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Japón, viejas criaturas

Una mujer anciana se cubre el rostro para ocultar su sufrimiento al comprobar que su casa es una de las que fueron arrasadas por el terremoto y posterior tsunami que asolÛ el pasado viernes el noreste de JapÛn, en Kesennuma, en la provincia de Miyagi, a unos 300 km de Tokio (JapÛn), hoy, martes, 15 de marzo de 2011. Las autoridades japoneses aumentaron hoy a 2.414 los fallecidos y a 3.118 los desaparecidos por el terremoto y posterior tsunami del viernes en el noreste del paÌs, de acuerdo al ˙ltimo recuento de la PolicÌa. Sin embargo, se cree que la cifra final de vÌctimas puede ser mucho mayor. Por otro lado, las autoridades adviertieron de un posible aumento de la radiaciÛn tras un incendio y una explosiÛn en la central nuclear de Fukushima, en torno a la cual se ha declarado una zona de exclusiÛn aÈrea de 30 kilÛmetros. EFE/KIMIMASA MAYAMA

Una mujer anciana se cubre el rostro para ocultar su sufrimiento al comprobar que su casa es una de las que fueron arrasadas por el terremoto y posterior tsunami que asoló el noreste de Japón, en Kesennuma, en la provincia de Miyagi, a unos 300 km de Tokio (Japó›n). Según el último balance, la cifra de fallecidos se eleva a 8.649, mientras el número de desaparecidos sube a 12.877. Del total de fallecidos, 5.244 pertenecen a la provincia de Miyagi, 2.650 a la de Iwate; y 699 a la de Fukushima. Hasta el momento han sido identificados 3.550 cadáveres EFE/KIMIMASA MAYAMA

La pequeña ciudad de Minamisanriku ya no existe.  En verdad, para la inmensa mayoría de los seres de este mundo nunca ha existido. Como no existían, hasta hace un poquísimo tiempo, los largos kilómetros costeros del oriente japonés.

Pero ahora, en el mes de marzo del año 2011, todo es distinto. Minamisanriku desapareció. Solo queda el exótico y lánguido nombre de algo que no conoceremos. Un tajo gris de destrucción. Y un dato curioso, incitante. De los 17 000 habitantes del pueblo, 10 000 han desaparecido. Casi un 60 por ciento. De donde se supone que los demás pasarán el resto de sus vidas buscando, rastreando entre los escombros dispersos del suelo, en las apacibles olas de la costa, y en el desfiladero atroz que desde ya, con tenacidad de roedor, se abre espacio en sus mortales y únicas conciencias.

A la distancia nada de esto tiene vida. Se menciona como un hecho más. Como se mencionan cada día la muerte de diez insurgentes afganos, el despido masivo de obreros europeos, el descubrimiento de un planeta de helio, la excavación de un fósil, la boda fastuosa de dos estrellas del pop.

 Una imagen Minamisanriku, del 12 de marzo de 2011. Foto: Reuters

El ministro portavoz de Japón, Yukio Edano, descarta una fuga masiva tras la explosión en el reactor tres de la central de Fukushima. En rueda de prensa, ha asegurado que, media hora después del incidente, el nivel de radiactividad a cinco kilómetros es similar al de ayer. Este fue el centro de Minamisanriku. Foto: AFP

Las cifras preliminares calculan alrededor de 5 400 muertos y casi 10 000 desaparecidos en todo Japón, tras el terremoto de 9.0 grados y el posterior tsunami que convirtió al país en un caos dantesco, en un armónico coro de tragedias, en otro indiscreto resquicio de la época.

Pero a la distancia no impresiona. Porque son números exagerados, distantes, vacíos de drama. Son números que forman parte de la idea general de la muerte, de la ancha concepción de la desgracia, del infortunio. Igual a cuando se habla en términos históricos, y se hace en treinta minutos el recuento de cinco siglos. O se diserta sobre las cruzadas como si hubieran durado una semana, o de la conquista de América como si ya no tuviera la menor importancia. Esto se debe a una razón lógica. Y es que el hombre, aunque no lo mencione, da por sentado que toda esa gente, de una forma u otra, ya estaría muerta. Y libra a la historia de cualquier continuidad, y la juzga y la toma con total indiferencia, porque no tiene rostro.

El ministro portavoz de Japón, Yukio Edano, descarta una fuga masiva tras la explosión en el reactor tres de la central de Fukushima. En rueda de prensa, ha asegurado que, media hora después del incidente, el nivel de radiactividad a cinco kilómetros es similar al de ayer. Este fue el centro de  Minamisanriku. Foto: AFP

Petición de auxilio en Minamisanriku, una ciudad costera del noreste en la que están desaparecidas 10.000 personas, un tercio de la población. Foto: AFP

La historia no tiene rostro. No interesa demasiado en el plano puramente emotivo. Tal y como ocurre con los números de cuatro o cinco dígitos. En cambio, si de algo puede blasonar la geografía es de una imagen, de un cuerpo delineado, voluble, casi idóneo.

