compañeros cuando te reconocieron en la distancia? 

—No —le respondí nervioso, porque lo conocía bien.

—¡Eh, miren a Amaury Pérez…! ¡En persona no se ve tan maricón!!! Lo enfatizó divertido, con su noble venganza a cuestas.

Los mecánicos negaron haber hecho tal comentario y huyeron despavoridos y avergonzados lejos de nosotros, mientras me moría de la pena.

Nuevamente acomodados en el microbús, Enrique el Grande me atravesó sentencioso:

—Ahora si quieres me puedes seguir jodiendo, cabrón, pero recuerda que ¡yo si juego al duro!

No volví a abrir la boca el resto del camino.