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El día en que Popó tumbó la vaca

Popó era un hombre muy fornido, de mediana estatura, espaldas anchas como las de un levantador de pesas.  Sus brazos eran musculosos, sus manos grandes y sus dedos tenían el grueso de tres de los míos.  Su piel estaba curtida por el sol, ¡tenía la fuerza de un buey! Popó ganaba su vida paleando arena, con esas palas grandes y cuadradas.  En aquellos tiempos los camiones tenían una capacidad de 4 metros cúbicos.  Cada vez que Popó llenaba uno de aquellos camiones se ganaba una peseta. Le pagaban a medio el metro, siempre había que trabajar al sol y pegado a la costa, por eso su piel estaba áspera.  Aquellos mediodías bajo los rayos del sol ardiente, cuando algunos poetas en el Parnaso seguro se inspiraban y enardecían su verbo, Popó quería morirse, sudaba hasta la saciedad, el sudor le corría de la cabeza a los pies.

Popó además de paleador de arena, era deportista. Jugaba a la pelota, era receptor. Recuerdo algunas anécdotas formidables que todos en mi pueblo jamás las han olvidado y eran comidilla de esos días de conversaciones nocturnas, con los fondillos en los escalones de la bodega de Don Pancho o en las ruedas que hacíamos en los velorios.  Allá en el fondo del patio, ahí mismo se acababa la solemnidad y la tristeza y salían las carcajadas que se trataban de contener, pero sin éxito.  Algunas señoras mayores decían: “¡Qué sacrilegio!”, pero los cuentos seguían hasta altas horas de la noche cuando llegaba el sueño y sólo se embullaban nuevamente los ánimos cuando alguno despedía un eructo  por la vía equivocada.  Siempre aparecía la respuesta y ahí de nuevo todos despiertos.

Recuerdo haber visto a Popó cacheando muchas veces. En una ocasión a la mascota se le rompió la trabilla que une la parte del dedo gordo al resto del implemento. Varias bolas se le fueron por allí y Popó echando “pestes” por la boca, la tiró a un lado y a mano limpia gritó al pitcher ¡recta por ahí!  Desde luego que tampoco tenía ni careta, ni peto, ni rodilleras, aunque el juego era al duro. En otra ocasión -y esta es la más divertida de las anécdotas beisboleras- Popó salió hacia la parte de atrás buscando un alto foul en dirección a la primera base, por la zona exterior. Corrió unos 30 metros, no quitaba la vista de la bola, se sentía seguro de cogerla, con ese out se acababa el juego.  Aquel terreno donde se jugaba era propiedad de un señor que tenía una vaquería y por esas cosas de la vida, una de las vacas se interpuso en el camino de Popó y éste, en su afán final por acabar aquello y ganar lo que daban de premio, no vio la vaca y la embistió con su ancho pecho y la vaca fue allá patas arriba, la bola quedaba en las gruesas manos de Popó.

Aunque yo nunca fui con él a coger cangrejos, los que iban, me contaban que Popó no utilizaba ni pincho, ni gancho para sacar los cangrejos de sus cuevas, dentro de la roca o la arena; él metía su mano callosa y ya ¡cangrejo afuera! En algunas ocasiones, yo si lo vi cuando regresaban de sus faenas "cangrejiles" y él, haciendo la gracia porque todos se lo pedían, se dejaba clavar las muelas de cinco cangrejos en cada uno de aquellos gruesos dedos. No importa a la hora que Popó terminara sus excursiones a la playa o sus juegos de pelota, siempre, al otro día pala en ristre y al arenal.  Los días de lluvia o cuando se nublaba el cielo eran una bendición para aquellos hombres que manejaban aquellas palas cuadradas y pesadas, pero cuando el sol quemaba, aquello era un infierno.

Es posible que a  aquella misma hora, cuando Popó sudaba como un mulo, paleando aquella pesada arena y  no soplaba ni un ápice de aire, una  de aquellas señoras, de las mismas que repartían pesetas, reales, medios en la iglesia de mi pueblo a aquellas manos limosneras que se extendían con avidez y desespero, ella con su cuerpo untado de aceite para broncearse reposaba en uno de aquellos cheslong que yacían allí, sobre el balcón que daba hacia el norte en la segunda planta del HavanaYatch Country Club o el Havana Biltmore.

Aquellos dos, de los muchos centros exclusivos que habían sido cercados con alambradas altas y de púas. Los pobres y los negros, los que habían construido aquellos bellos palacios y las altas cercas, no podían ni acercarse allí, de eso se encargaban los “guardajurados”, con sus revólveres de cañón largo y su plan de machete. Aquellas señoras  y caballeros “que todo se lo merecían”, fueron empujando a los de menos nivel, a la “plebe” hacia el occidente por la costa norte, primero hacia Viriato, aquella playita que tenía bastante arena, aquella misma donde el negro King Kong se lanzaba desde lo alto de aquel faro que estaba a la orilla del mar, sólo por un nickel.  Las pequeñas casetas de madera, de un metro por un metro, servían para desvestirse y vestirse y “otras cosas”... Se alquilaban por una peseta todo el día, la orilla estaba llena de ellas.

Allí se vendían y comían tamales del “Yiyi” “calienticos”, los maniseros inundaban la arena y casi todos los bañistas iban con un racimo de mamoncillos que le compraban a mi padre por un medio.  Esta alegría llegó hasta un día en que la compañía de los Mendoza cercó todo aquello, con la guardia rural delante. Hubo que recoger los matules y seguir andando hacia el occidente.  Ahora las playas del “populacho” eran Jaimanitas y Santa Fe.  La primera con su río que desemboca ahí mismo, donde se baña la gente y que convierte esa parte en una gran taza de chocolate, cuando ese fondo revuelto la invade.

