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Punto Penal: Mineirazo, o la caza del gran pez

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La historia cíclica: Habría que ser más sádico que el memorable Doctor Lecter ("buenas noches, Clarice") para desearle tanta humillación a alguien. No importa si ese alguien es nada menos que un equipo y cuenta con 23 futbolistas, un vendaval de colaboradores y varios cientos de millones de fanáticos. Desde que Brasil se convirtió en Brasil –quiero decir, desde los tiempos de la irrupción vertiginosa de Pelé-, jamás la Canarinha había lucido tan alarmantemente frágil, tan expuesta a los golpes, tan enana. Un equipo que blasonaba de defenderse con armadura, escudo y yelmo, súbitamente se convirtió en la masoquista criatura que esta tarde, en el estadio Mineirao de Belo Horizonte, sufrió el varapalos más sonado de la historia del fútbol brasileño. Peor incluso que el de 1950, porque entonces hubo revés, pero no afrenta. Ahora, en cambio, le cayeron cuatro goles en apenas seis minutos, siete en total en todo el juego, y al cabo de media hora de partido ya la pulseada estaba decidida. Patético se me antoja un adjetivo demasiado escaso para detallar lo acontecido. Definitivamente, algo de trágico hay en los Mundiales que organiza Brasil. Algo de predestinación y alevosía, culpable de que no solo la martiricen con una retahíla de goles y golazos, sino de que -¿ironía o justicia poética?- el tanto decisivo del partido, el de Klose, significara la implosión del record de Ronaldo, ese gran mito.  Yo, que tanto detesto su (ya no tan) nueva manera de entender el fútbol a nivel de selecciones, siento sinceramente lo que acaba de sucederle al único pentacampeón del universo.

Inversión de roles: Los anfitriones no merecían salir por la puerta del fondo, esquivando miradas y a pasos agitados, pero tampoco merecían ganar. No mientras sigan practicando un fútbol que, tal como hace Holanda, significa una traición a sus esencias, y en el afán de obtener éxitos dejan en la cuneta lo que los encumbró. Esto es, el gusto por el balón, el desenfado para domesticarlo, el arte. Brasil ha hecho un “fútbol inmirable”, según estableciera Caparrós, y lamentablemente viene haciéndolo desde que Sebastiao Lazaroni le impusiera la dictadura del físico hacia 1990. De entonces a la fecha el país ha ganado dos trofeos (a cuál de ellos con menos elegancia) y eso habrá sido suficiente para complacer a los resultadistas, que son mayoría, pero no a quienes encontramos en el fútbol el mismo sentido que tienen los amaneceres, las caricias y el aroma del café*. En el Mundial’94, el equipo grisáceo de Parreira se sostuvo con las genialidades de Romario y el buen tino de Bebeto. En 2002, la escuadra de Felipao Scolari era un conglomerado de fisiculturistas, pero entre ellos había un tridente fabuloso (Ronaldo, Rivaldo y Ronaldinho) que no dejó caer el estandarte. Esta vez, nuevamente con Felipao al timón, solo estaba Neymar Junior. El proyecto del hexacampeonato se había construido desde la primera piedra en torno suyo, y el chiquillo tuvo que ausentarse de la semifinal. Tan absurdo que todo su alumbrado dependía de un fusible solitario, el edificio sudamericano quedó a oscuras, y Alemania, El Equipo, Die Mannschaft, lo derrumbó. Alemania, que ha seguido el rumbo contrario al de Brasil gracias a la revolución que empezó Klinsmann y continuó, con mano firme, Löw. El Equipo, que durante dos décadas privilegió al atleta sobre el futbolista, pero rectificó un buen día y ahora vive del centrocampismo, el toque y la geometría en el terreno. Die Mannschaft, cuyo técnico adora el estilo de España, y se aferra a defenderse con la pelota al pie, y a atacar enviándola al espacio. Brasil, puedo entenderlo, no atraviesa un período dorado, y no es capaz de armar un grupo como el del 70 o el 86. Pero puede intentar el regreso, eso sí, al ideario del 'jogo bonito', persuadido de que el 'futebol força' ha llevado sus aguas al río del escarnio.

Alemania y el mar: “Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez”. De la mano del menospreciado Toni Kroos –el alma no visible de la escuadra-, Alemania alcanzó a anzuelar el pez enorme, algo que nunca había podido hacer en estos mares de la Copa del Mundo, y sostuvo el sedal con la eficacia cruel de unas manos curtidas por las cicatrices. Verde y amarillo, el pez se sacudía a ratos con violencia, recordándole que había nacido “para alimentarse de todos los peces del mar que fueran tan rápidos y fuertes y bien armados que no tuvieran otro enemigo”. Pero el viejo se decía “lo mataré con toda su gloria y su grandeza” -genéticamente convencido de que “el hombre no está hecho para la derrota”-, y al final lo mató ante los ojos asombrados de un planeta que no parecía preparado para el ajusticiamiento. Lo hizo con riesgos y destrezas, como le corresponde a aquellos cazadores que valoran tanto el “cómo” (la manera de entrar en la aventura) como el “qué” (la presa misma). Y le mostró respeto siempre al pez espada, porque es uno de los reyes de los mares. O mejor, de la mar, que “es como le dicen en español cuando la quieren”.

Nota: *Cierta vez, a Borges le preguntaron para qué servía la poesía, y respondió con más preguntas: "¿Para qué sirve un amanecer? ¿Para qué sirven las caricias? ¿Para qué sirve el olor del café?", contestó el argentino.