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Nueve de octubre

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Cuando yo nací, el Che Guevara ya estaba muerto y su retrato había aparecido en la portada de la revista Life. Hay, ciertamente, pocos rostros tan impresionantes como los rostros de este hombre. Contadas imágenes o palabras provocan una compresión y un sobrecogimiento semejantes a los que sobrevienen con esas fotografías en las que siempre, sea en una posición u otra, en este o en aquel país, como un secreto que no resiste más, se deja ver la estampa misma de la sugestión.

Perdonen la confidencia, pero yo he llegado a su persona desde los terrenos más pueriles, desde las situaciones menos épicas. En caso de que quieran decir algo, ¿qué es lo que dicen los rostros del Che? ¿Hacia dónde, por ejemplo, miraba aquella tarde de 1960 en que Korda lo tomó desprevenido y lo incrustó con fiereza en todas las banderas y todos los pulóveres del mundo?

Los sucesos de La Coubre complementan las connotaciones dramáticas que por sí solas se desprenden de su cara, y hacen que olvidemos algo. El Che observaba los cadáveres, el mar de cubanos rabiosos, el hecho consumado y sin retroceso, el hombre envuelto en el vertiginoso remolino de la historia, el paso del tiempo, las víctimas como causa, pero también como azar, y así, sin que hayamos reparado nunca, la inmanencia le viene porque no mira la guerra con la gravedad o la cercanía de los estadistas, sino con la gravedad o la cercanía de los poetas. El Che era el Che, y era, además, Byron.

Hoy no. Hoy es otra cosa. Y esa condición oblicua no es exactamente la que prende en los eternos rebeldes, en las descafeinadas barricadas contemporáneas, en los adolescentes incendiarios. Los héroes corren dos riesgos gravísimos, siempre latentes. Primero: el hecho de sobrevivir a su propia heroicidad. Segundo: el hecho de no sobrevivirla. Primero: el hecho de que se les mitifique en vida. Segundo: el hecho de que se les mitifique en muerte. Todos los mitos son malos arquetipos de mitos anteriores, los cuales, a su vez, fueron reproducidos sobre el mito de Prometeo, tan falaz.

Los grandes hombres no son grandes hombres. Sus actos íntimos son comunes. Sus actos públicos y sus actos históricos también. Pero tampoco son sujetos de esquina. (No dejen, estudiantes, que los engañen con ninguna de estas farsas.) El Che recorre el continente en moto, y no podía sospechar, tan muchacho como era, que ese viaje era un viaje sin retroceso, un trayecto sin fin. En primera instancia, recorrer Latinoamérica es una acción natural que muchos otros han hecho antes y después.

El Che no sabrá nunca que terminará en México y, por más que se lo haya pensado madrugadas enteras, no sabrá tampoco cómo es que cae en la Sierra Maestra, y después en La Habana, y luego en la ONU, y más tarde en el Congo, y Europa del Este, y de nuevo La Habana, y casi finalmente Bolivia, y por último la muerte, y con la muerte el símbolo que es. Así como otros entran al ruedo del crimen, o de la diplomacia, o del aburrimiento, en algún momento el Che Guevara entró al ruedo de las epopeyas. Un ruedo, en esencia, igual a los demás. Si el crimen cambia la vida de unos pocos, la diplomacia la vida de nadie, y el aburrimiento la vida personal, las epopeyas cambian la vida de millones de personas, y esa es, visto así, la única diferencia, puramente cuantitativa.

Sin embargo, hay otro rasgo distintivo: el rasgo poético. Que no se define en los hechos, sino en el pensamiento. No se define en subir al Granma, sino en la decisión de subir al Granma. No se define en irse a Bolivia, sino en convencerse de que es imprescindible irse a Bolivia, y que para ello tan solo se cuenta con lo que cuenta el resto. Es decir, un cuerpo y un ideal (todos tenemos un ideal, por mezquino que sea). Que tus actos individuales tengan una finalidad colectiva es la verdadera distinción de estos hombres. Entender el destino de la humanidad como tu destino. O darle, en suma, esa explicación.

Lo que hace héroe al héroe es la completa disposición hacia empresas que rebasan sus límites físicos de sujetos normales. Lo que los hace sujetos normales es que a pesar de subordinar la realidad a pretensiones impensadas por el resto, no pueden hacer otra cosa que iniciar las revoluciones de cero, paso a paso, casi inconscientemente, con la misma inexplicable y ordinaria secuencia que alguien comienza un libro, o planifica un atraco, o termina una casa. ¿En qué momento justo los héroes se convierten en héroes? En ninguno. No hay, a pesar de las efemérides, momentos justos. Los héroes se convierten en héroes en el momento que se explican poéticamente. ¿Qué hay, pues, más épico que un poeta? Pero también, ¿qué hay más absurdo?

El asesinato del Che marca el fin de una época, y no deja de ser un acto ejecutado por un rapaz subalterno, un gatillo llevado hacia atrás por un don nadie. Cuando se mitifiquen las ideas, siempre tan férreas, y no los hechos, siempre tan manipulables, entenderemos a plenitud esa aparente contradicción.

La retórica pública establece un orden falso, lleno de imprecisiones y alarmantemente vacío de luminosos detalles. Tres mínimas escenas hacen que para mí el resto de la vida del Che adquiera las connotaciones que supuestamente se pide que tenga. Las tres son en los meses finales de su vida.

La primera cuando le dice a Aleida March, antes de irse para Bolivia, que eso es lo único que le puede dejar, lo único íntimamente suyo. ¿Qué? Una cinta con su voz, donde se escucha un poema de Vallejo y otro de Neruda. Pensemos en todo lo que el Che ha vivido, pensemos en el hombre que se ha ido convirtiendo, en todo lo que ha viajado y en toda la política internacional que ha hecho. Y pensemos luego en cómo lo único íntimamente suyo son esos versos escritos por otros, a esas alturas escritos por nadie.

La segunda ya en Bolivia, en plena guerrilla, cuando se aparta y trepa en un árbol y se roba tiempo para revisar un libro.

Y la tercera, escena que no aparece en ningún lugar, y que no es la fotografía bíblica con ojos entrecerrados de la revista Life, son esos segundos finales en los que el Che yace amarrado en un piso de tierra, de una casa presumiblemente de adobe, sucio, barbudo, en el corazón de la selva sudamericana, definitivamente por el suelo sus utopías, segundos en los que el mundo lo ha dejado solo, segundos en los que no recibe los aplausos de la Asamblea General, segundos durante los cuales nadie marcha por ninguna ciudad con su rostro en ninguna bandera, segundos en los que nadie llega y paga unos dólares y dice hágame el favor de tatuarme al Che Guevara, segundos en los que adelgaza considerablemente, pero no sufre hambre, segundos en los que sueña, en los que se vuelve intermitente y duro como una roca, en los que ni siquiera descubren sus huesos, en los que su guerrilla ya no existe, en los que piensa en Rosario o en sus hijos o, tal como aseguró, en Cuba, aun cuando no sepamos si en verdad lo hizo, segundos en los que sabe que va a morir a manos de vulgares soldados y sabe además que no existe ninguna escapatoria.

Nada de esto lo he aprendido en los oradores de devoción gratuita. El Che es el único muerto que no me parece muerto, pero que duele como si lo acabaran de rematar.