El maestro Fernando Alonso murió. Dejé atrás la noticia, en Cuba, para viajar al futuro; porque en este extremo del mundo –en Seul, Corea del Sur- el día despierta y duerme primero.
Vendrían días de tristeza. Pero adelantado en el tiempo, me preocupaba más lo que pasaría después, cuando ya no fuera noticia -para algunos-, o menguara el dolor de la pérdida reciente -para otros.
Homenajes póstumos, coreografías con dedicatorias posfechadas, iniciativas Fernando Alonso in memoriam; en contraparte, la convicción de que el maestro no trabajó para que se le rindiera culto.
Quizás lo más sincero y oportuno, sería que cada bailarina o bailarín, maître, profesor, coreógrafo... se mirase a través de la esencia del maestro Fernando. La Escuela Cubana actual tiene el deber de hacerlo, no con palabras y promesas, sino con la valentía y responsabilidad que implica la autocrítica, en los tiempos que vivimos.
Fernando podría ser otra vez el espejo nítido para hallar lo que hoy no está bien; por ejemplo, lo que se ha perdido en disciplina, motivación o empeño.
Fernando Alonso debería ser -en esta su segunda vida- otro punto de partida.
Hace unos meses, en su cumpleaños 98, le escuché decir: “¿Saben por qué los bailarines cubanos bailan diferente? Por su pueblo.” Y casi a la salida, como susurro -con su voz tierna y ya cansada-: ¡Viva Cuba! ¡Viva el pueblo cubano!
Fernando Alonso murió en Cuba.
