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El beisbol y el Támesis (+ Fotos)

El equipo de Pinar del Río, nuevo campeón de la Serie de Oro del Béisbol Cubano, en Ciego de Ávila, Cuba, el 2 de mayo de 2011. AIN FOTO/Marcelino VÁZQUEZ HERNÁNDEZ

El equipo de Pinar del Río, nuevo campeón de la Serie de Oro del Béisbol Cubano, en Ciego de Ávila, Cuba, el 2 de mayo de 2011. AIN FOTO/Marcelino VÁZQUEZ HERNÁNDEZ

Debo estar alucinando. Preferiría hablar de poesía, incluso de política o finanzas. Resulta menos riesgoso, menos visceral. No hay absolutamente nada como el deporte, no hay en Cuba absolutamente nada como la pelota. O sí. Benny Moré, pero Benny Moré ya está muerto, y solo queda el imán o el desconcierto de su voz,  poderosa y fantasmal, liviana y nítida a un mismo tiempo.

Concluye la Serie. Igual a todas, intensa, imperfecta, polémica, efímera, trascendental. Gana Pinar del Río y pierde Ciego de Ávila, primero de los últimos. Para algunos es mucho y para otros -como yo- es nada. Ahora, al estilo de esas tormentosas nubes que se avizoran en el horizonte, de esos vientos turbios que se presienten y se presienten y que de repente empiezan a soplar sin que lo hayamos notado, se acerca lo peor, se perfilan, sobre lo que debieran ser nuestras sagradas noches de espectadores, las veloces carreras de Fórmula Uno, las perezosas e inexplicables tandas de nado sincronizado, los inagotables programas de triatlón.

Pues sí, se terminó la pelota. Nada de jonrones, ni de ponches, ni de paroxismos públicos o desconsuelos íntimos. Vendrán meses de escasa pasión, de un profundo vacío solo aplacado, en cierta medida, por las esporádicas incursiones del equipo Cuba en algunos eventos internacionales. Eventos que ya no son lo que eran antes. Equipo que... pero siempre será el team Cuba, no olvidarlo.

Nado a conciencia en estas aguas procelosas. Apenas me escudo en una persistencia poco especial, válida quizás en Bangladesh. Veo pelota, sufro pelota, grito pelota desde antes de ir a la primaria, incluso antes de los Almendares, Habana, Cienfuegos y Marianao, incluso antes del Papel Periódico de La Habana, exageración esta que históricamente parece improbable.

Pero yo no quiero hablar de la pelota en sí, sino de la pelota en abstracto, de la pelota convertida en espasmo, en anhelo, en prolongada expectación, en abrupta derrota, en sorpresivo éxito, en inusitada armonía de cuerpos danzantes. Lo cual posiblemente sea el subterfugio, la pelota en sí. Entendida por nadie, disfrutada por muchos, despreciada por pocos.

Inefable retablo de la existencia. No hay nada más parecido a un grand jetté que uno de los antológicos saltos de Víctor Mesa. Ni más exacto reflejo de un pas de deux que ese siniestro rolling por encima de segunda; una bola dura y arrastrada -cepillando en su trayecto la yerba y la conciencia de los peloteros-, atrapada in extremis por el short stop, pasada del guante, desde el suelo, al segunda, para que este devuelva a primera en un doble play de aplausos de platea, apto únicamente para selectos y fieles espectadores del Royal Baseball Classic.

Aunque a ciencia cierta, la pelota -los buenos deportes- superan al arte y a la literatura. Porque no son una simulación, no representan nada, no falsean, no intentan siquiera parecer verosímiles. La estrategia ensayada es solo otra incertidumbre, uno de los tantos rostros de lo posible. El azar juega, y como todo el mundo sabe cuando el azar interviene el juego se vuelve una fatalidad, tal y como sucede en la vida, ni más ni menos (tal vez hasta más), porque usted puede prepararse para una recta, y el pitcher, o el veleidoso destino, que para el caso significan lo mismo, tirarle una slider, uno de esos rompimientos confusos que parece que llegan y justo a la hora de apresarlos se caen, esa destrucción constante, esa acumulación de experiencias que a la larga no sirve para casi nada, porque a veces, creo yo, se dobla por tercera sin mirar al cortador, y a veces nos viramos para primera sin que haya nadie en base.

