Santiago que sigue siendo...

Santiago de Cuba- Según el gran caribeñista Norman Girvan no hay una definición precisa o consumada para el Caribe. Pero al menos unos días al año, basta con nombrar a esta ciudad para sintetizarlo todo.

Ocurre siempre en el séptimo mes, a las puertas de los mejores carnavales de Cuba, un poco antes de que se cierre la Trocha y la corneta china arrastre a la gente tras los tambores, como el flautista de la leyenda, a los niños de Hamelín.

Es cuando, como ahora, se celebra el Festival del Caribe, invento maravilloso de un alma de negro que pasó por la vida en cuerpo de blanco y con nombre de sonoridad europea: Joel James, de quien se afirma que anda por la eternidad gestionando suerte para las obras que fundó –Fiesta del Fuego y Casa del Caribe-- por la salud con la que han sobrevivido a los embates de las carencias materiales, la incomprensiones humanas y hasta los golpes de la naturaleza, sean ciclones o sequías.

En 2015 el festival cumplirá 35 años de celebración ininterrumpida, tiempo relativamente breve para el hecho que festeja: la caribeñeidad, un gentilicio tan difícil de pronunciar como de definir --por todo lo que se le añade y se le reinterpreta en cada edición de los propios Coloquios anuales del evento-- pero con por lo menos dos siglos de reconocimiento académico.

Este año la fiesta se consagra a Surinam, uno de esos países cercanos cuyo nombre sabemos y, a veces nada más, hasta que la periodista y realizadora Julia Mirabal nos la presentó en un documental de 38 minutos que sorprendió incluso a los estudiosos del Caribe.

Pero no sorprende menos Santiago de Cuba, la ciudad que el ciclón Sandy quiso llevarse y luce mejor que siempre o por lo menos que antes de ese golpe de los vientos que la maltrató con nocturnidad y alevosía en el año 2012.

Más de mil personas de unos 30 países asisten este año a la Fiesta del Fuego. Ni el dengue ni la chicungunya pudieron espantarlos. Al fin y al cabo, todos habitamos islas de calor, humedad y mosquitos y entre todas ninguna posee mejor sistema sanitario y preventivo que Cuba.

El Santiago que los recibe también ofrece confianza. Está tan bien pintada y limpia la ciudad que un pequeño vertedero de escombros que se demoraron en recoger de la enrevesada esquina de San Bartolomé y San Gerónimo, más bien parecía un recordatorio de que lo perfecto no va con el carácter caribeño, aunque hay momentos en que parece posible.

Frente a la Catedral católica, cuyas cúpulas se reconstruyen, parque Céspedes por medio, corre la Serpiente del desfile inaugural. La Fiesta del Fuego toma la ciudad y empiezan a moverse rítmicamente los hombros de las ilustres personalidades, intelectuales cubanos y caribeños la mayoría, sentados en los palcos que habilita el gobierno municipal en sus históricos portales.

Nadie se avergüenza de la fascinación que le provocan los paseantes, hábiles bailarines que pasan por sobre sus cuerpos lenguas de fuego y filosos machetes. Ninguno se daña y parece un milagro. O lo es. La intelectualidad se rinde a la furia del tambor, empuja la silla, baila o trata, y cuando alcanza la bendición del babalawo que guía, la fiesta alcanza su clímax.

Es Santiago de Cuba, no os asombréis de nada, diría otra vez el poeta, de estar aquí, mirando cómo desaparece todo lo que diferencia a los ilustres del palco y a los santiagueros comunes y a los turistas corrientes. Una multitud real corea los cantos de raíz africana y baila y aplaude desde los bordes sin caer sobre la acera, inexplicablemente.

Siempre pasa en julio, mes de jolgorios en Santiago, pero esta vez se siente más sólida y más alegre la fiesta. Puede ser la madurez de los 34 años del Festival del Caribe.

Y seguramente es también la certeza de que esta ciudad, como su gente, sigue siendo rebelde, hospitalaria y heroica. No ayer y hoy, sino siempre.