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Existen hombres y mujeres como Alfonso Sastre, luego existimos

En este artículo: Alfonso Sastre, Cuba, España
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Alfonso Sastre.

Alfonso Sastre.

Si existiera justicia literaria en este mundo, Alfonso Sastre recibiría, al menos en lengua castellana, todos los premios, reconocimientos y difusión que hasta hoy se le han negado.

Pero Alfonso Sastre tiene un defecto muy grave: ha sido coherente. Cuando en 1989 cayó el Muro de Berlín, y muchos se apresuraron a cambiar de bando, este gigante del teatro y el pensamiento se ratificó en sus dichos y militancia. Considerado por muchos un clásico vivo del teatro en lengua castellana, es un intelectual total pero sus columnas de opinión fueron pasando de El País a El mundo para terminar en el diario vasco Gara, en la misma medida en que la gran prensa española fue abandonando todo vestigio de pluralidad. Él no hizo concesiones, en 2007 pronunció en Bilbao una conferencia con el impublicable título de “Por qué sigo siendo comunista”

Narrador, poeta, ensayista y dramaturgo, el silencio de las editoriales que desde la península ibérica dictan el canon de lo que debe leerse en lengua española, obligó a su esposa, la valiente e incansable Eva Forest, a fundar una editorial para que los libros de Alfonso pudieran ver la luz. Así nació Hiru que, además de a Alfonso, tiene en su catálogo a autores como Howard Zinn y Noam Chomsky, entre muchos otros malpensantes.

En 2003, cuando en Miami levantaban carteles diciendo “Iraq now, Cuba after” y en el poderoso Grupo PRISA pasaban lista para cercar a la isla, Alfonso Sastre alzó su voz a contracorriente para decir lo que otros callaron.

De paso por el País Vasco, visité a Alfonso en su casa de Hondarribia, hablamos de Cuba, de Venezuela, del 15M, de Fidel y de Chávez ,y de los desafíos que implica Internet. Lúcido y vital a sus 86 años. Él me obsequió su más reciente libro y me contó de lo que está escribiendo ahora mismo.

Autor de una obra inmensa, Alfonso es más conocido y reconocido en Latinoamérica que en la España que le vio nacer. Invisibilizado por la industria cultural que reparte premios y hace listas de éxitos literarios, su incomodante definición del intelectual “bienpensante”, su rigor creativo, su negativa a complacer los estereotipos de moda y su coherencia ética lo hacen insoportable para quienes pastan entre el rebaño mediático afín al capital.

Conocerlo es admirarlo. Saliendo de Hondarribia vinieron a mi mente las palabras que, tras leer los versos de Alfonso que rezan “Existe Cuba, amigos/Luego existo”, pronunció la teatróloga cubana Vivian Martínez Tabares cuando la Universidad de las Artes de La Habana le otorgó a este gigante, a quien ni la censura ni el mercado han podido doblegar, el título de Doctor Honoris Causa: “Por hombres y mujeres como usted, Alfonso Sastre, también seguimos existiendo.”

Alfonso Sastre Salvador (Madrid, 20 de febrero de 1926), de 87 años años de edad, es un escritor, dramaturgo, ensayista, guionista cinematográfico español, uno de los principales exponentes de la llamada Generación de 1955 o del medio siglo. Su trayectoria personal se ha caracterizado por su compromiso político y social y la denuncia del régimen franquista hasta el fin de la dictadura.

(Tomado de La pupila insomne)

Reproducimos esta conferencia imprescindible de Alfonso Sastre, que como ha recordado Silvio Rodríguez en su blog "empezó a circular por aquellos días violentos y tristes de 2003, con su abanico de definiciones colectivas y personales".

LOS INTELECTUALES Y LA PRÁCTICA

Cuando un par de veces he sometido a crítica la actividad de los intelectuales y de los artistas, de un modo un tanto detenido y orgánico, mis objeciones han ido contra los “intelectuales de izquierda” que operaban por causas que yo estimaba -y estimo- justas; pero que lo hacían –o hacíamos-, a mi modo de ver, mal, y hasta muy mal, o que decididamente, no lo hacían, no lo hacíamos. ¿Piedras contra mi propio tejado? ¿Autocrítica? ¿Puñaladas a mis sedicentes amigos? En general, ha sido “la izquierda” o el “progresismo” de ciertos intelectuales lo que yo he sometido a crítica, anotando y hasta denunciando la práctica de modos y tics indeseables, oportunismos y otros variados males. El desplazamiento masivo a la derecha durante los últimos años de intelectuales que ayer formaron –decían formar- en la izquierda, y sobre todo en la extrema o ultraizquierda me ahorran ahora algunas aclaraciones, pues ha quedado visto para todo el mundo algo de lo que yo creía ver entonces (1970): la no fiabilidad de muchos escritores e intelectuales sedicentemente situados en la izquierda y hasta en la extrema izquierda social y la ultraizquierda política.

