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Strike 3: Diamante a oscuras

béisbol

La noticia fue más rápida que los pinchos de Usain Bolt: tres firmas de contratos con los Piratas de Campeche, de la liga mexicana, reabrieron hace poco las puertas del béisbol profesional a los peloteros cubanos.

La campaña anterior, el retirado Pedro Luis Lazo había vestido la camiseta de esa escuadra con la doble condición de entrenador y pitcher. Pero ahora la situación era diferente, porque se trataba de tres hombres en activo en el béisbol de la isla, dos de ellos –Michel Enríquez y Alfredo Despaigne- con presencia frecuente en el team Cuba.

De modo que no hay que ser una lumbrera para entender que la filosofía beisbolera empieza a acomodarse al enfoque de los tiempos que corren. Que pueden ser mejores o peores, pero son los que corren y exigen ajustes inmediatos. Sin embargo, la ambición de recuperar el terreno perdido en el diamante necesita también -y digo yo que sobre todo- de la rehechura del certamen doméstico.

Decenas de elementos deberán ser perfeccionados para que el agua retorne a los niveles de antaño, lo mismo la mentalidad de algunos directivos, que los sistemas de captación, entrenamiento y dirección. El país es un semillero de talentos, pero de poco sirve eso si seguimos utilizando regadíos anacrónicos.

Personalmente, entre todos los problemas puntuales que laceran la Serie Nacional, siento que priman tres: la mediocridad del pitcheo, la ineptitud del cuerpo de arbitraje, y la falta de rigor del aparato organizativo que se ocupa del evento.

Lo primero es evidente. Basta con mirar los desafíos televisados para asombrarse de que muy pocos monticulistas son capaces de sostener las 90 millas en su recta, que la inmensa mayoría no domina a fondo ni siquiera un par de lanzamientos, y que el comando de los envíos es todavía una asignatura por aprobar.

El rosario de calamidades incluye además el deficitario pensamiento táctico, las patéticas imprecisiones defensivas, el innecesario desgaste físico en el box, las sistemáticas pérdidas de concentración o los wind ups inoperantes, entre otros motivos para la desazón.

Pero si sombrío es el horizonte del pitcheo, tormentoso resulta el arbitraje. Atrás quedaron los años en que errar no era costumbre (alabados sean Maestri, Paz y compañía), y ahora mismo es extraño que algún juego transcurra sin dislates clamorosos. Los recientes play offs fueron testigos.

He aquí la descripción de la rutina de trabajo del árbitro cubano promedio de estos tiempos: mal ubicado espacialmente para las jugadas en bases, aferrado a una zona de strike inmensa por lo horizontal y reducida hasta el absurdo en el plano vertical, predispuesto a decretar el “out” en cada jugada reñida, con desaciertos en la ejecución de la mecánica y escasa fortaleza sicológica para controlar los nervios en desafíos de máxima tensión.

Casi todo conspira contra el espectáculo. Desde sus protagonistas, hasta los encargados de la escenografía. Esto es, sus organizadores, que ora entregan un trofeo rayano en lo grotesco, ora acceden a jugar en un terreno duro como pista de automovilismo, cubren con paños tibios las indisciplinas más imperdonables o establecen una Segunda División que solo sirve para exprimir el ya apretado presupuesto del deporte.

Definitivamente, la seriedad profesional no ha sido la cara visible de la pelota cubana en este siglo. Más allá de limitaciones económicas harto conocidas y justificables, hay demasiado número rojo en esta historia de desencuentros donde, por desgracia, los grandes perdedores son la fanaticada isleña y el orgullo de una nación donde cabe decir que los jonrones son amores.