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Cultura de sincera democracia contra nepotismo

El Diccionario de la Real Academia Española define así el nepotismo: “Desmedida preferencia que algunos dan a sus parientes para las concesiones o empleos públicos”, y el catalán Joan Coromines ofrece en Breve diccionario etimológico de la lengua castellana datos de interés no solo lingüístico sobre el nombre de ese mal: viene de la palabra —nĕpta, en su representación fonética convencional— que en latín “vulgar” significa nieta y sobrina, equivalencia que hoy podrá parecer rara, pero sigue viva al hablarse de nieta y de sobrina nieta. Además, el eminente filólogo define el sustantivo nieto como “forma propia de las lenguas romances hispánicas” extraída de aquella expresión femenina, pues “el masculino latino era nepos”, y —clave del tema explorado— de ese vocablo deriva nepotismo, “en el sentido de ‘sobrino de un dignatario eclesiástico, favorecido por este’”.

La remisión en esos términos a los dominios eclesiales se explica por prejuicios asociados con reales o presuntos rejuegos u ocultamientos de índole sexual, vinculados —realidades e intenciones aparte— con el celibato. Conciernen, en general, a instituciones signadas por la unisexualidad o por férreas, aunque vulnerables, fronteras entre los sexos; pero ni con mucho termina el asunto en esos ámbitos. Se cuenta que un adulto célebre y laico, acompañado de un mozo, se topó con un colega con quien lo vinculaban hostilidades y puyazos, y se apresuró a decirle mientras señalaba al joven: “Te presento a mi sobrino”; a lo que el otro no vaciló en responder: “Yo lo conozco. Era sobrino mío el mes pasado”.

Más allá de contingencias y prejuicios enlazados con el sexo, el nepotismo nació de la protección a la familia propia y creció con la defensa de intereses clasistas. Ambas son mucho más viejas y extendidas que la Iglesia Católica, aunque durante siglos el andar doctrinario y terrenal de esta última fue inseparable del feudalismo, sistema sociopolítico asentado en la herencia, por vía familiar, de bienes materiales y prerrogativas políticas y sociales. La burguesía emergente —revolucionaria en su etapa de ascenso contra aquel régimen— halló en las aspiraciones republicanas principios e ideales que le servían para autorrepresentarse, y para movilizar a los más pobres en la lucha contra el señorío feudal.

El republicanismo —como su par, la democracia— viene de la antigüedad y se ha transformado al influjo de sucesivas clases sociales y sus correspondientes ideologías. Pero en el centro de sus aciertos modernos abrazó el rechazo a la herencia del poder político por “derecho de sangre”, y, en consecuencia, a la consideración de los detentores de ese poder como encarnaciones divinas. En Cuba, porción del mundo afincada en los reclamos de la independencia y la soberanía nacionales, y fraguada en la lucha por conseguirlas, el pensamiento revolucionario se identificó tempranamente con el ideal republicano, logro facilitado por su carácter de nación joven, vinculada con culturas vetustas, pero no asentada ella misma en una urdimbre milenaria capaz de nutrir monarquías.

Con ese ideal la avanzada independentista llegó a la Asamblea de Guáimaro, y con él, acendrado en la experiencia de la Revolución de 1868-1878 y de empeños posteriores, informó José Martí el proyecto revolucionario que condujo al alzamiento de 1895. Ese camino lo siguieron las vanguardias posteriores, sobre todo al protagonizar, desde 1953, el ímpetu de transformaciones marcado con los hechos del 26 de julio de ese año, y plasmado en un programa que se debe recordar cada día, La historia me absolverá, que ratificó la proclamación de Martí como autor intelectual de aquellos hechos. Surgido de la autodefensa de Fidel Castro ante el tribunal que lo juzgó por encabezar esas acciones, el alegato sustentó anhelos de justicia que, tras declararse en 1961 el carácter socialista de la Revolución, hubo razones para considerar basados también en perspectivas marxistas.