Pero entremos en la materia de la relación entre los intelectuales (y los artistas, pero desde ahora diremos sólo “los intelectuales” para cubrir convencionalmente estos dos campos relativamente autónomos) y la práctica social, con la que tienen que habérselas, desde luego, también los intelectuales más vinculados al tema de la utopía: más vinculados a los proyectos incluso desmesurados y ambiciosos. Recorramos la carne viva de algunos temas, en los que muchos de los intelectuales de hoy están adoptando la asimilación a lo que antes se llamaba “la gente bienpensante”, y que siempre ha sido situada en la derecha, pero que hoy está en la izquierda: es la buena izquierda. Antes, es cierto, los intelectuales hablaban con fuertes ironías de la gente “bienpensante”, y no es así ahora, según lo que estamos observando en nuestra propia práctica. ¿Tendrán razón estos intelectuales? ¿Pues no ha de ser lo propio de unos buenos intelectuales pensar bien? ¿Pensar mal sería propio de buenos intelectuales? ¿Y cómo se comería eso?

Veamos: ciertamente la población bienpensante antes era “de derechas” (o la gente de derechas era la gente bienpensante); y hoy la “gente de izquierdas” es bienpensante (o la gente bienpensante resulta ser de izquierdas, que de ambas formas puede decirse). Por mi parte, yo reivindico para mí una posición no bienpensante y así lo propongo para una izquierda deseable y seriamente radical, aunque ello resulte paradójico. Mi modo de “pensar bien” es “pensar mal”; lo que creo que me sitúa –ay- en el refranero castellano, en el que se certifica que “pensar mal” es una vía segura para el acierto: “Piensa mal y acertarás”. Pero la idea que ha prosperado socialmente es que “pensar bien” es lo propio de los intelectuales, aunque ese pensar bien los sitúe en el mundo, en otro tiempo desdeñado, de la gente bienpensante.

Nosotros queremos tratar en esta conferencia de las siguientes relaciones problemáticas, bajo la forma de algunos tópicos del “buen intelectual” en el día de hoy: cada uno de los cuales viene a ser como un matiz que añadir a los demás:

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Entremos en esta materia de la siguiente forma:

El buen intelectual es hoy un ser humano políticamente correcto.

Lo “políticamente correcto” era un motivo de risas y burlas por los intelectuales de izquierda de otros tiempos, cuya crítica incidía en los componentes hipócritas de este tipo de comportamientos; y los intelectuales no dudaban en someter a crítica y desmontar aquellas ideas “políticamente correctas”. Recuérdese como un arquetipo o, por lo menos, un ejemplo de esta actitud irrespetuosa ante lo políticamente pero también moralmente “correcto” la figura de Oscar Wilde; pero también que su posición escandalosa lo condujo a sufrir los horrores de una prisión inmunda y a ser “escupido” por la sociedad inglesa a Francia –cuando él salió de la prisión- y a morir de mala forma en un hotelucho de París.

Quizás haya hoy muchos intelectuales (“buenos”) que se sigan burlando y hagan risas en sus tertulias íntimas de lo “políticamente correcto”, pero de hecho cumplen las órdenes contra el escándalo de toda declaración “incorrecta”. En esta situación, se hallan mucho más cerca de una verdad sostenible –de una “realidad de verdad”- aquellos ciudadanos que han convivido en los barrios pobres con poblaciones gitanas y realizan críticas que resultan malsonantes en los castos oídos del antirracismo convencional; en los oídos de aquellos intelectuales “humanistas” que nunca han visto de cerca a un gitano si no ha sido en el escenario de la danza española o del cante flamenco o en el cine.

Esta “izquierda” está ejerciendo –al servicio de la más carca y maloliente derecha que la subvenciona- de enterradora no sólo del marxismo –que, sin embargo, goza de muy buena salud teórica- sino de cualquier proyecto revolucionario, esto es, utópico, desdeñado por ella como si formara parte de una especie de pensamiento orangutánico y troglodítico; dado que, para ella, la verdad –la “realidad de verdad”- sería que las cosas “son como son”, y que hoy la historia “ha terminado” (fin de la historia), si es que alguna vez hubo historia, en lo que esta sedicente izquierda coincide plenamente con la derecha económica, social, política y su intelligentsia, hoy generalizada en el poder, una vez producida la bancarrota de lo que se llamó el “socialismo real”, cuyas virtudes y sobre todo sus virtualidades quedaron al fin liquidadas por la convergencia de una estrategia de largo alcance del capitalismo, y de la propia burocracia “socialista”, surgida bajo el imperio de una forzada militarización del proceso revolucionario.

