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La Habana no es lugar para turistas (III)

De pie, Luis Rogelio Nogueras. Sentados, de izquierda a derecha: Germán Piniella, Víctor Casaus, Silvio Rodríguez, Eduardo Heras León

De pie, Luis Rogelio Nogueras. Sentados, de izquierda a derecha: Germán Piniella, Víctor Casaus, Silvio Rodríguez, Eduardo Heras León. Foto tomada del blog Segunda Cita.

Una muerte digna es siempre una buena historia para contar, aunque sea la muerte digna de un hijo de puta.
Eduardo Galeano

Le dije que La Habana no era una gran urbe (...), y él dejó que pasaran varios
segundos antes de decir que lo sería, no desesperarse, para el siglo XXV lo sería.
De La Habana no es lugar para turistas (I)

Fue hace mucho tiempo. Si no me falla la memoria corría el año 2011. Yo quería ser escritor. Era joven. Todo el mundo quiere o ansía algo cuando es joven. Lo mío era la literatura. Estudiaba periodismo y me gustaba, pero soñaba con escribir grandes cuentos y grandes novelas.

Por aquella época, gracias al azar, o a algunas influencias, publicaba en Cubadebate. Un medio que hoy no sé si existirá, pero que en el 2011 era bastante leído. En Cuba y en el mundo. Pues publicaba ahí y aunque no cobraba un medio tampoco me interesaba. No me faltaba el dinero, y, por otra parte, mis artículos no eran ni mucho menos imprescindibles, por lo que no podía aparecerme un día exigiendo un salario y dándomelas de importante.

Pero como lo mío, digo, era la literatura, justo por esas fechas me inscribí en el curso de técnicas narrativas que se impartía en 5ta y 20, en una casona de Miramar devenida centro literario. Llevaba el nombre de un escritor reconocido: no sé si Onelio Jorge, o Novás Calvo, o Luis Felipe Rodríguez.

Tras cuatro o cinco meses de clases, después de haber estudiado el punto de vista, los niveles de realidad, los tipos de narradores, y algunos relatos de Hemingway y Maupassant, el profesor principal y director del curso, Eduardo Heras León, y su esposa -muy amable y carismática-, invitaron a su casa a todos los alumnos. Fijaron la cita para un sábado en la noche.

Por varias razones, tuve mis reservas. Dudé en asistir. Heras: un escritor reconocido. Yo: nadie. O sea, mirándolo desde la distancia, Heras: un mecenas, yo: un epígono. Heras, la figura, y yo, el discípulo empedernido, el aprendiz que, mientras se instruye en los gajes del oficio, le hace el juego a los consagrados, le carga los libros, le aplaude, y a mí, la verdad, ese papel me provocaba náuseas. No es que no pudiera interpretarlo, solo que no tan burdamente, como otros. Quizás por eso me apartaba y no conversaba con casi ningún alumno del curso, apenas con un estudiante de bibliotecología y con un moreno filósofo que por no dejar de leer había leído hasta los Annales Brunsvicenses de Leibniz.

Al final decidí ir. La charla era para todos, y con mantenerme alejado tenía.

Heras vivía en 19 entre 18 y 16, en el Vedado, en el apartamento 5 de un edificio al cual le habían convertido la planta baja en centro de salud mental. He olvidado otras cosas, pero no la dirección ni la casa de Heras.

Una sala no muy amplia, con varios cuadros de arte universal en las paredes. Muebles muy finos, sobrios. A la izquierda, un balcón pequeño con varias macetas y plantas colgantes. Al centro de la sala, una lámpara inmensa. Debajo, su silla, la de Heras.

Cuando llegué, no había casi nadie. Me saludó parcamente, con uno de esos gestos que no se sabe si son fruto del desdén o de la cortesía.

La esposa sacó varios platos, con queso gouda, galletas y aceitunas. La esposa era uruguaya. Aunque quizás fuera chilena o argentina, pero no me lo parecía. En todo caso no era brasileña, ni ecuatoriana, ni venezolana.

Los alumnos poco a poco fueron arribando. Para las diez de la noche ya no faltaba nadie, y el que faltaba evidentemente no iba a aparecer.

