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El Gabo en mi Macondo

Muchos años después, recuerdo perfectamente aquella tarde remota en que mi padre me llevó a conocer a Gabriel García Márquez...

Era el autor de aquel libro sin fotos que el viejo ponía en mi camino, con la esperanza de que “reencuentres tu mundo y tu tiempo”. Tres días más tarde, aún anonadado por la lectura de Cien Años de Soledad, y sin la certeza de haber complacido a mi padre, comprendí que había descubierto al escritor más escritor de mi mundo y de mi tiempo.

Por aquel entonces, yo no sabía que Gabo era Gabo, mucho más que un libro, dos libros, pila de libros... y un montón de artículos, crónicas y reportajes. Ni remotamente imaginaba que detrás de aquel nombre en español, que junto a otros muchos como Poe, Dickens, Grims, Christie, London... había llenado un importante espacio de mi adolescencia, encontraría años después un rostro cálido y una mano firme que, por casualidad, estrecharía la mía.

No podría recordar, sin embargo, la primera vez que tuve conciencia de que García Márquez, el Premio Nobel de Literatura, no sólo era un hombre de mi tiempo y de mi mundo en el sentido abstracto, sino de nuestro mundo real, en la acepción más estricta del término.

El momento exacto del primer encuentro cercano con Gabo sigue siendo un enigma en mi memoria. Visto en la distancia, debo haberlo percibido aquella vez, ya difusa en los recuerdos, cuando llegó a mi su Relato de un náufrago, impreso en inconfundible papel gaceta cubano, y acompañado quizás por alguna reseña del autor de Ojos de perro azul, La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora, Los funerales de la Mamá Grande, El amor en los tiempos del cólera, Crónica de una muerte anunciada...

O sería tal vez mucho antes... o mucho después, cuando cada domingo en Juventud Rebelde comenzaron a publicarse sus crónicas acompañadas por aquella foto pequeña y sonriente... Es lo de menos.

Lo cierto es que para todas las generaciones que hemos compartido este archipiélago verde después del primero de enero de 1959, la presencia de Gabriel García Márquez en Cuba, era parte de la vida cotidiana y de la cultura nacional, y valga la redundancia.

Desde aquella poco divulgada jornada, cuando Gabo llegó por primera vez a Cuba días después del triunfo revolucionario, como parte de los periodistas extranjeros invitados a la Operación Verdad, el escritor del realismo mágico se convirtió en un duende bueno que de vez en vez se paseaba a sus anchas por la geografía cubana, la mayoría de las veces ignorado por los flashes de los fotógrafos y las crónicas de última hora.

Suerte la de los cubanos el haber tenido como amigo común a ese señor no tan viejo y con unas ganas de vivir enormes, que lo mismo se aparecía en un estadio deportivo, que en el vestíbulo del poligráfico Granma, para intercambiar sobre cualquier tema con sus colegas más queridos, aquellos con los que fundó la agencia Prensa Latina, también por aquellos primeros años del cólera yanqui ante el nacimiento de la Revolución Cubana.

El Gabo fue y es una especie de primo o tío muy querido, que se pasaba mucho tiempo de viaje, pero siempre, más tarde o más temprano, regresaba a casa.  Y su hogar en Cuba podía ser la de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano o la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños, ambas fundadas por él; o quizás algún rincón de la Habana Vieja que le recordara a su querida Cartagena de Indias; y en última instancia, cualquier pedazo de esta Isla donde una tarde cualquiera –o iniciada la madrugada— se sentaba a transformar el mundo con el tal vez más conversador de sus muchos amigos cubanos: Fidel Castro.

Su profunda amistad con el líder de la Revolución, probada por el tiempo y las coyunturas, le ganó no pocos epítetos por parte de sus demasiados enemigos, acumulados también a lo largo del tiempo, por las mismas y por otras causas y consecuencias de su ya crónica enfermedad izquierdista.

Mas Gabo no escarmentaba ni por cabeza ajena ni por la suya propia: Cuba no es Aracataca, pero hay mucho de macondiano en esta tierra rebelde, que parece detenida por el tiempo pero impulsada por la historia.

Dichosos nosotros, los simples mortales, que una noche cualquiera de un diciembre sin prisa allá por el año 2003, nos fuimos al teatro Amadeo Roldán, para ver a Chucho Valdés inaugurar a piano limpio el XX Festival de Jazz de La Habana. Nadie lo anunció pero de pronto, por una esquina del lunetario venía él, camisa a cuadros, Mercedes amorosa detrás, y cual viejo conocido, sin conocernos, nos extendía la mano y nos regalaba su sonrisa a todos los que nos paramos para darnos el lujo de verlo pasar...

¡El Gabo definitivamente en mi Macondo!