El buen intelectual esta contra toda violencia, venga de donde venga

Nada más cierto; y son pocas las excepciones de quienes afirmamos que pensar es distinguir entre los fenómenos (o, al menos, empieza por ese esfuerzo), o sea, que es todo lo contrario de echar en una bolsa de basura todo lo que quepa en ella en función de ciertas semejanzas que a veces son realmente serias e importantes (por ejemplo, un tiro de pistola suena igual que otro tiro de pistola), para hacer después un juicio global sobre aquel conjunto heteróclito. Por ejemplo, para mí es preciso establecer que son fenómenos diferentes el disparo de un sicario sobre un dirigente sindical en

América Latina, y la ráfaga de metralleta de Ernesto Che Guevara contra un cuartel de “casquitos” durante la dictadura de Batista; y mucho más otra cosa es la explosión de unas bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, y el homicidio a navaja que se produce en un arreglo de cuentas o en un trance pasional. Todos son actos violentos y, por ello, indeseables; pero a partir de esa constancia es preciso ponerse a pensar y a ver la entidad propia de cada una de esas violencias, ante cada una de las cuales nuestro rechazo tendrá también su propia entidad, o incluso no llegará a ser tal rechazo (defensa propia, tiranicidio, violencia revolucionaria...); por lo que no es indiferente esa genealogía para paralizarse en un rechazo de – como dice un eslogan casi popular entre los intelectuales “buenos”- toda violencia, venga de donde venga, pues que, siendo todas ellas indeseables, como decimos, merecerán diferentes atenciones, de manera que el juicio moral y político sobre ellas se basará en el conocimiento de su diferente cualidad y etiología, y en el análisis de las motivaciones, desde las psicológicas a las sociales, de cada uno de esos actos violentos; y es de decir que esa metódica distinción en la masa de lo que es heteróclito (aunque una importante nota común sea la violencia) es la vía sine qua non de un pensamiento “en forma” –o sea, fuerte- y de la moral, y de una acción efectiva para que tales actos violentos –cada uno en su índole- lleguen un día a ser definitivamente imposibles. En cuanto a mí, por mera decencia intelectual, no puedo poner en el mismo saco a un militante palestino que se hace estallar ante un cuartel israelí ¡o en un autobús con todo el horror que ello comporta!, y los bombardeos desde el interior de grandes formaciones blindadas de enormes carros de combate o el lanzamiento de misiles de helicópteros sobre casas habitadas palestinas en un campo de refugiados. Mi punto de vista, como intelectual “malo”, es que en todos los casos de violencia, incluso en los de mayor similitud, existen diferencias, a veces radicales, y en todo caso dignas de tenerse en cuenta, y no digamos cuando los actos violentos son, por ejemplo, la bomba de un guerrillero de las FARC de Colombia, que combaten por la revolución de su país, en un lado, y la tortura de un policía o un militar británico, al servicio del Reino Unido, a unos detenidos irlandeses sospechosos de pertenecer al IRA, en el otro. ¿Se me puede seguir por ahí, o ese camino es impracticable para un buen intelectual de hoy, para el humanismo de una izquierda bienpensante? ¿Me quedaré yo solo o acompañado de algunos poetas malditos, candidatos a la marginación y al desprecio?

Insistiendo en la indeseabilidad radical de la violencia en sus diferentes despliegues y entidades –o sea, de las violencias-, mi punto de vista entonces y ahora es que es preciso distinguir radicalmente dos grandes sectores en las violencias sociales y políticas –las violencias de los oprimidos y las de los opresores, o bien, los actos violentos de los pobres y de los ricos, o bien, las guerras patrocinadas por el Poder y las guerras sediciosas o subversivas, etcétera-, y que todos los actos violentos no meramente “pasionales” (amor, celos...) –desde los atracos de bancos a las bombas “terroristas”- son síntomas que manifiestan profundos males sociales y que hunden sus raíces en situaciones de radical y lacerante injusticia, plano sobre el que habría que operar en la tarea de acabar con la violencia en el planeta Tierra, y no golpeando con furia ciega, policíaca o militar, sobre los síntomas, por medio tantas veces de procedimientos como la tortura que se practicaba y se sigue practicando en las siniestras oficinas del “orden público”, en las cloacas de los Estados.

