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Gabriel García Márquez, el escritor en su eternidad

Homenaje a Gabo en Colombia. Foto: El País.

Homenaje a Gabo en Colombia.

Vendrán siglos y más siglos, y quienes la hayan leído conservarán en su memoria, alegres y hechizados, la vivacidad con que en la arrancada de esa maravilla un legendario Aureliano Buendía recordó, frente al pelotón de fusilamiento, el día en que muchos años antes su padre lo había llevado a conocer el hielo. Así será aunque el derretimiento de los glaciares no fuera un signo inequívoco de la posible devastación del mundo.

Cien años de soledad fue un meteoro de luz en medio del ímpetu creativo que, a despecho de sus extraordinarios valores artísticos, paró en tener un nombre más mercantil que literario: Boom de la narrativa latinoamericana. Entre sus representantes sobresalen autores estética e ideológicamente diversos. Basta mencionar algunos ejemplos mayores: Alejo Carpentier, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa.

La trama ubicada en el imaginario y representativo Macondo, y estructurada en torno a Úrsula Iguarán, los Buendía y tantas otras criaturas memorables por vitales y artísticamente logradas, catapultó a Gabriel García Márquez a la fama en este planeta, y no se descarte que más allá, si existen otros habitados por seres inteligentes. Ya él había dado muestras de su talento con La hojarasca, Los funerales de la Mamá Grande, La mala hora y esa joya, brote ígneo de lo por venir, titulada El coronel no tiene quien le escriba.

Cuando publicó Cien años de soledad no había llegado aún al medio del camino de su vida, lo cual fue para él triunfo y “tragedia”. A sus cuatro décadas se hizo célebre y llegó a tener públicos lectores virtualmente en todos los confines y en un buen número de lenguas de la tierra. Si de sus volúmenes anteriores se habían vendido algunos miles de ejemplares, para esa novela no serían demasiadas las imprentas de entonces ni las que vendrían luego.

¿Cómo seguir escribiendo después de publicada esa maravilla y no repetirse, no incurrir en la deshonestidad de aprovecharse, para seguir abriéndose camino, de las “trampas” urdidas en ese texto? ¿Qué podía hacer quien ya había dado a las letras una pieza que ha llegado a compararse con El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, nada menos, y que, como esta, desborda las fronteras del idioma español?

Las comparaciones serán odiosas, pero de veras tremenda fue la sacudida con la cual Gabriel García Márquez se ganó el lugar que tiene. Y con ella legó a la humanidad de su tiempo y del futuro la compañía de personajes inolvidables, no castellanos como los de Cervantes, sino de nuestra América, y cuyas particularidades se encargan de ratificar la identidad universal de la especie humana.

No es lo único que ha sugerido nexos entre Cien años de soledad y el Quijote. Ambos autores intentaron luchar contra el peso de sus magnos frutos. Cervantes amaría especialmente Los trabajos de Persiles y Sigismunda, y habrá querido que esta se considerase su novela más lograda. Algo similar fue para García Márquez El otoño del patriarca, que él disfrutaba calificar como la más estudiada entre las suyas. Pero el Quijote y Cien años… se plantaron por sus fueros como las mayores y más disfrutables creaciones de sus respectivos autores, y en ambos casos lo popular legítimo es sustrato que nutre raíces, troncos, frondas.

Centrémonos en el hijo de Aracataca, y tendremos ante los ojos un hecho: aun cuando nada más hubiera escrito Cien años de soledad, su obra estaría entre las que honran la institución del Premio Nobel, y cimentaría la eternidad del novelista. Pero, por fortuna, siguió escribiendo con la voluntad de que no lo sepultara esa novela, aunque lo que hay que de vuelta a ella en El amor en los tiempos del cólera explique el tipo de entusiasmo que reverdeció dentro de la acogida general ganada por la parábola de su producción.

No de todos los escritores debe esperarse el espíritu crítico, o sacrificio heroico, del narrador a quien no por casualidad García Márquez tenía como su preferido en nuestra América, y con quien tanto se vinculó, especialmente en el afán de convertir en guiones cinematográficos sus relatos: el Juan Rulfo que guardó silencio editorial tras la conmoción causada en público y crítica por su novela Pedro Páramo.

A García Márquez, uno de los fundadores de la agencia informativa Prensa Latina, se le recuerda también “enredado” en los desafíos del periodismo, que él amó, y al cual aportó una suma ejemplar en proporciones y honradez, y por haber corroborado la falsedad de ciertas barreras que algunos juicios trazan entre lo literario y lo periodístico. La actitud del autor de Crónica de una muerte anunciada —donde campean orgánicamente la sabiduría del cronista y la del creador de ficciones— se insertó en una tradición profundamente latinoamericana. Heredero de pilares como el insuperado José Martí, García Márquez se ubicó en la estela de su magisterio.

Ello ocurrió más por afinidades contextuales y de propósitos que por un pleno conocimiento directo de la obra del precursor. Según testimonios, el autor de El general en su laberinto quedó fascinado al buscar en ella visiones sobre Simón Bolívar para escribir esa novela, metáfora que recrea y acaso desborde las heroicidades, peripecias y vicisitudes vividas por el Libertador.

De otro gran amor de García Márquez, el cine, no solamente quedaron guiones y cintas concretas, sino el fervor de su apoyo al nacimiento y la vida de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano y su gemela Escuela Internacional de San Antonio de los Baños. Ambas rendirán tributo permanente a su memoria, aunque ninguna de ellas se bautice con su nombre. Su aporte a esas instituciones, y quién sabe a cuántos otros proyectos y logros de nuestros pueblos, se afincaron en su condición de hombre de izquierda.

La mostró en sus vínculos con dirigentes revolucionarios de nuestra América, en especial con el líder cubano Fidel Castro. Por él mostró no solo admiración: se ofreció para ser literalmente escudo suyo en el recorrido callejero por Cartagena de Indias de los participantes en la Cumbre Iberoamericana celebrada allí. Esos foros, que parecen llamados a fenecer por lastres que les vienen de viejas aspiraciones metropolitanas y sombras imperiales, y de espíritus colonizados, los merma, ante todo, el ímpetu emancipador que se da en nuestra América y fue siempre defendido por voz y conducta del autor de Historia de un secuestro.

Tanta legítima gloria alcanzó que hasta gobernantes y otras figuras patéticas de la derecha —cuyos nombres no enturbiarán esta evocación— quisieron pavonearse con su amistad. Pero el corazón y la razón del escritor latieron en la izquierda. También por eso merece honor, y se le recordará, y pagó un precio que previsiblemente seguirá pagando mientras la derecha y la envidia tengan escuderos.

No pudieron ni podrán ignorarlo, pero no faltaron ni faltarán maniobras para empequeñecerlo frente a otros a quienes el talento literario no se les dio junto con la vocación de abrazar las causas más justas de la tierra. Cuando esas maniobras, así como sus gestores y beneficiaros, hayan sido sepultadas por el tiempo y por la marcha humana, cada quien tendrá el sitio que su obra le haya ganado, y García Márquez perdurará en las cimas.

No se habla aquí de su muerte, no solo porque causa dolor pensar en ella, y ciertamente puede acabar siendo triste que las publicaciones devengan atriles para obituarios, reclamados asimismo por la gratitud y la justicia. Se habla de su vida. Si él tiene y tendrá quien le escriba no será porque haya muerto, sino porque vivió y escribió como lo hizo, y dejó una obra que nos prepara para vérnoslas mejor con el amor y otros demonios.