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Los límites de la ficción... o las ganas de decir algo

Feria Internacional del Libro XXUn sol cobarde cae sobre la ciudad. La luz débil de una tarde de febrero se derrite sobre las carpas y los stands de La Cabaña. Cientos de personas y mucho, muchísimo ruido. La gente está feliz. Un trasiego interminable invade los pasillos, las callejuelas adoquinadas de las fortificaciones que una vez defendieron La Habana.

Hoy La Habana no necesita ser defendida. Porque es una ciudad ambigua, y nadie la puede atacar. O bien es invulnerable y nadie la puede confundir. Esto quiere decir que a veces se parece a Nueva York y a veces a Santo Domingo. Y vuelvo sobre esta idea macabra y vieja y antichovinista: no debe haber muchos lugares en el mundo con tales características. Y si existen, son lugares reales, conocidos, insertados en el maniqueísmo de la época. O lujo desenfrenado o miseria espantosa. Parcelas definidas. Todo en orden.

Pero La Habana no tiene extremos. Por tanto, no tiene fronteras. Por tanto, no es contable. Por tanto, no es real. Y las ferias del libro de cada febrero, a su vez, son matrioshkas, granizados de Hemingway, historias dentro de una historia dentro de otra historia y así.

Lo cual indica que los lectores furibundos, y los lectores no tan furibundos que visitan, meriendan y se pasan el día en La Cabaña como si se tratara de la playa o de una actuación del BNC, son corrientes literarias. Solo que no lo saben. Son estilos y lenguajes y recursos de un texto mayor. Un texto anónimo, inconcluso, imperfecto. Semejante al Quijote, o a algún cuento de Juan Rulfo. Y cuando decimos: "ese tipo es inocente", o "no sabe nada de la vida", o "tiene los ojos azules y anchas caderas", en verdad estamos diciendo: "ese hombre es situacionista", o "tiene influencias de Stendhal", o "le gusta Coleridge, pero no lo quiere admitir".

Y esto me lleva a suponer dos cosas: que hasta hoy hemos hablado un lenguaje equivocado, insuficiente. O que Cuba es un relato, una fabulación de Jorge Luis Borges. Lo primero es demasiado pretensioso, una solución fácil. Lo segundo es, en verdad, una lectura muy personal y muy descabellada. Lo que no quita que sea sincera y que llene mis tardes de ocio junto al mar.

Pues sí, es posible que Cuba, entre muchas otras cosas, sea un cuento de Borges, el aleph tropical, o una alegoría siniestra de Ray Bradbury para engañar al resto de la humanidad. Lo evidente es que esta Isla cuenta con todas las características para convertirse en ficción, en singular reposo de la literatura. Tan evidente como que Borges es un escritor cercano al comunismo, porque su obra es intachable, goza de igualdad y equilibrio, es concisa y mítica, y muestra la oscura limpieza del tiempo, el retrato de un ciego sobre una lápida de mármol en un cementerio suizo.

Y probablemente Borges, que como todo sabemos escribió El Muerto y otros relatos insuperables, también tenga algo de comunista en su persona. Porque cuando todo apuntaba a que no era posible, y la inmensa mayoría leía a Schopenhauer y a Berkeley por puro esnobismo, Borges musitó con timidez, y a la vez con desprecio, que la realidad no resultaba muy creíble, que los hechos tal cual no eran tan importantes, que la contemporaneidad no le era de fiar, y atrapó una estética y mantuvo una idea a la larga propulsora de otras ideas, que es igual a decir "mantuvo una utopía", lo cual justifica su ingenuidad política, su aparente incomprensión de los hechos.

Pero el problema estriba en que, como todos también sabemos, Borges era un personaje, el más perfecto doble de sí mismo, y fue lo mejor que pudo pasar, pues lo idóneo es que los personajes literarios no se ocupen de la política, al menos de manera evidente. La política en la literatura-y esto no lo digo yo, sino un clásico, presumiblemente francés- suena como un pistoletazo en medio de un concierto. Y los clásicos saben tanto o más que el Papa, y casi tanto como los horóscopos.

Por lo que hace falta mucha maestría para adentrarse en terrenos tan convulsos. Al estilo de Carpentier, quien utiliza en La consagración de la primavera y en El siglo de las Luces una ligera contraseña, su revólver con silenciador.

Y esto lo demuestra Alejo, que sí era un comunista declarado, y que de paso, como si lanzara una bengala en los párpados de la noche, explicó su precursora tesis sobre la identidad latinoamericana, lo cual lo convirtió, entre otras cosas, en un interesante personaje literario, con su aire afrancesado y su envidiable erudición.