Pero en los conceptos —y, desde ellos, asimismo en la práctica— la imagen del ideal republicano necesita en Cuba un saneamiento cotidiano y a fondo. Sería útil indagar en qué grado tenemos o nos falta la cultura constitucional y jurídica que debemos cultivar como ciudadanos, pero lo apremiante es atender las señales que convocan a enaltecer la imagen del republicanismo honrado y sincero. En la Constitución aprobada por el pueblo en 1976 se define a Cuba como una república socialista, pero de hecho el término república sigue depreciado, si no satanizado, al identificársele estrechamente con la república neocolonial instaurada el 20 de mayo de 1902, intervención imperialista mediante.

La confusión la ha validado hasta la historiografía, que suele parcelar el devenir cubano en Colonia, República y Revolución. Si deplorable sería soslayar que la colonia siguió viva de distintos modos en aquella República, peor aún es que factualmente se establece un deslinde según el cual la Revolución viene a ser negación de lo republicano en general, no solo del engendro impuesto a un país con la coyunda de los Estados Unidos.

El necesario esclarecimiento no es cuestión de meras palabritas, como pudiera entenderlo quien olvidase la profunda relación que existe entre pensamiento y lenguaje, entre conceptos y declaraciones, entre ideología y representación verbal de la realidad. Si se ha perdido tiempo en aclarar las cosas, urge especialmente hacerlo cuando se busca la institucionalización apropiada para un funcionamiento que, a partir de las actuales circunstancias, asegure eficiencia práctica y civilidad, continuidad política y disciplina ciudadana, sustentabilidad económica y justicia social. En esa búsqueda se incluye la pauta, reclamada desde el máximo nivel de dirección estatal y partidista, de que los cuadros de dirección  de mayor investidura no permanezcan por más de diez años en esos puestos.

Acostumbrados durante décadas a una dirección histórica aceptada como insustituible garantía del proyecto revolucionario, podía parecernos que esa limitación de tiempo en cargos de nivel nacional era cosa de la sociología burguesa, y —desde un marxismo insuficiente— esta llegó a verse como la sociología. Requerimientos de la continuidad han exigido renovar criterios, para coadyuvar, entre otros fines, a que ambiciones personales y el crecimiento de plagas como la corrupción no den al traste con los afanes socialistas. Se trata de mantener una obra que naufragaría si perdiera la brújula correspondiente.

Uno de los múltiples recursos tergiversadores de los enemigos de la Revolución Cubana se reforzó al identificar como herencia de familia, no por méritos ganados en la lucha, la sustitución del guía histórico por el continuador que hoy dirige el Estado y el Partido Comunista de Cuba. En “Persona e instituciones” —texto que incluyó en su libro Detalles en el órgano, de reciente publicación— el autor del presente artículo recordó el testimonio de un sobresaliente fotorreportero español, Enrique Meneses, a quien no podrá acusarse por cierto de filocomunista. En un reportaje escrito para Paris-Match, y que Bohemia reprodujo el 9 de marzo de 1958, en pleno batistato, Meneses, quien había convivido varios días con la jefatura del Ejército Rebelde en la Sierra Maestra, reconoció: “Raúl, que manda la vanguardia, es un muchacho tan inteligente como su hermano aunque no tenga la misma brillantez que caracteriza a Fidel. Para evitar que crean que se beneficia de la circunstancia de ser hermano del Jefe, es el que más carga y el que más camina de su grupo”.

No hablarán de eso los más encarnizados enemigos de la Revolución, capaces de todo, hasta de proclamarse republicanos y demócratas y, para mantenerse en el poder, aceptar juegos dinásticos, incompatibles con los ideales de república y de lo que pretenda ser democracia plena. Pero saben el daño que puede causarle al afán revolucionario atribuirle modos y métodos feudalizantes, y procuran aprovechar el daño que, en la realidad y en el plano simbólico, le hayan causado al socialismo sus nexos, en orígenes y caminos, con sociedades en que la ideología se trenza históricamente con formas de producción y de organización que tienen en la médula la impronta del feudalismo, o herencias de ese sistema. No será la primera vez que ello se diga, ni este autor el primero en plantearlo.