Esas cifras parciales mienten. Son desproporcionadas y efímeras. Los muertos aumentarán ostensible e irónicamente. La balanza tomará, como siempre, su inamovible (des)equilibrio. Porque los desaparecidos no son más que la prórroga ingenua de la resignación, un idealismo transitorio, el aullido último, la espera de un milagro, de la aparición en masa de seres humanos que se esconden y que, bien lo sabemos, no regresarán. O al menos no los suficientes como para variar el signo espeluznante del suceso. Y llegado un momento ya no habrá a quien buscar. Solo quedarán ahogados por el agua, aplastados por los escombros, suicidados por la soledad. Y vivos. Vivos sin consuelo: presas huérfanas de la terrible lasitud humana, de la absoluta indiferencia de la naturaleza.

Petición de auxilio en Minamisanriku, una ciudad costera del noreste en la que están desaparecidas 10.000 personas, un tercio de la población. Foto: AFP

Son los tres únicos estados posibles. La muerte, la vida y sus inevitables contrapunteos. Un hombre de la provincia de Ishinomaki, en el noreste japonés, encontró a su hijo, magullado pero a salvo, en un hospital de la Cruz Roja. Decenas de personas sobrevivieron en el tejado de una escuela primaria en Watiri, así como 81 náufragos de un barco vapuleado por la acuática furia del tsunami. Pero detrás de estos previsibles alientos, descansa el muchacho que miró a la distancia y distinguió en la inmensidad, rodeado de olas, la única y verdadera estrechez de la existencia; descansa la señora que abrazó a su nieta para formar, a los ojos de alguien, un cuerpo deforme, extraño, y quizás hasta simpático; descansa el recién nacido que solo alcanzó un ridículo chispazo de la vida; descansa el pataleo agónico de un sujeto aterrado y descompuesto; descansa la desidia del ateo que entendió su muerte minutos antes de que sucediera, y entró en la eternidad a paso lento y con plena conciencia, y supo que no le quedaba más remedio, apenas el olvido; porque contrario a lo que se supone, cuando se llega al límite, lo que aguarda, con su túnica de dama circunspecta, es el olvido, y no el pasado en acelerada recurrencia, en incansable sucesión de imágenes; y porque rezar es una suprema ironía, una cabronada horrenda. Debe haber pocas verdades como la de un ateo -o un agnóstico- traduciendo la faz descubierta de la muerte. Sin fe. Sin esperanza. Sin esperar nada a cambio. Tal y como nunca ocurre.

Minamisanriku ahora.

Minamisanriku ahora.

El tsunami borró cualquier matiz, cualquier salida, las disímiles e infinitas posibilidades de combinación que entraña, a lo menos, un segundo. El tsunami borró el tiempo en Japón, desbarató la madeja imperceptible del destino, el telar paciente de los oficios y los azares y las coyunturas enhebradas por siglos y siglos, a través de una mano misteriosa.

Todo el suelo del oriente nipón es fango, escombro, terreno baldío y triste. Todo el aire del oriente nipón es humo disperso, lamento detenido, oración inconclusa. Y todo sobreviviente es lástima, es inocencia, es soplo entrecortado. Sin intervalo para la desmemoria. El recuerdo, sin su reverso práctico, sin probabilidad futura, debe ser aún más nefasto en medio de un vacío semejante, inmerso en el cúmulo de adversidades tan fortuitas, tan malvadas por indolentes.

En la costa este, las personas perdieron su nombre, extraviaron el trayecto, y ahora conforman la diáspora de ningún lugar. Pelotón homogéneo de guerreros derrotados, de soldados maltrechos, o de señoras lívidas. Todos son eso: sobrevivientes sin maldad y sin nobleza. Piedras dispuestas, deshechas, sin función específica. El ladrón ya no es ladrón. El estudiante ya no es estudiante. La cocinera ya no es cocinera.

Japón parece la maqueta de un dios pequeño, de un infante caprichoso que se aburre del juego y en un impulso, en un colérico arrebato de inocencia destroza lo existente. Edificios de cartón. Carreteras colapsadas, volcadas sobre sí, con grietas profundas. Autos blancos sobre techos de tejas. Largos terrenos estériles, sumidos en fango, y residuos sin color y dos o tres personas en medio de aquel panorama desolado, buscando quién sabe qué fragmento de algo que nunca recuperará su forma, su armonía inicial, su integridad suprema.

