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Réquiem

habana-de-nocheCerca de Cuatro Caminos, en las bocacalles de la soledad habanera, el temor de desaparecer, de ser irremisiblemente tragado al siguiente movimiento, me lleva a pensar en cómo, justo a esta hora, he venido a dar con mis huesos en un lugar de tan discreta, pero intimidante mesura.

En plena madrugada, cuando ya se ha hecho demasiado tarde y a la misma vez demasiado temprano como para echarse a correr, yo he sentido la extraña sensación de que si no muero en ese instante, posiblemente no lo haga en ningún otro momento.

No es, visto de lejos, un sobresalto exclusivo. Cualquiera ha creído, en la más íntima o predecible de las situaciones, que está a punto de desfallecer, que el orden de las cosas se le quiebra y que ante su mirada transcurre el doloroso espectáculo de un mundo en descomposición.

Pero hoy nada se descompone. Ningún mundo. Ninguna esquina. Ningún pasaje bíblico. Todo lo contrario. Los edificios adquieren el peso de una sombra definitiva, una sombra, como toda sombra, ligera, de algún modo huidiza, pero inmutable. Las paredes desconchadas, las rectas ventanas, los decadentes tejados sugieren, sin pudor, la evidencia de que siempre han sido así, y, lo que es peor aún, de que siempre lo serán.

Los anchos portales huelen a estiércol, acumulan polvo en cada descanso, regalos de osada brujería. También exhiben manchas ya incurables, besos desfigurados, insulsas declaraciones de amor, orines de perro y de hombre.

Un viejo, siempre el mismo, encorvado sobre su figura y, quizás, sobre el fiel repaso de sus años, escucha una emisora, también la misma, la cual no sintoniza con nitidez, pero que se oye, en medio de la noche, como un largo disparo bajo el agua, con esa rara mezcla de burla y temor que producen las emisoras ya inexistentes, de potentísimas voces, pero de frágiles locutores, y con audiencias que emigraron a sitios de más fácil acceso, de exacta localización, y de menos extorsiones al alma.

Emisoras que transmiten en el éter de la noche habanera, para el deleite de nadie, justicieras guarachas, olvidados danzones, duros y brevísimos boleros.

Al final de largos e impenetrables pasillos, recovecos y solares que tienen algo que decir pero que normalmente no lo dicen o normalmente nadie los entiende demasiado, se esconden antiguos lupanares, viejas trifulcas, volátiles pasiones, sitios perdidos y de poca trascendencia física.

Ningún objeto confirma la existencia de un pasado. Ni aquí ni en ningún lugar. Un objeto, a lo sumo, sugiere la dureza del momento y, por lo mismo, el escuálido argumento de la vida. Pero en Cuatro Caminos, donde solo se escucha, con fortuna, el lánguido gemido de una sensualidad trunca, uno experimenta la rara sensación de ir abriéndose paso a través de la nostalgia de alguien, es decir, a través del silencio de la acera y alrededor de las columnas sin capiteles y  sin rastro alguno de civilización.

Yo pienso, sin embargo, que este lugar, en otra hora ya por siempre rebasada, debió ser el refugio de los estibadores del puerto, de los chicos que huían de casa, de las vitrolas y la gente supuestamente bohemia, el destino de emigrantes europeos o asiáticos o tal vez de emigrantes judíos. Un lugar no de éxodos, sino un lugar para morir.

Por suerte no encontré, en tan intrincada ruta, a ningún hombre. Dos hombres, en la madrugada, son enemigos que se recelan, cuerpos extraños que no saben por qué han ido a parar ahí, uno frente al otro, sin nada que decirse, sin nada que resolver, sin ninguna cuenta pendiente ni ningún futuro en común. No hay, por tanto, explicación alguna. Solo la explicación del miedo, y de las lúcidas preguntas que el miedo provoca.

En verdad, uno nunca sabe por qué se ha encontrado, al doblar la esquina, con dos feligreses, con un esquizofrénico, con una turba de muchachos inquietos. Nadie cuestiona, si no es en la más profunda de las noches, el absoluto derecho de un desconocido a cruzarse en su trayecto.

Pero en la madrugada de Cuatro Caminos, tan ancha y temible como la madrugada de cualquier paraje abrupto, uno puede grabar el rostro de otro sujeto extraviado. Lo puede recordar con todas sus señas.

Y si no encuentra a nadie, si nadie se le cruza, entonces puede grabar su propio rostro y tal vez, con algo de suerte, el rostro de todos los hombres. O el rostro de una mujer con la que aún no nos hemos topado, pero que luego reconoceremos de algún sitio. De un teatro, diremos, de algún mercado o de un bar, un escenario, en todo caso, seguro, verosímil. Nunca de esta broma siniestra, del reflejo de estos espejos intercambiables que son el espacio y el tiempo (y lo que queda en el medio) de un barrio sin nombre.

No sabremos, por más que queramos, si todo no era más que la tristeza infinita de La Habana en la noche o el invaluable espectáculo de cada una de las noches en La Habana.

Entenderemos, eso sí, que más allá está el mar y que si se quiere lo podemos ver e incluso tocar y que ese, el mar, es de un modo u otro nuestro terrible y desconocido límite, nuestra última y desesperada religión. Eso, y no otra cosa, es lo que sabemos porque es lo que aprendimos y porque es también la mejor enseñanza y, por tanto, si alguien nos pregunta cómo nos va la vida, eso, que ya es bastante, es lo único que le sabríamos decir.