Lo fundamental no es el gentilicio que, por asociaciones diversas, o por facilidad, se haya usado para construir una categoría con la cual bautizar un modo de producción dado, aunque de ahí, digamos, se derive inquietud al saber que un marxista esclarecido como José Carlos Mariátegui pensaba que el socialismo deseado por él para su Perú podría hallar raíces en el legado comunitario del campesinado indígena. El peligro estaría en que, al legitimarse en esa herencia, el socialismo asumiera también conceptos organizativos y de dirección de una comunidad esclavizada por castas que se perpetuaban en la herencia, como es característico del modo de producción asiático, ubicable hasta en un sitio tan lejano geográficamente de Asia como el mundo incaico, referencia básica para Mariátegui.

Viene al recuerdo algo de Carlos Marx en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte: “la tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”. Pero Cuba —que, además de tener una vanguardia plurigeneracional, se ha hecho de pobladores beneficiados por la instrucción masiva— ni cultural ni política ni históricamente puede confundirse, ni propiciar que se le confunda, con nada parecido a expresiones feudales. A los malintencionados, que no dejarán de serpear contra este país por muy rectamente que él ande, no se les debe regalar ningún pretexto para su labor.

La Revolución Cubana se planteó sembrar valores justicieros que, erguidos contra un capitalismo de estirpe feudal, calzaron el rechazo a privilegios disfrutados a base de ser lo que en el lenguaje popular se llama “hijitos o hijitas de papá”, o “de mamá”, o de ambos. Entre los errores que señalables en el tratamiento de la familia, no parece acertado situar precisamente el afán de que funciones y prerrogativas públicas quedaran al margen del terreno familiar; y si ese afán merece mantenerse, será también ineludible que no devenga subterfugio para ocultar concesiones repudiables asociadas al nepotismo. Tampoco se trata de reproducir la conducta de burgueses dispuestos a beneficiar a su prole con las ganancias de su empresa, pero no a confiarle la administración de esta a familiares incapaces de ejercerla productivamente. La guía debe ser ética, y el socialismo necesita una eficiencia que sea económica y moral a la vez, o no sería socialismo, aunque se le diera ese nombre.

En el disfrute de los bienes de naturaleza social, pública, y en su administración a todos los niveles, se requiere impedir que el país se monte sobre una estructura de poder lastrada por males como el nepotismo. De ahí el acierto de haber establecido la norma —política y ética— de que familiares de dirigentes y cuadros de alto nivel no ocuparan cargos en la gerencia empresarial. Si se dijera que esa medida limita el desarrollo individual de los integrantes de las familias aludidas, habría que responder que se trata de un equilibrio composicional no menos importante que el necesario en cuanto al origen étnico de los ciudadanos, mal llamado “racial”, puesto que no hay razas en la especie humana.

También pueden generarse limitaciones, basadas al menos en resquemores, para quienes carguen con el sacrificio de ser hijos o familiares cercanos de personas que no solo no pueden ocupar cargos públicos significativos, sino que, para defender a la Revolución como agentes secretos, deben pasar por contrarrevolucionarios. Como principio, quien asuma la responsabilidad de representar a un estado de vocación socialista no debe aspirar a competir en ventajas con quienes directamente se benefician de la propiedad privada y los negocios.

Las organizaciones estatales y sociales, es decir, sus integrantes, en especial sus dirigentes —y tanto más cuanto mayores sean su jerarquía y su representatividad—, para defender un proyecto socialista deben tener por norma de conducta la defensa consecuente de los valores democráticos, populares de veras. Les toca prepararse, desde su propia conciencia, para no querer emular en ganancias con representantes de modos de producción en que el egoísmo pueda resultar o parecer natural.

Martí, a quien no le tocó ser un ideólogo socialista, señaló como causa fundamental de la frustración de la independencia de nuestra América el no haberse hecho causa común con los oprimidos “para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores”. Ajeno a palabras huecas y a oportunismos inmorales, sostuvo que el Partido Revolucionario Cubano, creado por él, tenía entre sus fines contribuir a fundar “un pueblo nuevo y de sincera democracia”. Así convocaba a luchar no solo contra los intereses de los opresores, sino también contra sus hábitos de mando, y uno de estos, el nepotismo —que ha causado grandes estragos—, no ha beneficiado solamente a sobrinos y nietos de familias poderosas, sino a otros integrantes, empezando por hijos e hijas.

(Tomado de Cubarte)