Sobre el tema de las condenas al terrorismo por parte no ya de políticos sino de intelectuales y artistas, algo he dicho en el librito sobre Los intelectuales y la Utopía (pero mejor será en la segunda edición, todavía inédita), acudiendo a reclamarme como del “oficio de Eurípides”, o de la dramaturgia en general, que no es un oficio de condenas “al malo” sino de análisis y reflexión sobre los orígenes de los sufrimientos humanos. Para nosotros (los que efectivamente practicamos el oficio de Eurípides, y no pertenecemos a la policía ni a la judicatura), en general no hay el malo, aunque algún “malo” pueda haber, sobre todo en las malas películas y en los melodramas (buenos contra malos), e incluso los tiranos tienen en nuestros dramas la libertad de decir y de explicar todas sus razones.

Recuérdese como un buen ejemplo, casi arquetípico, la Antígona de Jean Anouilh, tragedia escrita y estrenada en París durante la ocupación nazi-alemana, y cómo se escuchaban en aquella obra las razones de Creonte, el tirano, contra Antígona, tan bien expresadas por el personaje que personifica el Poder que se podía llegar a pensar que el autor justificaba las razones de Alemania (Creonte) contra Francia (Antígona). Si nos desplazamos a la Revolución Francesa, podríamos echar un vistazo a las grandes obras que de ella se han ocupado (por ejemplo, desde La muerte de Danton, de Georg Büchner, a la obra maestra de Peter Weiss que es el Marat/Sade), y en ellas vemos y confirmamos que nuestro oficio no consiste en una condena a ultranza del Terror, ni siquiera del Terror en el Poder, como es en este caso, en la medida en que se trataba de una actividad pública, instalada en el poder político, y que se pretendía al servicio de una gran revolución justiciera, sino que nuestro propósito –el propio de los socios del “Club Eurípides”- es siempre el de analizar vía imaginante las condiciones que dan lugar, por ejemplo, a los horrores de la guillotina.

Pensándolo bien a pesar de todo, me doy cuenta de que yo no soy un buen oficiante de Eurípides, y que a veces se me cuela el melodrama –los buenos y los malos- en mis tragedias (en las de mi vida y en las que escribo), o en mi percepción de las tragedias ajenas (las que ocurren en la realidad y las que han escrito o escriben mis colegas dramaturgos).

No es así en algunas como la citada Medea de Eurípides, en la que me da casi tanta pena Jasón como Medea, y, desde luego, no condeno a ninguno de los dos, pues Jasón me parece un personaje muy humano a pesar de que se comporte como un cerdo a propósito de Medea, y en cuanto a Creonte, ¿qué podría hacer él sino lo que hace, condenar a Medea al destierro para evitar... lo que, al fin, resulta inevitable, y no porque Medea sea “mala” sino porque sufre más allá de lo posible por el abandono de Jasón?

Como espectador del teatro, entiendo como un test de mi propia condición humana –de lo que yo tengo y de lo que me falta de Eurípides- el hecho de que en Fuenteovejuna de Lope de Vega no me da ninguna pena sino que me alegra ver que los ciudadanos se rebelan, matan al Comendador de mala forma y alzan su cabeza en una pica; y, sin embargo, condeno que aquellos ciudadanos sean sometidos a torturas para dilucidar lo que ha pasado. (¿Dónde se me quedó Eurípides?). Como autor, escribí con mucho gusto que Tell mata al Gobernador, y me quedé tan tranquilo, y en ningún momento del drama le dejé –al Gobernador- que expresara sus opiniones y defendiera sus puntos de vista (cosa que hizo y muy bien Eugenio d’Ors en su obra Guillermo Tell).

Este tema me ha puesto siempre en un trance mental muy complejo, en una situación “ardiente”, y así sigue siendo hoy. Pero la cosa para mí empezó cuando descubrí la existencia en Francia, durante la segunda guerra mundial, de aquel movimiento de resistencia contra los nazi-alemanes. ¿Qué pensar de un acto en el que un resistente francés disparaba un tiro en la cabeza de un oficial alemán? Pero aún más: ¿qué pensar de un grupo de la Resistencia que pone un explosivo en la vía del ferrocarril? ¿Condenarlo y renunciar a la lucha contra la ocupación alemana? ¿Aceptarlo y renunciar entonces a nuestro humanismo intelectual? ¿Y qué pensar de los franceses que decidieron practicar aquella lucha? El terrorismo fue el doloroso tema de una de mis primeras obras –Prólogo patético- y de otras posteriores, particularmente de la titulada Análisis de un comando, que parten sin duda alguna de una condena personal a los sistemas a cuya opresión se oponen los “terroristas”. En realidad –y ahora regreso a Eurípides y me reconcilio con él- no hay buenos y malos, y ni siquiera los torturadores policíacos son como los malos de las malas películas o de los buenos melodramas. Lo malo son los sistemas opresores; lo condenable son esos sistemas; y los verdugos son también víctimas de esos sistemas. Lo cual no quiere decir que propongamos enfangarnos en una especie de humanismo navideño.

