A las 3 de la mañana todos estábamos despiertos; entre Corea del Sur y Cuba son 13 horas de diferencia. Los coreanos son un año más viejos: cuando nacen les cuentan los meses en el vientre de la madre como el primero. Muchos de los ancestros en esta península fueron budistas; hoy, predominan cristianos y ateos. Las mujeres usan sayas cortas: nos llama la atención las líneas casi dibujadas a mano de las hembras coreanas. Lucen elegantes. Dicen, sonriendo, que todos nosotros -los cubanos u occidentales- somos muy parecidos porque tenemos los ojos grandes. Algunos tropiezos hemos tenido. Después de un rato intentando ubicarme supe que estaba perdido en la ciudad; sin móvil, sin internet y sin traductor. En Corea del Sur la gente común no suele hablar Inglés. Intente comunicarme por señas, dibujos y fotos. Nada. Entonces apareció un taxista; solo entendió Cuba y beisbol; palabras santas. Me regreso por la mitad del precio. A teatro lleno, monjas y soldados también reconocieron, esta vez, nuestra Guantanamera: cultivo una rosa blanca en julio como en enero, para el amigo sincero que da su mano franca. En el hotel, ese amanecer, había descubierto en la gaveta de la mesita de noche una Biblia escrita en coreano. Dios bendice al pueblo de Cuba; incluso en un idioma extranjero.
Cuarenta y dos cubanos hemos viajado hasta Seul, agrupados por la Sociedad Cultural José Martí; el Apóstol sigue haciéndonos universales: Patria es humanidad.