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Crónicas de otros años duros

"No hay que llorar", de Arístides Vega Chapú

Mi pésima memoria y escasos años me resguardan de los funestos estragos que ¿dejara? el denominado Período Especial (a cada rato,sobre todo cuando espero una guagua, me pregunto si podemos hablar en pasado del fenómeno). La generación a la que pertenezco lleva las huellas de la época en su físico, en su estatura, en sus enclenques brazos que ya hereda la incipiente prole que comienza a aparecer. Si algún recuerdo conservo es el de las noches de apagón, en las que toda mi familia se acomodaba sobre la hamaca instalada en el balcón del cuarto piso en que vivíamos para disfrutar de alguna brisa, por ligera que fuera, a despecho de las picadas de mosquito, mientras matábamos las horas jugando a reconocer canciones tarareadas. Apenas poco más.

Sin embargo, existen una Cuba compuesta por millones de personas no tan jóvenes como yo, quienes vivieron esos sombríos días con una intensidad quizás solo equiparable a la efervescencia de la primera década de la Revolución, tal vez porque en ambos se jugaba la vida los destinos de la nación. Por ellos, por la mágica victoria de salir adelante cuando todos los presagios nos eran adversos, era necesario un libro como “No hay que llorar” (Ediciones La Memoria, 2011). Obra imperativa e impostergable la de Arístides Vega Chapú, que nos muestra las cicatrices (no del todo curadas en muchos casos) dejadas en escritores y artistas por esa realidad avasalladora que nos sumergió en la más profunda confusión apenas comenzados los años noventa.

Oscuridad, duro, hambre, esperanza; son palabras que se repiten una y otra vez a lo largo de este rosario de anécdotas y cuentos que dibujan el contradictorio lienzo que fue nuestra nación durante el Período Especial. Muy acertadamente, Arístides Vega hilvana 36 testimonios (si contamos el prólogo de Jorge Ángel Hernández) recogidos desde diversos rincones del mundo, coincidentes unos, en las antípodas otros, y que desde las más variadas posturas y en acto de absoluta franqueza ilustran cómo se pudo sobrevivir sin nada de lo que parecía elemental hasta entonces, degustando gato por liebre –si se tenía esa suerte- o vendiéndolo todo para llegar al día siguiente.

Otro acierto fue desmitificar ciertos estereotipos sobre el intelectual encerrado en su torre de marfil mientras afuera el mundo se viene abajo. Si bien en muchos casos la ausencia de casi todo sirvió como acicate para la creación, en esta obra vemos también a Yoss pescando gatos en el tejado, a Lourdes González Herrero criar un puerco atado al lavamanos que un buen día arrancó, a Laidi Fernández de Juan inventarse personajes por no tener tiempo para satisfacer la insaciable curiosidad infantil y a Alberto Garrandés comprobar que la pobreza no irradia luz, por solo mencionar algunos.

Quizás hubiese preferido un libro que no estuviera hecho por voces de intelectuales, sino por gente común, gente como mi madre que pedaleaba más de tres municipios vendiendo panes con pasta y que, cuando tuvo mejor suerte, limpió la casa y soportó las humillaciones de una extranjera en Siboney. Pero bueno, ese es mi libro, no el de Arístides Vega.

Libro oscuro y esperanzador a la vez este que obtuvo el Premio Memoria de 2009 otorgado por el Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau (¡Ay Víctor Casaus, cuánto te debe la literatura testimonial en Cuba!) y el de Proyecto de trabajo “Ciudad del Che” que concede la UNEAC de Villa Clara. Y es que a pesar de las adversidades, heridas y rupturas llegamos hasta aquí, motivo más que suficiente para que, como asevera Arístides Vega Chapú, no haya que llorar.

(Tomado de El Microwave)