Algunos llevaron botellas de ron, otros pomos de refresco, y una pareja de homosexuales trajo música. Sentí pena, porque no había llevado nada, solo mi boca, pero aquello era una charla, y nadie iba a ponerse pedante. Nadie repararía en ese tipo cosas.

Me distraje un rato y salí al balcón. No había luna. Una noche horrible, de un silencio soso. Una noche sin misterio y muy poco desenvuelta. Sentí un aliento sobre el cuello. Una de las alumnas, una adolescente algo gorda y rosada, de las que adoran la ciencia ficción, hablaba muy despacio. Supuse que no hablaba con nadie, sino con ella misma, y me atrajo su peculiar modo de autoconfesarse. Después me miró, clavó su vista en mi cara, la mantuvo así, hincándome el cutis durante varios e interminables segundos, y ya no pude fingir. Hablaba conmigo. Yo no la entendía, pero se dirigía a mí, y hacerme el desentendido no me pareció correcto.

-La oscuridad me da miedo -dije.

No contestó nada.

-Es un trauma de niño -agregué.

-La oscuridad no hace daño -dijo, y los ojos le brillaron con una luz blanca y sin término.

En ese momento pensé que todos los amantes de la ciencia ficción estaban locos y que el que no lo estaba muy pronto lo estaría, y también pensé que todos los amantes de la ciencia ficción al menos podían quedarse en el primer piso, cerca de Heras, cerca del profesor principal, del escritor realista, cerca de sus libros sobre Playa Girón y sobre las fábricas donde los obreros forjaban acero.

-A mí me hace daño.

-No, no hace daño, la noche te traga, pero no hace daño.

Y entonces yo le dije: voy a protestar. Y ella me dijo: como quieras, pero será mejor que no protestes. Y yo, tambaleante, o como llamado a conciencia: está bien, entiendo. Y ella: okay, sin líos.

Entré a la sala. Todos los asientos, ocupados. Me senté en el suelo.

La esposa se reía y bromeaba. Seguía trayendo platos, platos exóticos. Yo era el único que no probaba bocado.

Tienes que mantenerte lúcido, me aconsejé, no caigas en ese tipo de trampas. Y ahí mismo supe que pasaría, y tal como imaginaba Heras empezó a contar: del quinquenio gris, de la prosa de Cabrera Infante, de la última exposición de Bedia, del épico suicidio de Mishima y de la extraña vigencia de Giselle.

Pero Heras, muy calculadamente, se fue alejando de los terrenos del arte, y tras repasar sus viajes por la Unión Soviética y América Latina, expandió la nostalgia hasta sus límites y describió los burdeles de la Habana de los 50, las múltiples y vigorosas orquestas del Paseo del Prado.

Su voz me pareció diáfana y suave; una voz carente de idioma, de cualquier sentido lógico.

Después no entendí lo que le preguntaron y perdí el hilo de la conversación. Después me miré los dedos y pensé que me gustaban, y repté por mi piel y también pensé que me gustaba reptar por mi piel. Después nos enteramos (los alumnos) de que la esposa era prima de Eduardo Galeano. O sea, era uruguaya.

Alguien le preguntó a Heras que cuándo había conocido a Galeano.

-En 1970 -contestó-. Yo había ganado mención en el Casa y él era jurado.

Luego habló de su libro, de la votación, de las callejuelas internas de los concursos y de la noche del premio.

-Heras -dijo Galeano-, ¿tú has visto algún fusilamiento?

Fuera de los dos escritores, alrededor de una mesa pequeña, en una habitación de hotel, se reunían varios periodistas y reporteros. A uno de ellos, al fotógrafo de la agencia France Press, lo acompañaba una muchacha esplendorosa; un monumento de mujer.

-Sí, hace como diez años, a fines del 60.

-¿A quién fusilaron? -dije yo.

-A un coronel batistiano.

-¿Dónde fue? - dijo Galeano.

-En La Cabaña.

-¿Lo impresionó? -pregunté.

Los periodistas andaban medio ebrios. La mujer, en cambio, comenzó a interesarse. Soltó la mano de su marido (o quizás no fuera su marido, sino solo su amante) y se acercó al diálogo. No físicamente, pero se acercó.

