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El cordón umbilical de los cubanos

Bodegas en Cuba. Foto: Kaloian

Hay lugares que no por comunes han de considerarse menos atractivos a la mirada indiscreta de la prensa. De esos que vemos repetidos en serie como la película de un cinematógrafo pero que a cada paso nos revelan un aire particular.

Son de esos sitios curiosos, que agrupan de tal suerte tantas historias como los pueblos de donde han de nacer, y por si fuese poco son capaces ellos mismos de recrear de manera inverosímil la vida de cada uno de sus pobladores.

Recintos grandes o pequeños, lúgubres o salvados por la suerte de los rayos del sol; estas cavernas de vida, o mejor dicho, de sustento para muchos parecen ser el breve universo donde se mezclan lo más grande con lo más pequeño y donde la individualidad del ser humano se pierde para siempre y parece entremezclarse con la vida cotidiana de todo un pueblo.

Delante, toda una plaza pública: la gente pulula, disfruta, vacila, conversa. Qué es lo mejor del día, cómo se comportará el tiempo, la novedad del viejito de la esquina o la noticia del último novio de la muchacha más linda de la cuadra.

En una esquina las jabitas parecen lanzar su pregón al aire, al lado las cuchillas y paqueticos de refresco sacan la cuenta de cuál es más barato y por si fuera poco una avalancha de carretillas, servidas con jugosos racimos de plátano esperan a que el mejor postor se los lleve a su casa o a la boca de un mordisco.

En su interior el tiempo parece detenerse, es otro.Quizás atrapado por lo espeso del ambiente; por los olores de todo tipo que se filtran y se mezclan en una fórmula desconocida.

Granos, líquidos, y pastas se alternan en una repisa sin orden aparente.

--¡Es por el precio!—dirán unos

--¡Es por el tipo!—exclamarán otros

Lo cierto es que en la mayoría de las ocasiones creería que es más suerte que otra causa la que dispone de su emplazamiento.

En estos sitios, donde casi siempre hay un mostrador con pinta de andamiaje salvado de un naufragio, llegan los habitantes del barrio a recoger los alimentos a que tienen derecho según la libreta, esa por la cual, hace ya más de cuarenta años, se distribuye entre todos, a precios subsidiados, parte de los víveres que en la Isla consumimos en el transcurso de cada mes.

En esos recintos el bodeguero, vórtice y anfitrión de cuantos llegan a preguntar por lo suyo, puede brillar o mostrar una opacidad que lo disminuya ante los ojos del barrio y es que ante cada pregunta reiterada de los vecinos todo parece decidirse en el justo momento de su respuesta.

Ser bodeguero no debe ser nada fácil. Cada cliente arriba con sus propias obsesiones: puede ser un anciano a la caza de un sobre de café; o una abuela con una larga historia y la exigencia de ser escuchada de principio a fin; o un niño a quien se le olvidó lo mandado a buscar por sus padres; o un aprovechado ansioso por desgranar el tiempo mientras apoya su aburrimiento en el legendario mostrador.

Muchas historias se conoce el bodeguero. Él tiene las llaves de múltiples secretos, pues la gente se despacha con la lengua mientras él despacha las mercancías.

Dicen los que más saben, no por diablos, sino por más viejos, que el aspecto de estos recintos ha variado notablemente a lo largo de los años, y que tanto sus dimensiones como prestaciones sociales se han visto reducidas a lo largo de las últimas décadas. Su espectro comercial se difuminó al perder la cantina y la parte que en ella se destinaba a quincalla.

Lo único que nos recordaba a los tiempos de antaño: su pizarrón bien colgado,parecen sucumbir hoy ante el tiempo o a las necesidades de una Cuba otra, una Cuba que deberá buscar otros ombligos que  como bodegas, nos una como el cordón umbilical a los cubanos.