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Chivitus Chivatus Chivatorium

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Leyendo un artículo más o menos reciente sobre la donación de animales para el nuevo Zoológico Nacional, rememoré una anécdota de cuando estaba recién inaugurado. Sería el año 1984 o incluso después, no estoy seguro. Yo estaba por entonces realizando una de mis giras anuales por México.

Debo aclarar, en honor a la verdad, que detesto los zoológicos y los acuarios. Los animales privados de libertad y alejados de su hábitat natural me provocan alergia, pero uno se ilusiona en la lejanía, los espejismos de la memoria son incalculables, y cuando me dijeron que teníamos una pradera africana en nuestro país recordé la cantidad de maravillosos reportajes que había visto sobre ese arquetipo de reservas en Nigeria, Ghana, Kenia, Namibia, Zimbabue, y Sudáfrica donde la fauna se mueve soberana bajo la mirada casi siempre atenta de expertos, guardianes y especialistas en varias disciplinas científicas.

En principio me intrigué, no lo voy a negar, e invite a Elizabeth Salinas, amiga y actriz mexicana, que planificaba un viaje turístico a nuestro país, para que nos acompañara a un recorrido por el  Zoológico Nacional “alternativo” cuando nos visitara.

Allá fuimos una tarde primaveral, mis dos hijos, Alan y Ariana, que eran muy pequeños aún, mi esposa, Elizabeth y yo. Todos estábamos excitados y a la expectativa.

En cuanto llegamos fuimos acomodados en un desvencijado y oxidado autobús, decorado con una tosca ecuación pictórica del rayado de las cebras, que nos llevaría al corazón mismo de la “jungla Africana” acompañados de una amable y joven doctora en veterinaria que serviría de guía.

Lo primero que descubrimos, una vez transpuesto el umbral del parque, fueron dos escuálidas y obscenas avestruces que se rascaban sus fétidos traseros contra la cerca Peerless que delimitaba el camino hacia las profundidades del campo. La guía nos iba explicando donde debían estar los animales. ¡Pero no estaban!; Los elefantes, decía, se estaban bañando lejos de nuestra vista, las jirafas estaban pariendo, los rinocerontes habían enfermado repentinamente y recibían tratamiento; de los árboles no saltaba  siquiera un monito de esos verdes y huidizos, y así continuó el recorrido sin que apareciera un espécimen cualquiera; Encontrarlos era un esfuerzo tan inútil como el de degustar castañas de Malasia en La Habana de 1900 en medio de la guerra de las Filipinas. Mi amiga, mi esposa y mis niños empezaron a hacer bromas, burlándose de mi entusiasmo inicial y comencé a avergonzarme de la frustrante aventura.

De repente, la guía, micrófono en mano, exclamó eufórica: “¡Compañeros qué afortunados somos! ¡Acaba de cruzar el campo una especie única! Todos nos acercamos con avidez al frente del autobús, aglomerados detrás del parabrisas, animados, y allá, a lo lejos, con expresión de terror, a punto de desaparecer entre el follaje, divisamos un pequeño chivito criollo de pelaje oscuro, menudo, indefenso, seguro escapado de la finca de algún campesino de la zona. Irritado, le dije a la guía; ¡Doctora, eso que vemos es un chivo doméstico! pero ella insistió en que el animalito era el “Chivitus chivatus chivatorium” (es lo que entendí, no soy un latinista) de origen australiano. La muchacha, al darse cuenta de mi desencanto y evidentes certezas; cualquier persona levemente advertida puede diferenciar a un rumiante común de un quimérico ejemplar cornudo, me dijo con solemnidad: -“Compañero Amaury, usted está equivocado: ese animalito es impar, un milagro de la naturaleza que debía apreciar en lo que vale. Ahora, si me lo permite, llegaremos a la Pradera de los Leones. ¡Ojalá eso sí lo disfrute ya que está tan pesimista!”.

Como estaba anocheciendo, los leones, los tigres y las panteras ya dormitaban en sus jaulas lejos de nuestra vista. “¡Qué mala suerte han tenido”, nos dijo apenada, “Llegamos tarde, pero al menos llevarán en la memoria haber visto al “Chivitus chivatus chivatorium.” Eso es un privilegio visual y sensorial que recordarán toda la vida.”

Antes de regresarnos por donde mismo vinimos se subieron al autobús tres morenas gordas, sabrosas, alegres, cubanotas y bien condimentadas con sendos bolsos llenos de “africanas”(*) que ofertaban, como único souvenir, en una tiendita junto a la jaula de los felinos y se dispusieron a venderlas a quien quisiera pagar por ellas el doble o el triple de su valor. De más está decir que todos compramos. La que evidentemente lideraba el grupo de “traficantes de golosinas” preguntó que cómo la habíamos pasado en nuestra visita. Le contesté en singular que solo vimos el insólito ejemplar australiano de nombre impronunciable. Risueña, sentenció campaneando la redonda cintura: -Mire Amaury nosotras estamos aquí desde las siete de la mañana haciendo cola en este quiosco y solo hemos visto praderas vacías y las “africanas” que son negras pero no de África.

La guía no supo qué agregar y se sumó a la carcajada colectiva de los pocos visitantes. Me cuentan que ahora es muy diferente, que es una maravilla, pero no lo he comprobado, ni pretendo.

Tampoco he comido chilindrón de chivo desde entonces, no vaya a ser que contribuya, sin quererlo, a la masacre de especies en peligro de extinción.

 (*) “Africanas”: En Cuba, además, son una variedad de bizcocho recubierto con chocolate y envuelto en papel de aluminio.