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Lovesong

adeleParece, tal como alguien me dijo, una dama en decadencia, la heroína de un pueblo perdido, la estrella de una ciudad industrial venida a menos, una ciudad gris y al norte de Inglaterra, silenciosa, imperturbable, de calles sin gentes y hogares cerrados a cal y canto.

Sus manos, si miramos bien, tienen muchos más años que su cuerpo. Cuando las manos de una persona tienen muchos más años que su cuerpo, esa persona ha sufrido y trae algo para decir. Su imagen no ha sido la de la niña rebelde, sino, a pesar de su corta edad, la de la señora sabia. Su emblema no ha sido la rebeldía, sino la calma. Sus canciones parecen canciones para amas de casas, no para chicas malcriadas consumidas por el LSD o por veinte miligramos de cocaína.

No es flaca, es gorda. No viste a la moda, sino con largos ropones. No es desaliñada, es sobria. Lleva el cabello a la vieja usanza. Es, también, un producto del mercado, aunque no lo parezca. Es talentosa, y en la versión 2012 de los Grammy se agenció seis apartados. Por estas fechas, incluso en la pérfida televisión cubana, Adele es la cantante de moda. La continua transmisión de sus conciertos nos ha librado, al menos temporalmente, de la cansona Celine Dion, de la despampanante Beyoncé, de la nonagenaria Cher. Tan abarcadora es su presencia, que lo más probable es que termine por aburrir y a la vuelta de la esquina nadie la recuerde.

Pero a mí, que arribé tarde a su música, las canciones de Adele me arruinan inobjetablemente. Tiene que ver con el momento. Hay cosas que llegan en el instante justo y hay otras que no. Hay cosas que tiran con fuerza hacia la melancolía por más que uno quiera librarse de la destrucción. Qué tendrán en la voz esas contraltos inglesas, qué extraño resorte nostálgico activan en nuestros pensamientos o qué molécula exprimen para que corramos directo al desamparo.

Incluso las almas cultas -la mía, por supuesto, no lo es- necesitan de acordes suaves y lamentos sin reproches y tristes desgarramientos en canciones que traten el escabroso tema del desamor. Yo prefiero, de toda la música, los compases indefinidos donde la voz se deforma y semeja un instrumento o donde el acordeón o la guitarra adquieren la destreza del lenguaje, la sugestión de las palabras.

¿De qué hablan las letras de Adele? De cosas baratas. Incluso, si nos ponemos exigentes, de cosas pueriles. Pero lo barato y lo pueril adorna nuestras vidas de un modo puntual. Las declaraciones fáciles son las declaraciones más sentidas y ningún hombre, nunca, debiera tomarlas a la ligera. Lo trivial te manipula y te vuelve un animal herido. En casos contados, eso sí. Con escenas o pasajes baladíes pero escenas o pasajes específicos. Lo trivial, si es infrecuente, te vuelve lúcido, pero si se hace un carácter te vuelve estúpido.

Adele perdió a su novio, un inglés que la dejó rota, y a partir de entonces, con la sustancia en bruto de tamaño desplante, compuso un disco que ha recorrido el mundo y que la ha consagrado en los circuitos de música internacionales y en los Ipod personales y en las radios de casa. El inicio de Lovesong me sigue pareciendo excepcional. Un tema que, dada las circunstancias que relata, las tiene todas para convertirse en himno.

Como el piano de Fur Elise, esa bagatela compuesta por Beethoven para una alumna suya que luego se casó -siempre sucede lo mismo- con un noble austriaco. El monstruo de Viena despreció tan miserable composición, pero nada, ni su origen incierto, ni su tardía aparición, ni su frágil estructura, pudo impedirle a Fur Elise la trascendencia, equiparada solo a la de Claro de luna o a la de la Quinta o Novena Sinfonía.

Tales bromas suelen suceder. Yo he leído cosas indiscutiblemente mejores. Pero pocos, en verdad poquísimos fragmentos me han destrozado tanto como cierto pasaje de El túnel, la conocida novela del argentino Ernesto Sábato.

Un hombre, desesperado por una mujer, tiene un sueño. El sueño funciona como una parábola y la parábola, hasta cierto punto, es previsible. El hombre, que quiere hablar y no puede y lleva atravesado en algún sitio el mismísimo dilema del amor, presencia cómo se convierte en pájaro y cómo sus palabras son chillidos inaudibles y sus gestos el pataleo desesperado de las aves ridículas. Así, el pintor Juan Pablo Castel lucha contra su incapacidad durante unos minutos hasta que se percata que no tiene salida, que quedará para siempre convertido en pájaro y, lo peor, que nadie excepto él parece darse cuenta.

El ejemplo es si se quiere poco complejo, pero nada habla de nuestras limitaciones para decir y de nuestros inexplicables dolores como la desesperación de las pesadillas.

Usted y yo, que somos hombres cándidos, acabados por el carmín, las separaciones y los versos inconclusos, debemos guardar cierto recato, porque la experiencia dicta que con la noche afuera, el pasado en los ojos y el tajo en la garganta, la decadente voz de Adele puede matar.