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Nuevos paradigmas

La muerte de la modernidad ¿merece una misa de novenario? Los padres de la modernidad nos dejaron como herencia la confianza en las posibilidades de la razón y nos enseñaron a colocar al ser humano en el centro del pensamiento y a creer que la razón sin dogmas ni dueños construirá una sociedad libre y justa.

Poco proclives al delirio y a la poesía, no prestamos atención a la crítica romántica de la modernidad: Byron, Rimbaud, Burckhardt, Nietzsche y Jarry. Ahora miramos hacia atrás y ¿qué vemos? Las ruinas del muro de Berlín, la estatua de la Libertad teniendo el mismo efecto en el planeta que el Cristo del Corcovado en la vida cristiana de los cariocas, el desencanto con la política, el escepticismo frente a los valores. Estamos invadidos por la incertidumbre, la conciencia fragmentaria, el sincretismo de la mirada, la diseminación, la ruptura y la dispersión. El suceso suena como más importante que la historia y el detalle sobrepasa a la fundamentación.

Lo posmoderno aparece en la moda, en la estética o en el estilo de vida. Es la cultura de la evasión de la realidad. De hecho no nos sentimos satisfechos con la inflación, con las hijas gastando más en píldoras adelgazantes que en libros, y nos causa profunda decepción el saber que la impunidad es más fuerte que la ley.

Aun así, tenemos la esperanza de cambiar. Retrocedemos de lo social a lo privado y, rotas, las antiguas banderas de nuestros ideales se transforman en corbatas estampadas. Ya no hay utopías de un futuro diferente. Hoy, como mínimo es considerado políticamente incorrecto propagar la tesis de la conquista de una sociedad en la que todos tengan iguales derechos y oportunidades.

Ahora predomina lo efímero, lo individual, lo subjetivo y lo estético. ¿Qué análisis de la realidad previó la vuelta de Rusia a una sociedad de clases? Nos hace falta captar fragmentos de lo real (y aceptar que el saber es una construcción colectiva). Nuestro proceso de conocimiento se caracteriza por la indeterminación, discontinuidad y pluralismo.

La desconfianza de la razón nos impele a lo esotérico, a un espiritualismo de consumo inmediato, al hedonismo consumista, en una progresiva miamización de hábitos y costumbres. Estamos en pleno naufragio o, como predijo Heidegger, caminando por veredas perdidas.

Sin el rescate de la ética, de la ciudadanía y de las esperanzas libertarias, y del Estado-síndico de los intereses de la mayoría, no habrá justicia, excepto aquella que el más fuerte se hace con sus propias manos.

Hemos ingresado en la era de la globalización. Gracias a las redes de ordenadores, un muchacho de São Paulo puede enamorar a una china de Beijing sin que ninguno de los dos salga de su casa. Millones de dólares son transferidos electrónicamente cada día de un país a otro en el juego de la especulación, privativo de los ricos. Caen las fronteras culturales y económicas, y se aflojan las políticas y morales. Prevalece la ley del más fuerte.

La globalización tiene luces y tiene sombras.