Cuando yo miraba hacia aquella pequeña ensenada, donde se introducían miles y miles de personas,  yo no sé cómo cabían allí, me parecía que estaba viendo una oscura alfombra con punticos negros o como moscas posadas.  Esta escena me recuerda a la que se produce en el Río Ganges, al norte de la India, donde van miles y miles de creyentes a bañarse en sus aguas que creen hacen milagros. Aquí en esta playa de Jaimanitas, vi muchos artistas y deportistas nacionales muy famosos, por su clase y color no podían ir a aquellos centros exclusivos. Como ejemplo recuerdo haber visto allí al boxeador Kid Gavilán, éste fue campeón mundial de su peso. ¡Que ironía! 

Kid Gavilán junto a su esposa Leonor y su padre.

Kid Gavilán junto a su esposa Leonor y su padre.

Las casetas, los tamaleros, los maniseros y mi papá con los mangos y los mamoncillos, también aparecieron de nuevo en el paisaje.  En la orilla, Mongo el negro y el rubio Veda´o, con aquel pelo largo que le llegaba a la mitad de la espalda, lo que él decía que obedecía a una promesa que le había hecho al santo de su devoción, alquilaban botes a peseta la hora y aquellos remeros, de último momento, que salpicaban a todo el mundo, ponían en peligro a todos los que allí disfrutaban del oscuro chocolate, porque aquello no parecía agua, el fondo era pura babilla y los pies se iban hasta los tobillos dentro de aquel fanguizal.

La otra playa, Santa Fe, era todo lo contrario, ¡no crean que estaba mejor!, estaba peor, allí no había fango, ni el agua parecía chocolate, pero había que bañarse con botas o chancletas bien gruesas, pues la roca, las piedras y el diente de perro, unido a la poca altura que tenía el agua y los erizos que cubrían casi todo su fondo, la hacían infumable.

 

Familia cubana en la playa Santa Fe, en la década del 50 del Siglo pasado.

Familia cubana en la playa Santa Fe, en la década del 50 del Siglo pasado.

Para la zona del este, Santa María, Boca Ciega y Guanabo a nadie se le ocurría desplazarse, aquello también era privado y para evitar el acceso allí se encargaban los guardias que ellos pagaban.  Varadero era como un sueño, la playa azul, la más linda del mundo, su fama era universal; pero llegar allí era como ir a la luna.  Algunos que lograron hacerlo, lo hicieron si acaso, una vez en su vida y allí no había donde meterse, ni dónde comer nada.  Los lugares eran exclusivos y el acceso también prohibido.  A mí me costó una secuela que he arrastrado toda mi vida. Cuando yo hice mi viaje famoso a aquel paraíso terrenal, tenía un flemón en una muela y con aquel sol que rajaba las piedras, que no había forma de evitarlo, que quemaba ardientemente, cuando regresé a mi pueblo, la cara, por el lado izquierdo, parecía un melón, vino una terrible infección y la escasez de recursos y la ignorancia de mis padres, hizo que aquello avanzara hasta tal  magnitud que llegó a toda la cara y al final la cicatriz.  Al sanar por su cuenta, afectó la pupila izquierda.  Desde entonces, aunque no se ve exteriormente, por ese ojo veo muy poco.  Ahí al centro quedó una mancha o sombra negra para toda mi existencia. Nada se pudo hacer.

Seguro estoy, que Popó jamás se echó crema de broncear la piel, no fue a Guanabo, ni fue a Varadero, como tampoco lo podían hacer los negros.  Allí se discriminaban la gente por su clase social y su color, ambas cosas era determinantes.

El hecho que sucedió con el famoso Senador y poderoso magnate, Alfredo Hornedo, dan fe de lo anterior.  En una ocasión éste quiso entrar como socio  a uno de aquellos clubs exclusivos, pero le echaron la bola negra, no pudo entrar. Él, que era poderoso, tenía la forma de resolver aquello y así lo hizo.  Construyó el Teatro más grande de América “Blanquita” hoy el Carlos Marx con más de 5 mil butacas y tres balcones.  Edificó junto al teatro, un lujoso balneario, el Casino Deportivo de la Habana, -hoy el Cristino Naranjo-y también aparecieron, al lado de estas dos construcciones, un bello hotel, de los mejores de Cuba, el “Rosita de Hornedo” – ahora el edificio Sierra Maestra, y al final tres bloques de apartamentos de 10 pisos, con más de 60 viviendas, allí en el Pent House vivió el senador Alfredo Hornedo -“Rio Mar”- , hoy semi destruido, pero con sólida estructura. ¡Qué pena!

Teatro “Blanquita”, hoy Karl Marx.

Teatro “Blanquita”, hoy Karl Marx.

Esto de la exclusión por el color de su piel, no sólo le pasó a Hornedo.  Batista, aquel mismo que fue dictador, que podía imponer sus deseos cada vez que lo quería, también recibió la clásica bola negra cuando se propuso ser socio del “Havana Yatch Country Club”.  Así eran las cosas entre aquellas gente.  Aunque quiero aclarar que en aquellos lugares que el esposo de “Blanquita” le construyó, casi exclusivo para ella, la entrada estaba vedada para negros y blancos pobres.  Batista, por su parte, años después, cuando su poder era absoluto y se podía proteger del sol, logró que en su inscripción apareciera la categoría de la raza blanca. Así entró por fin a formar parte de “lo mejor de nuestra sociedad”.  Ahora se codeaba con los Mendoza, los Gómez Mena, los Welles y comparsa; pero desde luego que Popó no podía evitar  que el sol lo castigara. El tenía que llevar los kilos para la casa, porque, de lo contrario, la prole no comía.

En Video, Teatro Blanquita (década del 50)