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Banda sonora

Hablemos de música. Con ocho años mi grupo preferido era los Back Street Boys. Luego fue Moneda Dura. Yo era un muchacho simple que no le interesaba mucho el arte, solo jugar un poco de pelota y de vez en cuando leer a Salgari. En casa, no obstante, me hicieron agonizar con una serie entera sobre Verdi que transmitían los domingos en la noche. Uno supone que ese es el tipo de enseñanza que te imponen los padres y de la cual no entenderás el significado hasta que tengas hijos.

Qué influencia pudo tener en mi vida la biografía de Verdi, o hasta dónde el compositor italiano refinó mi sensibilidad en ciernes, son cuestiones que no sabría responder. Hay un sentido operístico en mis actos sumamente ridículo, pero que a fuerza de ingenuidad me parece sublime.

En secundaria conocí al Silvio Rodríguez más trillado. Dice mi madre que mi padre me dormía con El necio, pero yo no lo recuerdo. Igual habría podido dormirme con El reparador de sueños, incluso con Rosana, pero era Período Especial, mi padre no sabía cantar, y el sentido épico, así como cualquier distorsión de la realidad, estaban perdonados de antemano.

También escuché a Sean Paul. En noveno grado me uní a un par de negros del aula, intenté mis tranques y en un alarde de arresto, yo, blanquito intelectual, incursioné en los duelos de break dance. Con catorce años adoraba a Buena Fe, pero con quince adquirí conciencia crítica.

Luego entré en la vocacional. Escuché al Silvio más recóndito, escuché a Pablo, a Sabina, a Serrat, en fin, esos sitios comunes por los que el mundo empieza a florecer y en el que las tardes caen con una fuerza implacable y las noches cerradas parecen dispuestas para uno y los amores son largos y tormentosos y su melodía nunca suele ser placentera, sino atroz.

Mi primera novia quiso que escuchara Alejandro Sanz, pero yo siempre he tenido -gracias a Verdi, supongo- una coraza para la seudopoesía y la basura sonora y un detector infalible de los impostores líricos. No escuché a Sanz, ni al bárbaro de Ricardo Arjona, tampoco a Melendis. Algo me decía que con un nombre así no se podía cantar bien.

Sí escuché a Estopa, y monté recitales nocturnos en mi albergue con Varela, con Polito Ibáñez, creo que con Fito algún que otro intermedio. Un amigo me pedía un tema y yo le pedía otro. Antológicos aquellos Mano a Mano, la existencia se nos reducía a eso. Fui un inquisidor del reguetón. Luego me aburrí de los reguetoneros y entendí que sus persecutores siempre son peores. Ya no persigo, tampoco, a los niñatos cultos que se las dan de Prokófiev. Ya no persigo a nadie.

Entré, en cambio, al servicio militar. No escuché a Maná. No escuché a Charly García (ese vejete siempre me ha inspirado miedo). No escuché, ni siquiera en la previa, déjenme aclararlo, a Ricardo Arjona. Escuché mucho Beatles y mucho Van Van. Si digo mucho, estoy diciendo poco. Estuve un año entero con el Rubber Soul, con Revolver, con esos sones raros de los setenta y ochenta. Madrugadas íntegras naufragando en esas aguas. Cuatro y a veces ocho horas en el centro de la nada, con el espectro de Lennon a los hombros (yo era muy influenciable por los íconos en ese entonces) y con el bajo de Formell cimbreándome en las piernas y los músculos. Quise regar aquello entre la tropa. Logré regarlo, por supuesto, porque el gusto es cuestión de educación, pero a cambio de la suave bachata de Aventura. Yo golpeaba, sí, pero ellos, los soldados, me ripostaban a mí. Una de cal... otra de pena.

Ya en la universidad, pasé por los boleros de los cincuenta (manera de gustarme Rolando la Serie) y por el blues y por la guitarra de B. B. King y por un poco de jazz y por los clásicos del rock and roll y estuve un verano entero escuchando Layla en acústico, ese puñetazo insigne de Eric Clapton. Me estremecí con Bach. Me estremecí con Calle 13. Me estremecí con el Leo Brouwer del cine creo que como con nada, el otro me rebasa. Me petrificó Pink Floyd. Me petrificó Bob Dylan. Me enamoré de Bob Dylan. Luego abjuré de su influencia. Me gustaron Mercedes Sosa por fuerte y Caetano Veloso por débil. Amy por fea y Dido por suave. No me han seducido nunca las canciones de la radio, las canciones de la industria (excepción de Adele. No sé si llegue a arrepentirme de eso). No soy un elitista, pero tengo estima. No tengo criterios, sino intuiciones.

Cuando sufro recaídas emocionales, regreso a los viejos temas del inicio. Al Silvio recóndito (De la ausencia y de ti, Velia), al Irakere de Bacalao con pan, a Orishas, a Drexler, a Habana Abierta. Luego los desecho sin clemencia. Es así. Esa es la única manera en que puedo salvarlos.

Hoy, por ejemplo, madrugada del 24 de septiembre del año 12, todos se han ido a otro sitio con su arte. La primera verdad es la siguiente: mi cantante preferido soy yo, mi instrumentista preferido soy yo, y la única música real es la que ahora suena en mi cabeza.