- Cubadebate - http://www.cubadebate.cu -

Un Alarcón… de puro cobre

pelotero

Ninguno como él para echarse encima a todo un pueblo, incluidos los rivales. Para muchos fue el mejor, aunque otros exhiban resultados superiores. Su  huella se mantiene incólume de generación en generación, para alimentar un  mito que, con el tiempo, se convertirá en leyenda. Sucede con los grandes, que  logran “colarse” en las profundidades de las almas de sus coterráneos.

Manuel Alarcón Reina brilló con luz propia en los primeros destellos de  las Series Nacionales, y lo hizo a fuerza de coraje, voluntad, y un cúmulo de  condiciones naturales enraizadas, que alcanzarían el afluente inequívoco de su  gente, más allá de cualquier dispensa. Fue todo carácter y se le agradeció con  creces. La palabra rendición no estuvo en su vocabulario; hasta un día.

En una jornada de sentencias dijo así, más o menos: “Cierren la trocha y que  salga el Cocuyé, que la serie va para Oriente…” Y la cumplida promesa oficia  día a día, como una carga pesada sobre el fardo de equipos que se saben  inferiores o mejores, cuando ven erguirse a un extraterrestre sobre la lomita imperecedera de los sesenta pies, y otro poquito. Su sola presencia inspiraba respeto; carisma irrepetible.

Quien estas palabras suscribe, una vez cerradas las puertas del profesionalismo, ha simpatizado con infinidad de jugadores. Comenzó por un torpedero del centro del país que se llamó Juan Emilio Pacheco, hoy recordado por pocos. Algunos discreparán, pero para los gustos se han hecho los colores.

Espigado como pocos, jugaba con mucha limpieza la difícil posición y poseía  un excelente brazo. --Demasiado alto, --dirán algunos; otros que si no fue buen bateador. El problema es que me acostumbré a buscarlos en otras posiciones, para perdonar el campo corto, cuando vi a Willie Miranda. Después me detuve en la furia de Silvio Montejo, cuya sangre parecía no caberle en el cuerpo.

Hasta que apareció Urquiola con aquel guantecito desvencijado… y Casanova. Sobre las famosas lomitas del box han desfilado pitchers que levantan el graderío con “escones” uno tras otro: Lazo, Vinent, Valdés, el recientemente fallecido Pérez Pérez, Changa, Rogelio... También los espectaculares  ponchadores, que en el favor de la gente emulan con los jonroneros. La gente los tararea y disfruta de verdad. Últimamente hasta hacen olas, copiando a brasileños y argentinos del hoy sempiterno fútbol. Y Alarcón, en 583,2 entradas lanzadas, propinó la friolera de 529, con un férreo control de 118 bases por bolas.

Después de meditar, entre tantos, me decido por El Cobrero, epíteto que le endilgaron por un tío paterno. Otros lo superaron en ponches, lechadas, juegos ganados, promedio de carreras limpias y todo lo que lleva un buen pitcher. Pero qué le vamos a hacer. Cada cuál que escoja el suyo; yo me quedó con quien opacó a todos en una época donde los jugadores de la capital acumulaban los mayores halagos; con más justificación que hoy. De indescifrables lanzamientos y un temple que sentó cátedra, sus compañeros tuvieron en él a un paradigma.

No fue lo que se llama un lanzador con suerte. Le persiguieron las lesiones y una que otra indisciplina, la misma que suele ir con los imprescindibles, hasta que un día de 1968 apareció la maldita hernia discal que lo sacó del montículo a las puertas de un importante torneo internacional. Sintió que no podía más y con su genuina sinceridad se lo confesó a los entrenadores. Quizás otros, por integrar el equipo de las cuatro letras, lo hubieran callado, pero en él no hubo medias tintas.

Sometido a una delicada operación, se recu-peró, mas nunca fue el mismo. Lo vi regresar en la XI Serie (1971-1972) y me anticipé a Felipe Álvarez para saludarlo en la Ceremonia de Inauguración, en el Latino. Un último esfuerzo, no se reconocía fuera del diamante. Allí, por la sempiterna admiración, solo detecté destellos de lo que había sido. Sentí, en lo más profundo, aunque estuviera en un equipo rival, lástima por el destino deportivo de uno de los monstruos sagrados de nuestra pelota.