-Sí, me impresionó mucho -dijo Heras. Y enmudeció.

Galeano se dio un trago. De ron, seguramente.

Heras prosiguió:

-Un esbirro, pero un tipo guapo -como si ambas definiciones fueran antagónicas.

-¿Su nombre? -dije.

-No sé -dijo-. Larralde, creo que se llamaba o le decían coronel Larralde, pero no podría asegurarlo.

Entonces distinguí la voz de Heras, valiente e innegociable, surcando el tiempo, de 1970 al 2011 y del 2011 a 1960. Hasta la noche del fusilamiento. Algo espantoso, la verdad, esa manera de hilvanar las cosas:

-Larralde pidió que no le vendaran los ojos y pidió dirigir el pelotón-. En La Cabaña, en la habitación del hotel y en el apartamento de Heras se hizo un silencio total. -En posición de firme empezó a dar la orden. Cuando dijo ¡Apunten!, un soldado vaciló. Al fusil se le había trabado el seguro.

Galeano sonreía con su sonrisa de felino sudamericano. Yo no, yo casi temblaba, era demasiado joven. La amante del fotógrafo de France Press no movía un músculo. Escuchaba. Solo eso. Escuchaba.

-Calma, no se desesperen -dijo el coronel a la doble fila de cuatro soldados que le apuntaban al pecho-. Volvamos a empezar.

-Transcurrió cerca de un minuto. Larralde dio la orden, resonó el estampido, y ya -dijo Heras con algo de temor, atropellando las palabras, restándole dramatismo al suceso.

El cadáver sobre la tierra seca de La Cabaña, la brisa del mar, las heridas, las luces de La Habana.

Aquí hay una historia, pensé.

-Coño, pero aquí hay una historia- dijo Galeano. Entonces tomé distancia.

-Gracias -dijo la amante del fotógrafo. Se puso de pie y agarró un vaso-. Yo sabía que mi padre había sido fusilado, pero no sabía cómo.

Tiempo después, en 1974, cuando Galeano volvió a La Habana, le dijo a Heras, mientras paseaban por la Catedral, que nunca iba a poder contar lo sucedido. Porque parecía inverosímil. Y porque el esbirro, aquel asesino, el coronel Larralde, era un tipo guapo, un cojonú (así dijo, llevándose la mano a los testículos), y le iba a salir un cuento contrarrevolucionario. Entonces era  mejor no escribirlo.

Ahí se me ocurrió rescatar el tema. Salí de casa de Heras sin despedirme y largué el relato en lo que quedaba de madrugada. Por la mañana lo envié para la redacción de Cubadebate. Yo andaba enfrascado, por esos días, en una serie de crónicas tituladas La Habana no es lugar para turistas y supuse que tenía en las manos un texto distinto.

Pero a las pocas horas me informaron que estaba cesante. O sea, la crónica no se publicaría. No me tomó por sorpresa, pues todo lo que empieza tiene que terminar. Dije algo así como igual estoy muy agradecido o no hay problemas y me largué. Nunca supe la causa, pero debió haber sido por la incomunicación, por lo insolente de mis palabras, por mi total indiferencia hacia los lectores. Siempre quise ser arrogante. Cuando se es joven no queda otro recurso.

Después me fui para Destino Cuba, el blog de un amigo, y seguí publicando algunas cosas. Pero ya nada era igual. A los dos meses le dije que no me apetecía trabajar por amor al arte y me marché.

Dejé todo: el periodismo y la literatura. Yo era joven, y no he vuelto, desde entonces, a largar una línea. Al contrario, entré en el mundo de los negocios. Vendí latas de atún, trafiqué con alcohol de tercera, y para estar acorde con la época, no sin esfuerzos, logré abrir una cafetería. Me posicioné. Me hice famoso. Tengo luz para el dinero. Quizás porque nunca he dejado los libros, aun cuando no haya podido con los Annales Brunsvicenses de Leibniz.

Tal vez un día lo cuente, la historia del esbirro fusilado y la historia mía, aunque ya sin ánimos de nada, ni de prebendas ni de elogios, sin ambición ninguna, por el simple gozo de contar, por puro entretenimiento.

Pero no sé si me sigan. Posiblemente no.