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Tiros en la retaguardia (final)

Foto: Gerry Broome/AP.

Foto: Gerry Broome/AP.

Que la llegada de los profesionales (allá por Winnipeg’99) decretó el fin de la hegemonía cubana en el béisbol internacional, no es un secreto. Ni tampoco, por supuesto, un sinsentido.

De aquel año a la fecha, se nos ha complicado ganar algún evento. Hemos cedido en Panamericanos, Copas Mundiales, Clásicos... Nos han dado batalla selecciones que antes vapuleábamos sin misericordia. Los diamantes, cabría decirlo, se nos han hecho más extensos.

(Valga la aclaración: no quiere esto decir que nos hayamos convertido en meros punching bags, y seamos convidados de piedra con la única misión de aplaudir al titular de cada campeonato. No señor. A Cuba se le respeta en cada esquina del planeta béisbol, porque la gloria acumulada en tres cuartos de siglo no puede evaporarse en una década).

Ahora bien, hay reveses y reveses. No es lo mismo perder un par de juegos contra Holanda –una Holanda repleta de viejos zorros y prospectos de Ligas Mayores- que hacerlo cinco veces frente a los colegiales de Estados Unidos. Muchachones que pueden medir más de seis pies, pesar cien kilogramos, haber jugado no sé cuántos desafíos en la temporada, pero no dejan de ser eso, muchachones con todo el camino por andar.

No obstante, repito, perdimos cinco veces. Algo que ni siquiera entraba en los cálculos del más recalcitrante y optimista enemigo del team Cuba. Algo, y la palabra es justicieramente inevitable, apabullante.

El calificativo, sin embargo, no deriva de los patinazos, que a fin de cuentas todos los scores fueron apretados, y además se trataba de un tope, no de un certamen oficial adonde todos llegan llenos de ilusiones y cumplida una preparación intensa. A lo que me refiero es a la manera de perder. A la impresión dejada.

Porque, ¿los universitarios eran ellos o nosotros? Fue a nosotros a los que nos robaban bases a destajo, y fuimos nosotros los que dejábamos picar los elevados, y nosotros, incluso, los que obsequiábamos boletos con generosidad de monje franciscano. Fuimos nosotros los improductivos en situaciones límite, y también los que muy rara vez hacíamos ajustes en la caja de bateo.

¿Que eran ellos? ¿Los universitarios eran ellos? Pues mire usted, no lo parece. Y no lo digo porque sus jugadores desbordaran calidad, que decididamente no era el caso, sino porque jugaban concentrados como equilibristas en un número sin red. Atentos siempre a todo, pero cortando espacio al nervio. Algo que siempre se nos sale en los últimos tiempos, disfrazado de eso que eufemísticamente llamamos desconcierto.

Como diría el viejo Ricardo III: "¡Un sicólogo! ¡Mi reino por un sicólogo!".

Positivo: Todo el tope (para ellos). Negativo: El tope en general (para nosotros). Preocupante: Las alarmas están disparadas y exigen atención. Incomprensible: ¿Cómo carajo pudo suceder?