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Habanas

Por Nelson González Breijo, estudiante de Periodismo

Habanas

Habanas

Un pasillo del Vedado fue el único testigo de mi primer beso. En Embill, un barriecito discreto del municipio Boyeros, aprendí cómo se hace una chivichana de choque; y participé en el más grande combate de tirachapas registrado en la memoria de la zona. Víbora Park me presentó a mi primera novia -o mi primera relación seria, no sé como se dice ahora-; Guanabacoa ha sido el refugio de mis apuros universitarios. A estas alturas, nadie puede dudar de mis amores con La Habana.

La capital no es solo el espacio que habito. A veces me empeño horas enteras en desandar una calle, cazando historias, escudriñando los espacios más íntimos, y no hay resultado. Sin embargo, otros días, realidad y fabulación se funden donde antes no hubo nada extraordinario; esos días, las leyendas toman cuerpo y salen al paso disfrazadas de cosas y gentes para secuestrar la atención.

Parece azar y quizás lo sea. Pero he llegado a creer que pueden convivir muchas ciudades en un mismo espacio geográfico, aunque ningún mapa las registre. Es más, casi tengo la certeza de que cada habitante de la urbe lleva consigo un montón de Habanas pequeñitas, particulares, irrepetibles; y que desde dentro pelean todas para figurar las sensaciones de los días.

Esa idea me tiene inquieto. De ratificarse mi sospecha, es posible que esté sufriendo alguna anomalía con mis suburbios chiquitos: como si unas cuantas Habanas lúgubres hubieran acordado reprimir a las otras y llevaran una lamentable ventaja en el intento.

Por eso -imagino- choco cada vez más con el profesor maleducado, con el padre inmaduro, con el funcionario público indolente, con el policía incivilizado, con el artista vacío, con el médico insensible, con el corrupto, el administrador tramposo, el censurador, el jovencito conforme, el impostor, el decepcionado de todo... Y conmigo. También yo me sorprendo, a veces, en ese mar de Habanas insalubres.

Cuando eso pasa, solo se me ocurre bracear para volver a la superficie y mantenerme a salvo. Pero es difícil. La catástrofe o el drama excepcional no diseminan tanto la miseria humana como esta serie de pequeñas afrentas que entristecen lo cotidiano.

Como salvavidas, aparecen a ratos las otras ciudades que me habitan: la de mi madre y los buenos amigos, la de los recuerdos... Y la de toda esa gente que no abandona sus sueños, por más que cueste llevar frijoles a la mesa.

Misteriosamente, esas pequeñas Habanas reprimidas todavía tienen una insondable habilidad para sorprender y aliviar al alma. Quizás por eso me anime de vez en cuando a enchufarles un poco de aire nuevo.

Sé que si algún día desaparecen para siempre no servirá de nada echarle la culpa a otro.

(Tomado de El Microwave)