En resumen, creo que también los intelectuales “malos” estamos contra toda violencia, que nos parece siempre indeseable, pero no lo estamos de la misma manera cuando se trata de la violencia de los ricos contra los pobres que cuando se trata de la violencia de los pobres contra los ricos.

El buen intelectual es tolerante

Recordamos sin ninguna nostalgia la época en la que muchos intelectuales marxistas, generalmente militantes en los PP.CC., exhibían una mala lectura de Marx, muy rígida, que los había convertido en una especie de cabezas cuadradas – dogmatizadas- con muy baja sensibilidad ante los hechos que no fueran meras repeticiones de otros anteriores; pero no nos parece que las actuales “tolerancias” sean una buena respuesta a aquella marea dogmática, tanto más cuanto que esta tolerancia, en lugar de apuntar a la existencia de distintos puntos de vista y filosofías, acaba engulléndolos en los abismos de un “pensamiento único” al servicio del actual neo-imperialismo; y creemos que no porque haya habido un pensamiento rígido y dogmático tengamos que apostar hoy por un pensamiento débil; por un pensamiento que parezca avergonzado de ser pensamiento. Mala respuesta sobre todo en la medida en que los intelectuales orgánicos del neocapitalismo liberal aprovechan esa debilidad para incorporar a tan tolerantes pensadores a sus filas al servicio de ese “nuevo orden” apadrinado por figuras tan lamentables (y hasta ridículas) como George Bush, jr., que pueden poner en marcha tan criminales acciones como las ejercidas por él y sus cómplices contra Iraq. Sorprendentemente, ha sido de otra manera. Una buena parte de la izquierda dormida ha parecido despertar. (Escribo estas líneas hoy sábado 15 de febrero, cuando los Inspectores de la ONU acaban de leer su segundo informe en el Consejo de Seguridad y desde esta mañana habrá manifestaciones en todo el mundo contra este ataque a Iraq, tan largamente preparado por el Imperio, pues es de saber que el proyecto de destruir Iraq es estratégico y se formuló antes del ataque de Iraq a Kuwait).

Son de temer, de todos modos, los efectos de la mala conciencia de los dogmáticos de antaño, que caminan como sobre brasas por las realidades que nos comprometen desde el punto de vista teórico a formular posiciones fuertes, precisas y arriesgadas, situándonos en una zona peligrosa y nada complaciente, que rechazan posiciones eclécticas o sincréticas (forman parte de la esencia de la llamada posmodernidad). ¿Me sitúo, hablando así, frente a los intelectuales “buenos” –contra los “buenos intelectuales”-, y resulta, en fin, que estoy rechazando la buena idea de una “tolerancia” que parece el mejor proyecto que se podría desarrollar en el seno de una sociedad que camine hacia una organización aceptable del mundo? ¿Me situaría contra la herencia –que sin embargo he elogiado en otros momentos- de un Sebastian de Castellion, que fue el primer promotor –en el siglo XVI- de un “documento de intelectuales por la tolerancia”, que suscribieron audaces filósofos y teólogos ante el crimen de Calvino, que fue quien condujo a Miguel Servet a la hoguera de Champel en Ginebra, donde fue quemado vivo? Sebastian de Castellion escribió entonces aquella frase, que luego fue famosa, y que yo reproduje en mis obras sobre Servet: “Matar a un hombre no es defender una doctrina. Es matar a un hombre”. ¿Es un pensamiento absoluto? ¿Vale para cualquier caso de homicidio? ¿Así que matar al Gobernador Gessler fue matar a un hombre y no defender la doctrina de la libertad, por referirnos al mundo de los mitos? ¿Matar un resistente francés a un oficial alemán es matar a un hombre y no es luchar por la liberación de Francia? Tales son los postulados propios de un pensamiento “fuerte”, de carácter trágico, que nos deja temblando, solos ante el peligro, habiendo renunciado a la cómoda blandura de un humanismo bienpensante.

