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De Madre a Patria: Día de Reyes

estrella-belen1"Nacido, pues, Jesús en Belén de Judá en los
días del Rey Herodes, llegaron del Oriente
a Jerusalén unos magos diciendo: ¿Dónde
está el rey de los judíos que acaba de nacer?"
Mateo 2, 1-2, versión Reina-Valera 1960

Hace unas horas vi la cabalgata de los Reyes Magos. Yo era uno más entre una multitud entusiasmada que los esperó pacientemente en alguna avenida catalana. A mis lados, y enfrente, y por doquier, centenares de niños se habían agolpado para ver a aquellos enigmáticos señores que -cuentan sus padres y creen ellos- les prodigan juguetes cada seis de enero.

Es una tradición decimonónica, y confieso que me satisface mucho más que la del regordete y peliblanco Santa Claus. Puesto a elegir entre una fantasía y la otra, me quedo definitivamente con la de este trío de personajes que siguieron la Estrella de Belén hasta el pesebre en que los Evangelios ubicaron el nacimiento de Jesús.

Se dice que cada mago representaba uno de los mundos conocidos por entonces. Melchor ofreció oro al neonato como reconocimiento a su magnificencia. Gaspar le obsequió incienso en señal de alabanza. Y Baltazar, el negro Baltazar, llevó la mirra anunciadora de las amarguras que le aguardaban al recién nacido.

Por mi lado pasaron los tres, cada uno en su carroza respectiva, rodeados de luces y de pajes que tiraban caramelos a la muchedumbre. Había un frío tenaz, pero nada podía con la ilusión de los infantes. Las calles eran fiesta.

(Quiero decir, las calles de esta localidad, porque según la prensa del país, la crisis redujo considerablemente el número de distritos madrileños visitados por sus Majestades del Oriente, y en la valenciana Chirivella los Reyes debieron montar ponis en lugar de camellos, y en la albaceteña Hellín se debió renunciar al espectáculo).

Partidario irrestricto de todo lo que genere gozo e ilusiones en los niños, yo disfruté la cabalgata. Cada flashazo desataba la emoción, y detrás de cada caramelo había un inocente en plan de caza. Pero mientras veía pasar a los Reyes, vino Silvio a cantarme de ese mundo "que pide vida en los portales", y ya no fue lo mismo.

El problema es que siempre, dondequiera, hasta en palacio, hay un lamento. Y el problema es que "un hombre tiene que preocuparse por los demás", como enseñó el maestro Onelio Jorge. Y las preguntas, entre otras muchas y posibles, son: ¿Qué pistola de agua querrán esos varones que conocen de modo prematuro los estragos de una pistola de verdad? ¿Qué muñeca pedirán esas niñas que la vida prostituye desde niñas?

CORNETA POR AVIÓN

Crónica del periodista Luis Sexto, Premio José Martí de Periodismo

La mañana de ese día se despertaba más temprano, o la noche no dormía por única vez en el año. Los niños creían incluso que el pueblo refulgía insólitamente entre la frialdad del relente. La ilusión lograba formas y colores para armonizar la existencia sin que la tristeza semejara la figura sumisa de un buey al atardecer. Para mí, la alegría de la sorpresa y la esperanza duraban hasta quedar dormido. Porque desde cuando me habían enseñado a esperar, los Reyes Magos siempre me trajeron la decepción.

Uno no sabía explicarse, a través de la mirada en blanco de la ingenuidad, las inconsecuencias de las promesas y las diferencias de los regalos, y por ello pensé que tendrían algo contra mí. ¿Y qué podría yo haberles hecho de malo? A nadie aventajaba en resignación e inventiva, pero tampoco ninguno de mis compañeros me ganaba en capacidad para compensar mis sueños con el sucedáneo de la fantasía. Y así la porción más larga del año la invertía jugando con dos botellas de Coca Cola, enyugadas como si fuesen una pareja de animales uncidos a una rústica carreta de madera que yo halaba y movía gracias a las tapas de una lata de leche condensada.

Aquel 6 de enero le pregunté a papá la razón de tanta indiferencia en un trío de Magos cuya fama más perdurable había sido la bondad. Al levantarme y mirar debajo de la cama, encontré nuevamente lo que no había pedido. Era una corneta mínima, de plástico plateado o de aluminio brillante. Y ese juguete no se parecía a aquella nave cuya dinámica configuración exhibían las vitrinas de la tienda de Sampedro, y que encajaba en mis proyectos de volar...

Me gustaba tanto desprenderme del suelo que mi vecino Osiris y yo intentamos capturar un aura tiñosa para subirnos en ella, y planear sobre el poblado como el avión que habíamos visto en una lectura escolar titulada El pájaro de lata. Quise compensar mi frustración. Temprano me encaminé hacia el cuartel de la Guardia Rural. Cuando regresé de visita, ya  adulto, descubrí que de mi casa al albergue de los guardias el espacio cabía en unos pasos. Aquella vez el trayecto, sin embargo, fue muchos más largo a la vuelta. Venía con una doble frustración. Me había inmiscuido en un tumulto para tratar de agarrar uno de los juguetes que varios uniformados de amarillo y cubiertos con un sombrero ancho y redondo distribuían en nombre de la esposa del presidente de la República. Transcurría el segundo año del golpe de Estado. Del molote salí sin nada nuevo, y con mi cornetica rota. La había  ocultado entre el pantalón y la piel debajo de la camisa para aparentar que los Reyes no se habían acuclillado debajo de mi cama. Y no resistió la embestida.

Mi amigo Emilio, en cambio, alcanzó una pelota redonda y azul. Se burlaba de mi pesadumbre, de mi doble decepción, riendo con los alvéolos ennegrecidos de dos de sus dientes provisionales. Al año siguiente, a su padre le faltó dinero para comprar un suero contra el tétanos, y los guardias no le regalaron el único juguete necesario para un niño: la vida. Eso lo pienso ahora. Pero lo más grave, influyente, y desolador de aquella asociación de golpes, fue la respuesta de papá cuando le pregunté qué inquina tendrían contra mí los Reyes que nunca me complacían. Si pedía un guante de béisbol, me dejaban un trompo; si un automóvil, una pelota de goma; si un avión, una corneta.

Papa me oía mientras se lavaba el polvo en una palangana antes de ir a la tienda al atardecer. Me observó con una mirada recta, rígida, que quizás quería embalsar las lágrimas.  Y ahora reconozco que nunca me mintió, como tampoco lo oí quejarse de su mala suerte o de cualquier tropezón.

-Los Reyes Magos soy yo. Y no puedo, hijo.