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Argentina: todos unidos triunfaremos

Buenos Aires. Uno. El peronismo salió trasquilado de los comicios presidenciales que obligaron a una segunda vuelta. Daniel Scioli, candidato oficialista del Frente para la Victoria (FPV), superó con exiguos tres puntos a Mauricio Macri, líder de la coalición derechista Cambiemos.

En la estratégica provincia de Buenos Aires (PBA), bastión electoral del peronismo gobernado por Scioli (y donde no hay balotaje), las cosas se pusieron color de hormiga. El candidato a gobernador por el FPV, Aníbal Fernández (jefe de gabinete de Cristina), sufrió una derrota contundente frente a la chica cool de Macri, María Eugenia Vidal (43).

A la perplejidad inicial, menudearon las conjeturas, y un comentario enigmático de Aníbal: Hubo fuego amigo. No dijo más.

Dos. Observación: algo de la campaña peronista llamaba mi atención. En las calles, vida cotidiana y silencio contrastante con la estridencia de otras épocas. En los medios, abrumadora propaganda electoral. ¿Soberbia triunfalista o política deliberada?

El himno de combate del Partido Justicialista ya no se entona con el fervor de antaño: ¡To-dos-los-mu-cha-chos-pe-ro-niiiiiis-tas! ¡To-dos-uniiiii-dos-triunfareeee…! El septuagésimo aniversario del peronismo apenas fue celebrado con algunos fuegos artificiales en Plaza de Mayo.

El tiempo pasa. Los que en 1949 oían a Hugo del Carril entonar La marchita por primera vez en discos de vinilo de 78 rpm disimulan mal su fastidio al oírla en versiones para tango, jazz, heavy metal. La mayoría rinde cuentas al general en la dimensión celestial, y los más afortunados se estiran la oreja cuando sus nietos les anuncian, a grito pelado, que fueron bisabuelos.

Tres. En 1945, el movimiento espontáneo de masas que aún no se llamaba peronista cortó transversalmente a la sociedad. Al año siguiente, Perón ganó las elecciones, y el viejo país excluyente pegó un paso al costado. Sólo que, a diferencia de las izquierdas ideológicamente correctas y políticamente inútiles, supo vislumbrar que el peronismo encerraba una explosiva dicotomía: patria sí, colonia no.

Perón nacionalizó el Estado neocolonial, expandió los derechos de los trabajadores y concibió la soberanía nacional en el marco de la integración latinoamericana. Hasta que en 1955 fue derrocado por un sangriento golpe de Estado en que participaron todos: curas, militares, terratenientes liberales y conservadores progresistas, comunistas, socialistas, intelectuales sartreanos y troscos de la legua que, como siempre, veían todo clarito, clarito, clarito. Bueno… no todos. El pueblo humilde y el movimiento obrero organizado decidieron resistir, subordinándose a la conducción estratégica de su líder.

Cuatro. En octubre de 1973, tras tenaces luchas antidictatoriales que sólo en el último tramo contaron con el apoyo de las izquierdas y el estudiantado, Perón recuperó el poder. Meses después murió, y en marzo de 1976 los militares del Plan Cóndor pusieron orden en el país.

Algunos cortaron cartucho y otros se replegaron en espera de mejores vientos políticos. Entre ellos, Néstor Kirchner, Cristina Fernández y… ¡atención! Junto con ellos, un joven calladito de filiación maoísta que, luego de padecer cuatro años cárcel y torturas, se convertiría en piedra angular de las grandes leyes que jalonaron los tres gobiernos del kichnerismo: Carlos Zannini.

Cinco. El peronismo perdió las elecciones presidenciales en una sola ocasión, luego de que el conjunto de la sociedad emergiera traumatizado del terrorismo de Estado y la desquiciante guerra de las Malvinas. Tragedias que el radical Raúl Alfonsín apenas pudo conjurar (1983-89), tocándole al peronista Carlos Menem y el radical Fernando de la Rúa (socios del consenso de Washington) colocar al país en los bordes de la desintegración nacional.

Durante la crisis terminal de diciembre de 2001, De la Rúa acusó a Eduardo Duhalde de los desmanes y saqueos a supermercados. Ex gobernador de la PBA, Duhalde era (sigue siendo) el jefe de la derecha peronista. Y en 2002 había saltado del Senado a la Presidencia, por aplicación de la ley de acefalía.

La lógica política indujo a creer, entonces, que los argentinos tenían claras, finalmente, las causas profundas de sus avatares políticos. Pero en los comicios presidenciales de 2003 Menem volvió a ser el más votado. Y sólo porque olfateó que el balotaje le jugaría en contra, el segundo de los votados llegó a la Presidencia: Kirchner.

Seis. En una sociedad desesperanzada y sin horizontes, Kirchner tuvo tres opciones: 1) ajustar cuentas con los responsables del desastre nacional; 2) contraer más deuda para crecer, multiplicando el sufrimiento popular; 3) fijar nuevas reglas en la distribución del ingreso, apostando al mercado interno, el empleo, el crédito, la educación, la salud, los servicios públicos.

Los Kirchner eligieron la tercera opción. Doce años después, Argentina es otro país. Un país insólito en comparación con los gobiernos precedentes. Un país ordenado y con una economía relativamente saneada. Pero también un país hiperpolitizado y sin cultura política, a más de cautivo de las tres patas que sostienen a las derechas del mundo entero: el poder mediático, el poder financiero y el poder judicial.

Un país que el domingo entrante podría darle el triunfo a la fórmula Scioli-Zannini… o a la del más abyecto y servil de los políticos argentinos: Macri.

(Tomado de La Jornada)