En esta riqueza de contradicciones no toleradas sino fecundadas por un pensamiento fuerte-y-abierto (dialexis), el hombre que hoy mata al hombre (guerras, terrorismo) por razones ya patrióticas, ya de clase (económicas), sería un mal sueño del pasado. Habría quedado restaurada y establecida como fruto espontáneo y natural de un gran pensamiento, y no de una mera tolerancia condescendiente, la tesis de Castellion de que “matar a un hombre no es defender una doctrina sino matar a un hombre”. Habría terminado, en fin, la prehistoria.

Evidentemente, me estoy situando en el terreno teórico de la imaginación dialéctica y de la utopía, tal y como trato de describirlo en obras recientes, aún inéditas, en las que afirmo –como aquí también lo hago- las virtualidades positivas de las diferencias con exclusión de las que se dan, en el capitalismo, entre las clases. El tema de la tolerancia quedaría saldado en la medida en que las tesis opuestas a las mías formarían parte de la verdad, y no serían meros objetos de mi tolerancia, pues yo (el filósofo de ese futuro, quiero decir) agradecería la existencia de esas tesis opuestas que operarían a favor de la retroalimentación de mi propio pensamiento, mientras que hoy mi tolerancia forma parte de mi soledad, de la soledad del condescendiente.

El buen intelectual es ciudadano del mundo

¿El buen intelectual debe ser un ciudadano del mundo? ¿De ninguna parte en concreto? ¿De todas en un sentido abstracto? Eso será según se mire. Desde luego, el intelectual “malpensante” que yo soy opina que cada uno de nosotros –o sea, en un plural que en español incluye sin decirlo “las cada unas”- es ciudadano de su pueblo, aunque el apego a la tierra se pueda entender, en la línea de Heidegger, como una antesala de un peligroso nazionalismo. Mi respuesta fue situarme tan lejos –yo decía- del casticismo nacionalista como del cosmopolitismo desarraigado, aun con el riesgo de colocarme en ninguna parte, y a veces me ha ocurrido –estar en ninguna parte-, pero pienso que habrá sido porque lo he hecho mal, por un déficit en mi propio talento, dado que una postura entrañada en nuestro propio paisaje natural y civil, humano, parece que es la conditio sine qua non de una validez “mundial” (antes se decía “universal”) de la obra literaria o artística, dado el carácter primordial que en el arte y la literatura tiene la sensibilidad. (Esto no quiere decir que el nacimiento en un determinado lugar nos condene a ser de ese lugar o, en su defecto, devenir un apátrida, pues la tierra de cada uno es aquella que cada uno elige o la tierra en la que su propio destino lo coloca –así, Chamisso, habiendo sido francés, es un gran poeta alemán, y Conrad, habiendo sido polaco, es un gran narrador inglés).

El buen intelectual es pacifista

El buen intelectual es pacifista; yo tampoco, diríamos glosando a Salvador Dalí que en cierta ocasión declaró que Picasso era un genio “y él también”, y que Picasso era comunista, “y él tampoco”. Pasando a nuestro tema, a lo que yo quiero apuntar es a que, habiendo verdaderos pacifistas a ultranza, personas admirables, no pocos intelectuales –y la mayor parte de los políticos- entre los que se dicen pacifistas, lo son sólo cuando se trata de determinadas guerras y no cuando se trata de otras; así es ante la violencia terrorista por ejemplo, que rechazan, y hacen muy bien, mientras se muestran insensibles a las torturas que practica la policía y que forman parte de una guerra especialmente sucia (todas lo son, y también las de los pobres, todas). En cuanto a mí me he declarado con las anteriores palabras fuera de las filas de los pacifistas a ultranza, pues, como he dicho anteriormente, vi un arma de liberación en la metralleta del Che Guevara, en lo que me siento acompañado por el poeta Antonio Machado, que supo decirle a Enrique Líster durante la guerra civil: “Si mi pluma valiera tu pistola/de capitán, contento moriría”. Habría, pues, que barrer las muchas hipocresías para llegar a elucidar cuántos son y dónde están los pacifistas a ultranza, mientras hoy se declara por la mayor parte de los intelectuales y los artistas, todos ellos bienpensantes, que ellos son pacifistas y admiradores de Ghandi, a cuyas huelgas de hambre atribuyen la independencia de India, mientras yo me supongo que algunos factores más contribuirían a que esa independencia se declarara. En cuanto a mí mismo, traigo aquí a colación la anécdota de José Bergamín, que durante la guerra civil se puso en una cola en la que se distribuían fusiles para la defensa de Madrid. Los fusiles se terminaron antes de llegar a él, y Bergamín suspiró aliviado. Luego, se avergonzó de ello. Yo también me hubiera puesto en la cola de los fusiles, en cuanto que teóricamente no soy un pacifista a ultranza, pero hubiera respirado con alivio al ver que los fusiles se agotaban antes de llegar a mi turno.

