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¿Basta llevar el timón?

Como en esta misma sección apuntó el artículo “¿Y los valores?”, el matrimonio por amor es un ideal reciente, y no parece del todo logrado en la actual etapa del camino que se inició con el instinto hormonal y reproductivo heredado de ancestros irracionales. Al igual que otros atavismos, ese instinto perdura en nuestra especie, bien o mal moldeado por elementos culturales.

Con la aparición de las jerarquías y, sobre todo, de la propiedad privada, surgió el matrimonio como contrato (el papel vino luego). La historia es compleja, pero cabe resumirla diciendo que prevaleció el patriarcado en lo formal y lo jurídico, y en el ejercicio del poder. Las mujeres acabaron siendo objetos sometidos a las regulaciones de la propiedad. Se ha dicho que el matrimonio, con raíz materna, ha estado subordinado al patrimonio, con raíz paterna.

Las mujeres podrían tomar desquite y burlarse de quienes gozaban con su mala suerte. Pero eran o todavía son mal vistas al poner en práctica su venganza. En ellas se consideraba o se considera bajeza moral lo que en el varón se tenía o aún se tiene por ingenio. La desventajosa posición de las primeras la complicaban hasta las esperanzas de la familia: ¡qué bueno para casarla con un cacique, un terrateniente, un comerciante o un profesional bien pagado!

Entre nosotros esos hechos sobresalían menos al darse en los límites nacionales, como la titimanía, tal vez vigente aún, pero ya sin alcurnia para generar guarachas timberas ni caminos para la buena vida. Con el desarrollo turístico la superó en notoriedad y significado económico el llamado jineterismo, que tiene variantes masculinas, aunque por ahora no nos detengamos en ellas.

Antes, por herencia de cánones aristocráticos, podía oírse que la hija bonita de un trabajador “parecía una princesa”, y “merecía un príncipe”. Ahora puede oírse que “está como para un extranjero”, o “para un turista”. Este articulista lo ha oído más de una vez, dicho como elogio de salón y motivo de orgullo para los padres de la joven. Incluso oyó a una madre “elogiar” así a la hija.

Habana Eva —película de coproducción internacional con parte cubana, y que no merece olvido ni ser despachada de unos pocos teclazos— puede ser o parecer cínica, y hasta irritar. Pero quizás lo único de veras indeseable que tenga sea la realidad que trasunta. Ante ella sería torpe sacarse los ojos, como Edipo.

Si la historia de la muchacha que celebra su boda por las calles de La Habana —a bordo de un descapotable en el cual sus dos jóvenes maridos la acompañan felices, comprensivos— se hubiera dado en sentido inverso, no habría tenido mayor gracia. Pero en la película triunfa contra el aire el rostro de la joven que impone su voluntad, como una versión más bien candorosa de la doña Flor llegada al cine brasileño desde la popular novela de Jorge Amado.

Lo peliagudo de la realidad, más que de la película, es que la muchacha acaba sometida a otro juego en el que ella parece dominar pero sigue siendo dependiente: la vida afectiva se la satisface en gran parte el marido patriota, y la solvencia sostenible —en logros tan necesarios como una casa donde vivir— se la facilita el otro, también cubano, pero que viene “de afuera”: de una familia que había abandonado el país.

La joven no quiere ser jinetera —lo es gustosamente su amiga abogada, quien le da “claves” para que se desenvuelva con sentido práctico—, y los padres rechazan de distintos modos su comportamiento. Todo cambia cuando ella empieza a proporcionarles la solución de problemas ante los cuales se habían visto impotentes. El padre, caricaturesco, salta de dogmático a liberal.

El marido que viene “de afuera” hizo su primer viaje del extranjero a La Habana para inventariar y fotografiar —con el fin de recuperarlas llegado el momento: en eso se queda con las ganas— propiedades que la familia había dejado al irse, y acaba ganado por los afectos y posibilidades que sus recursos le deparan en la ciudad. El marido cubanito y laborioso, que a base de esfuerzo no había logrado construir ni un cuarto para vivir con su muchacha, lleva el timón del auto en la celebración de la boda compartida.

Mantener el timón en la proa de nuestra nave es un propósito fundamental, pero demasiado incompleto sin los valores de la sociedad justiciera, basada en la ética, por la que se ha luchado. Defenderla ha costado y cuesta sacrificios cuyo cese aún no se prevé.

Este artículo no intenta satanizar las parejas binacionales, como fueron muchas de las que fraguaron nuestro mestizaje, ni —pues ha mencionado la titimanía— las que tienen grandes diferencias de edad. Los prejuicios, como ciertas rondas, no son buenos. Quien haya promovido satanizaciones tales, u otras, asuma la responsabilidad que ha contraído al hacerlo. Eso es también valor.

(Tomado de Bohemia)