Minamisanriku, antes y después del terremoto

Minamisanriku, antes y después del terremoto

Pero Japón es también un orificio, una evidencia demasiado molesta, una exhalación de lo que a diario se esparce finamente, como lluvia de otoño, sobre el resto del mundo. Japón  resume, en un golpe seco y demoledor, los muertos por cólera de Haití, los trabajadores andinos de minas oscuras a 6 000 metros de altitud, los africanos víctimas de tontas, insultantes enfermedades medievales, los recientes ex civiles libios: últimos condenados por el manicomio esquizofrénico de Occidente.

Y alrededor del sismo y sus secuelas ya comienza a reagruparse el circo internacional, donde cabe de todo, y donde cada cual desempeña, con acelerada prontitud, su deber o su interés o su más sentida y vana condolencia. Hollywood  teme por la estabilidad de sus negocios, en un país que anualmente le reporta 2 500 millones de dólares; las bolsas de valores se preocupan por los precios del mercado; Yuto Nagatomo, futbolista suplente del Inter de Milán, dedica a las víctimas de la catástrofe el triunfo de su equipo sobre el Bayern de Munich en los octavos de final de la Liga de Campeones; el secretario de energía estadounidense declara que aprenderá de la crisis nuclear japonesa; Angela Merkel toma medidas de protección y cierra o manda a revisar varias centrales nucleares en Alemania.

Ese es ahora el mayor peligro. Japón, descalzo y ojeroso, alucina a la vera de un desborde radioactivo. Algo que no admite comparaciones, ni se siente ni se huele, simula una fiera dormida, una aguja larga y fina sobre el cuello de un moribundo, y es lo más parecido, por intocable y perverso, a un fantasma del alma. Como si nos rasparan un hueso con esmerada lentitud, o de a poco nos fueran sustrayendo la respiración.

El drama de las últimas jornadas no es medible. Tamaña pesadumbre cupo y cabrá en el módico desplazamiento de diez centímetros del eje de rotación de la tierra. Qué cantidad enorme de muerte y destrozo contiene una simple variación. Qué poco espacio necesita el dolor de los hombres, el desconcierto de los países. (Por eso habitan tantos monstruos entre frontal y occipital, entre parietal y parietal.) Qué inconsistencia, qué inexplicable desvarío asiste a tales acontecimientos, donde todo se agita y nada ostenta la óptica común.

El hombre que halló a su hijo es ahora extremadamente feliz. Otra definición sería inexacta. Está henchido de luz, está satisfecho de la vida y de sus justos retrocesos. Le agradece al mundo como nadie, pues protagonizó, sin dudas, el mayor hallazgo del año, a la par del perro que lamía y ladraba sin abandonar a su amo (no abandonar es el más valioso y persistente hallazgo), ladraba al viento y lamía las heridas, o como la señora que sujetaba la mano de su madre muerta, aunque quizás no fuera ni la mano ni ningún pedazo, y ella se lo estuviera imaginando. Posiblemente el cuerpo atrapado en las ruinas fuera el de su mayor enemigo, o, peor aún, el de un simple desconocido. O no fuera ni cuerpo, sino una estatua, una mala presencia. Sin embargo, nada de esto tendrá la mínima incidencia en la magnitud del desastre. Mucho menos en la intensidad del terremoto.

Como tampoco tendrá mayor repercusión el rescate de dos ancianos, por jóvenes japoneses de cascos grises, cinturones justos y recios uniformes de camuflaje asiático. En el instante, el hombre lleva espejuelos y se aferra a la espalda del rescatista como un niño a los hombros del padre, como un felino a su presa. Su cara es la desembocadura del miedo, la antesala del alivio. La  mujer piensa. Y sostiene con la punta de los dedos de su pie derecho la chancleta roja que casi se le cae y extravía. Nada más. Avanzan sobre las espaldas de otros, flotando, impertérritos, al estilo de dos nubes sin ganas de llover en un cielo despejado.

Y se me ocurre que ambos, la señora y el señor, cargan en su anatomía con el drama imborrable que entraña miles de muertos, miles de desaparecidos, miles de vivos; que transitoriamente dan cuerpo a las cifras exageradas, a la historia y a la geografía; que tienen cara de país, ingravidez solemne; que son el reverso y el anverso de las cosas: un hombre y una mujer, o lo que es lo mismo, un hombre y un hombre, o una mujer y una mujer; y que en alguna imperceptible arruga de sus rostros comunes descansa el resto de la humanidad: frágil, implacable, desfasada, comedida.

Apenas basta con un giro de sus bocas, con un leve y soñoliento pestañazo de sus párpados menudos. Ancianos que han librado un escollo durísimo, y que por insospechadas razones se nos hacen de una dudosa y agradable cercanía. Criaturas viejas, que combaten y estiran su vida como si alargaran un hilo de coser, pero que irremediablemente, en algún momento antes sufrido, entrarán a paso lento, con absoluta y lúcida serenidad. Sin fe. Sin esperanza. Sin que a la prensa le importe demasiado. Tal y como siempre debiera suceder.