Abandonar este pacifismo a ultranza me ocurrió en función de las guerras, que yo llegué a admirar con toda mi alma, de “los condenados de la tierra”, como antes he dicho. Así como llegué a descubrir los horrores de la “pacificación” de los territorios ocupados por las grandes potencias colonialistas. Por todo lo cual, ahora creo que se han de rechazar como hipócritas y nocivas para los pueblos todas las guerras “pacificadoras”, y, desde luego, la filosofía que ocultan y cubren; punto de vista que no es de hoy, pues que ya hace muchos años (es un ejemplo) que tuve ocasión de publicar en El País –periódico en el que colaboraba regularmente cuando todavía era un escritor bienpensante. “Modesta proposición –rezaba aquel título- contra la pacificación de Euskadi”. Ya entonces, y desde luego ahora, yo era un partidario ferviente de la paz, lo que es evidente en mi repertorio dramático, pero antes entendía y ahora sigo entendiendo la paz como un bello efecto de la abolición de las injusticias y de las opresiones en un país determinado, en lo que siento rozar mi codo derecho con el codo izquierdo de Emmanuel Kant, y resonar en mi memoria su pequeño y gran escrito sobre La paz perpetua, que no es –y el filósofo lo decía en las primeras páginas- la paz de los cementerios.

Terrible es sin duda la historia de las pacificaciones, desde la pax romana, impuesta a un conjunto de pueblos a sangre y fuego (imperialismo), lo que es vituperable aunque la cultura que se impusiera a aquellos pueblos fuera “superior” (con la herencia griega, y el componente judeocristiano conforman el esqueleto de “nuestra” cultura), superior, digo, a las que sojuzgaron. Es el caso que etnias y culturas “desaparecieron” por la fuerza de las armas, y que en el curso de aquella pacificación hubo episodios de masacre como la que Cervantes elevó al plano del arte del teatro bajo el título de El cerco de Numancia. Desde la pax romana, decimos, a otros hitos tan importantes como la historia de los grandes imperios europeos, con grandes genocidios como el del imperio español en América y el anglosajón sobre los “indígenas americanos”, o, en el siglo XX, fenómenos como las “pacificaciones” de Indochina/Vietnam, o de Argelia, siempre en las manos de soldados armados hasta los dientes y en posesión de las armas de destrucción masiva que la tecnología de la guerra ponía en sus manos en cada momento histórico. (Por ejemplo, las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki o el napalm en Vietnam). Las guerras del imperialismo han adoptado a veces la figura dulzona de unidades de soldados, también armados hasta los dientes, pero con sus cascos de acero pintados de un azul más o menos celeste. (Sin embargo, hoy por hoy, sigo escuchando a políticos –incluso de la izquierda abertzale- e intelectuales demócratas y progresistas apostar por la pacificación de Euskadi, e incluso por su “normalización”, ¡como si lo normal –el cumplimiento de las “normas” del capitalismo neoliberal- fuera deseable para la buena marcha de la humanidad!).

El buen intelectual es demócrata.

Esta afirmación supone el compromiso de los intelectuales “bienpensantes” con la democracia representativa, y la ignorancia de la crisis en la que vive –con todo su poderío- esta noción de democracia, bajo cuyo manto se han cubierto todo tipo de injusticias y de atentados a la libertad de los pueblos hasta culminar en la actual situación de dominio imperialista del mundo bajo esas banderas de una democracia hoy responsable de la gran extensión de la injusticia y de la mengua de libertades en todo el mundo, dependiente de los intereses del gran capitalismo neoliberal, indiferente a las grandes tragedias sociales que vive la mayor parte de la población mundial. El proyecto de una democracia participativa emerge con fuerza como contestación, en el marco de la filosofía contestataria, de la resignación ante este mundo, y que suele expresar su magno proyecto en la frase “otro mundo es posible”.

Experiencias en este sentido, de momento limitadas al ámbito de la administración municipal, pero con vocación de extensión a más altos niveles, son las que se vienen desarrollando en Porto Alegre, la capital del Estado brasileño de Río Grande do Sul, que además es sede del foro que desarrolla sus trabajos en el sentido de cambiar no sólo la cara sino las raíces del mundo.