Los cintillos de los periódicos, en su momento de esplendor, no se cansaban de anunciarlo y proclamar: “Esta noche un duelo de titanes, Manuel Alarcón contra Manolito Hurtado…” Su aparición en el montículo era sinónimo de estadio repleto, en especial el Latino, donde tantas batallas ganó a los que parecían invencibles INDUSTRIALES. El Cobrero jugó con ellos, les anunció derrotas y ponches, con lanzamientos ofrecidos; y cumplió. Fueron memorables aquellos duelos con un lanzador diferente, de mucha calidad, que se apoyaba más en la inteligencia, el control y lanzamientos prácticamente desconocidos en aquellos tiempos: cambios, nudillos, sinkers... Alarcón ganó más de los que perdió contra quien cargaba un equipo superior a las espaldas.

Nuestro hombre incorporó a las Series Nacionales el estilo de enseñar el número. Lo perfeccionó tanto, que lograba desequilibrar a los bateadores. Una tarde confesó a Padura el método perfeccionista: “Eso lo aprendí a hacer yo solo, durante el año que estuve sancionado y no jugué en la Nacional. Yo me propuse encontrar un estilo propio de pitcheo y me conseguí un espejo grande y delante del espejo empecé a ensayar movimientos, hasta que descubrí que ese giro me permitía darle la espalda al bateador y enseñar el número, como decían los narradores. Al año siguiente, cuando regresé a la Nacional, ya lo tenía perfeccionado (…) Nunca perdí el control en mis lanzamientos y cuando hacía el wind-up podía tirar cualquier pelota y ponerla donde quería…”

Algunos achacan la causa de su dolencia, hasta convertirse en hernia discal, al acto creativo desde el montículo. En una entrevista televisiva en el programa "Confesiones de Grandes", de Aurelio Prieto Alemán, descartó esos criterios. Se lo endilgó a la fatalidad, que científicamente no es otra cosa que la casualidad.

Había nacido en Bayamo, el 19 de febrero de 1941, en la finca “El Aguacate”, cerca del pueblo de Canabacoa, en el municipio Bartolomé Masó, en las inmediaciones mismas de la Sierra Maestra. Según Leonardo Padura y Raúl Arce, en El alma en el terreno: “El joven Alarcón debió ingerir un apresurado desayuno para dedicarse, por el resto del largo día, a ordeñar vacas, chapear caña y cortar arroz, como le correspondía a un hijo de Manuel Alarcón

Gamboa, un guajiro que no creía en sueños ni en strikes en la esquina de afuera…” Su viejo, en el duro bregar, supo enseñarle a la prole el buen camino en una vida incongruente, de culpas no ganadas que les deparó el destino. No obstante, brindó por los éxitos del hijo en un par de ocasiones.

Oriental de carácter campechano y jodedor, El Cobrero gustó de los tragos y la vida bohemia. Después del retiro, defraudado por la interrumpida carrera en plena efervescencia, se dedicó a cantar boleros, guarachas y algún que otro son, en cabarets nocturnos que dañaron su salud, pero no podía ser de otra forma, el estigma de la mala suerte se posó sin piedad sobre su espalda.

Reconoció que discutía indirecta-mente con los ampayas: "Oye Chava, qué malo eres, esa bola era strike, pero te movis- te y el árbitro no la cantó. Si hicieras las cosas mejor, enton-ces sería distinto..." Ramón Hechavarría sabía perfectamente que la pelea no era con él. La inusual protesta imposibilitaba una expulsión. Cosas del Cobrero, quien estuvo sancionado, pero regresaba por sus fueros, mientras la salud se lo permitió. La calidad infinita le permitía algunas licencias, bien lo sabían sus managers.

En siete series alcanzó un balance de 41-24 (.631), con efectividad de 1,82. En el exterior también fue un valla- dar. Cuentan que lloró al regreso de los Panamericanos de Winnipeg 1967, cuando perdió el juego decisivo ante los ESTADOS UNIDOS, en un play off que no debió jugarse. En la ronda eliminatoria les había ganado con facilidad.

Unió el deporte con el arte y se hizo cantante. Por mí cual si Pavarotti. Coincido con Amado Maestri, que tanta pelota vio y lo consideró por encima de los demás. Aunque fuese un buen vocalista, lo prefiero como artista del box. Un destello al infinito que abarca espacios siderales y se sostiene, a pesar de los pesares, desde que un buen día nos abandonó definitivamente, para incrustarse en el corazón del pueblo.

Como simple mortal tuvo otros yerros, solo las inmaculadas divinidades están exentas. Y no amerita destacarlos, porque supo estar por encima de ellos, con una fuerte carga de viril mortal. Por eso es tan grande.