La pelota, los buenos deportes en general, se desplazan en otra dimensión, habitan en la inconsecuencia de la palabra. El arte sabe que es arte. Sabe, con demasiada lucidez, que sus propuestas no irán a mayores, pero finge creerlo, de la misma manera que finge creer en la originalidad del tiempo, en la invención alrededor de cuatro o cinco temas, según dirían Borges y otros tantos. Pero el deporte no sabe que es deporte. Desconoce su total inexistencia. Su falta de carácter, su única encomienda de mero entretenimiento, de simple relleno.

Por eso, y dispensen las simetrías, el arte se parece a la muerte y el deporte a la vida. El arte: o la Odisea o Edipo. El deporte: vaya usted a saber. El arte: contundencia, inmensidad, luz. El deporte: fragilidad, injusticia, delirio.  El arte: lo eterno. El deporte: lo volátil. El arte: la parábola. El deporte: la impostura. El arte: a lo sumo, Van Gogh, Bach. El deporte: cuando menos, un juego de muchachos, una espontaneidad maravillosa. El arte: la búsqueda de la perfección. El deporte: la búsqueda de la perfección y la pertinencia del desliz.

Pero ya no quiero hablar de la pelota en abstracto, sino de la pelota en sí, aunque en ese espacio, en el terreno de juego, bajo las luces del Capitán San Luis, del Latinoamericano o del Yankee Stadium, es cuando el beisbol se vuelve intemporal, ajeno a toda circunstancia, desprovisto de cualquier referencia, como las coordenadas en el aire, o el eje de la Tierra, o la más recóndita memoria del hombre, o el hambre ajena, o las muchachas en flor. No sé si me explico, probablemente no, probablemente el beisbol solo sea eso, una blasfemia, un resguardo, un triunfo, un dolor, probablemente vayamos por el mundo de entretenimiento en entretenimiento, de equipo en equipo, de cerrojo en cerrojo, hasta el último strike del último inning del último juego del último campeonato.

En este, el año cincuenta de las Series Nacionales, año que, sepámoslo, no es de oro ni de nada, ganó Pinar del Río. No Ciego. Los dos simbolizaban una excelente excusa, una recurrente fabulación. Los avileños: el eterno aspirante, el premio a la voluntad, lo terrenal. Los pinareños: el aún intraducible peso de la historia, el hijo extraviado que regresa por sus fueros, dispuesto a hacer fortuna, sin muchas pretensiones, a ver qué pasa.
Dentro de doce meses ganará otro equipo, o tal vez la misma novena, y esa esperada definición, tan rutinaria y tan impredecible será una cifra más, otra estadística, un número vulgar. Lo bueno sería un pleito distendido, llevado a extrainings, sin interrupciones, sin narraciones intermediarias. Lo idóneo sería que los play off no terminaran nunca.

Pero si como parece, siempre tuvieran que concluir, entonces habría que beatificar a Urquiola -de lejos el mejor manager de la actualidad, solo acechado por Victor Mesa-, llevarlo al Vaticano y hacerle un rincón en la Basílica de San Pedro. (Quizás los católicos ganen un clásico mundial.)

Y si como también parece, no habrá por ahora más beisbol, deberíamos entender que los grandes peloteros cubanos -donde quiera que respiren su aire, y aunque la prensa no los mencione- son (ya lo dije) como el testamento de Eliseo Diego. Inmortales. A la par, y disculpen el extranjerismo, de la escualidez de Cate Blanchett y la belleza de Greta Garbo. A la par de Alicia. A la par de los Van Van.

El Comité Olímpico no sabe lo que hizo. Londres perdió de golpe la mitad de su encanto, de su magia sombría. Las frías aguas del Támesis, que pretenden conocer de desesperos y suicidios, ya nunca evocarán en qué consiste un squeeze play.

CUBA-CIEGO DE AVILA-