El buen intelectual prefiere la injusticia al desorden.

Ello nos hace ver, una vez más, que Goethe era un intelectual capaz de transmitir al futuro el mensaje de una “bienpensancia” que con frecuencia ha sido mal vista por los intelectuales y los artistas al servicio de la subversión de los buenos valores burgueses. Desde mi propia maldad –o dejémoslo en malicia-, prefiero la herencia de Emmanuel Kant y de su apología de la Revolución Francesa, desde un punto de vista crítico que asumía los aspectos “malos” de aquella revolución, en los que hay que incluir el funcionamiento de la guillotina. Las cabezas que cayeron en su funcionamiento proponen, por cierto, una grave aporía a mi modesta idea de la distinción entre las violencias y los terrores del Poder y las violencias y los terrores generados en las filas revolucionarias, dado que aquel Terror para el que pedimos una especial consideración se produjo desde el Poder, desde el Estado. La resolución de esta aporía habría de basarse en la necesidad de autodefensa de un proceso cercado y amenazado, y por ello militarizado; argumento que se podría aplicar a la revolución soviética y que desembocaría en una comprensión, si no en una justificación, de la cheka y de la GPU. También sobre este tema habría mucha tela que cortar. Por mi parte, no creo en un determinismo que condujera necesariamente todo proceso de cambio radical a un momento en el que el terror social tuviera que apoderarse –por un tiempo más o menos dilatado- de la calle, y menos aún pienso en la fatalidad de una segunda fase en la que el Terror tendría que ser legalizado como un instrumento necesario para la salvaguarda de los cambios. El tema está muy bien planteado por Peter Weiss en aquella obra cuya columna vertebral es el debate entre Jean Paul Marat y el Marqués de Sade. También aquí es aplicable el método dialéctico que nos propondría no una tercera vía sino un replanteamiento de la noción de necesidad. Ahí tendríamos que pedir ayuda a las hazañas de la imaginación dialéctica.

Conclusiones (Aunque no sean conclusivas)

En realidad, no son siete temas los que hemos reseñado y sometido a nuestra crítica sino siete facetas de este diamante falso del humanismo, que yo estoy definiendo como “navideño”, de los intelectuales que están, lo declaren o no, en la derecha de hoy en día. Aspectos positivos tiene, sin embargo, esa “bienpensancia” intelectual, y ellos han determinado a este tipo de intelectuales y artistas –incluso los del teatro y el cine- a incorporarse, estos días en que estoy escribiendo las presentes páginas, a las grandes manifestaciones mundiales contra el ataque del Imperio a Iraq, no sin proclamarse muchos de ellos –no sé si la mayoría de ellos- contra esta idea, que a mí me parece muy fundada, de la muy importante diferencia existente entre los hechos violentos, terroristas o militares; según se miren; ya sean ejercidos por el Poder, ya subversivos, diferencia que para mí es intelectualmente irrenunciable, y ello contra el método de la bolsa o el saco en el que se mete y se revuelve “toda violencia, venga de donde venga”.

Eso es todo por hoy, a no ser que quieran ustedes plantear alguna cuestión. Gracias por haberme escuchado.

Post- scriptum

El texto anterior está escrito antes de la agresión y la ocupación terrorista-militar de Iraq por las tropas norteamericanas y británicas, que ha causado y sigue causando incontables víctimas civiles y daños sociales, morales, culturales, económico-materiales y políticos. La faz del Imperialismo se ha mostrado en toda su descarnada crudeza, y ello aleja por tiempo indefinido cualquier esperanza de una paz en el mundo, merecedora de ese nombre y augura –contra lo que sería de desear- la multiplicación de acciones armadas, guerreras, militares y/o terroristas por parte de las fuerzas aún insumisas a los dictados del Imperio. ¿Qué hacer los

intelectuales y los artistas del mundo en un trance como este? A mi no se me ocurre otra cosa que propugnar una implicación palabra que me gusta más que compromiso- en el descubrimiento y la revelación pública de las verdades que los dominadores tratan de ocultar con todos sus medios mediáticos y sus sobornos. Es lo que yo modestamente he pretendido en esta charla.

Alfonso Sastre

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  • franco fuselli (Genova - Italia) dijo:

    Simplemente un gigante de la cultura, de la politica y de la honestidad intelectual.

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Iroel Sánchez

Iroel Sánchez

Ingeniero y periodista cubano. Trabaja en la Oficina para la Informatización de la Sociedad cubana. Fue Presidente del Instituto Cubano del Libro. En twitter @iroelsanchez

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