Y digo entre otras cosas porque en 1928, asumiendo la identidad de un famoso poeta francés de la época, logró evadir a los sicarios de Machado y escapó por el puerto de La Habana. Y después, en fuga constante, huyó de Europa y de los surrealistas, y en 1959 abandonó su privilegiado puesto en El Nacional de Venezuela para regresar a Cuba y unirse a una empresa quijotesca, con mucho porvenir y sin ninguna garantía.

Años más tarde, como el resto de los mortales, Carpentier murió en París (todos morimos en París), y al igual que Borges y que muchos otros se convirtió en una especie de fantasma nórdico. Nunca le concedieron el Nobel. No tuvo la suerte de Vargas Llosa, quien sigue siendo un monstruo literario y el mayor innovador de las técnicas narrativas en el siglo XX hispanoamericano, pero no es para nada un personaje atractivo. Es más bien un arquetipo decadente. Un sujeto que tuerce las circunstancias y que aprovecha cualquier tribuna para denostar a la izquierda del continente. Y para repetir una y otra vez las mismas ideas. Y para colmo una vez se postuló a la presidencia de Perú, dato que no es exactamente motivo de orgullo en un escritor.

Llegado a este punto alguien pudiera sospechar que hubo un desvío del tema, un anzuelo mordido. Pero no, solo ha sido un monólogo interior, o casi. Más exacto sería una conversación con el auditorio, con la feria y los lectores furibundos que cada cual lleva adentro. Una extensa introspección a lo largo de los puntos de venta, entre presentaciones, coloquios y premiaciones literarias.

Pudiera argumentarse que el periodismo no admite el flujo de conciencia, o algo semejante. Y es cierto, el periodismo, tan factual, no admite parlamentos confusos, desdoblamientos, pero a estas alturas del relato ya no tiene remedio, y el sol cobarde se ha marchado, y la tarde cae con sus mantos grises.

Es febrero. Feria del Libro. La Cabaña. Entre el bulto movedizo de personas, ando a la caza de un libro de Ángel Escobar. No lo encuentro. Lo leí una vez, pero no aparece. Entonces me distraigo y pienso: sería idóneo que vendieran La ciudad y los perros y Conversación en la Catedral. Sería idóneo que lanzaran una edición pirata de Tres tristes tigres. Esas cuestiones que se reúnen y danzan por su justo peso bajo la luz áurea de la posteridad.

Repaso títulos que no compro y leo el nombre de autores que no fijo. Qué triste la vida de los escritores. Qué combate mortal y desgastante contra enemigos invisibles. Luchan y se debaten con sus angustias, y después viene el tiempo con su garra implacable y su rostro de niño risueño y devasta cualquier esfuerzo y salva solamente a unos pocos. Y es muy probable que con el paso de los siglos Voltaire quede como contemporáneo de Faulkner. O que se hable de Gustave Kafka y de Franz Flaubert.

Por lo que no queda otra alternativa que burlarse de la inmortalidad, confiar en que existe otra puerta, un destino que se vislumbra por instantes, oculto detrás de los sucesos, para caer de plano en el abismo que tiende la ficción. En la inexacta dimensión de la literatura. Donde uno puede intuir, de acuerdo a las preferencias, la verdadera similitud de las personas.

Los que leen a Montaigne y a Alfonso Reyes se asemejan, son amigos, aunque presencialmente no coincidan ni lleguen a intercambiar nunca palmadas sobre el hombro. Los que leen a Novás y a Kavafis, lo mismo. O a Capote y a Rodolfo Walsh. O a Saramago y a Felisberto Hernández. Y así funciona el tránsito, en pareja, en ese orden que no es fortuito ni causal, hasta llegar al límite del trayecto, donde se evidencia que aquellos que han leído todo se parecen demasiado a los que no han leído nada.

Y me pregunto: a quiénes se parecerán los lectores de Ángel Escobar. Seguramente a los lectores de Julián del Casal y de César Vallejo. Aunque quizás no haya existido un escritor con el nombre de Julián del Casal. Ni mucho menos César Vallejo. Y quizás el poeta más doloroso e intenso de las últimas décadas sea el verdadero engendro de la literatura cubana. Un negro inédito y esquizofrénico que se suicida. Un libro que yo nunca he leído y que me estoy imaginando, sentado en uno de estos quicios duros, recostado a uno de estas paredes coloniales, mientras veo a las personas reunirse en torno al tradicional espectáculo de cada noche.

Esperan impacientes, y solo puedo meditar en las páginas que somos, en los diálogos, las descripciones y los puntos de giros que representamos en un texto mayor, en un texto que quizás sea, en la enciclopedia de la Historia, una línea borrosa, un párrafo incoherente, ajeno por completo al capítulo en cuestión.

Pregunto la hora. Las nueve de la noche, me dice una señora con cara de contenta. Una señora que ha comprado libros infantiles, seguramente para el nieto que la espera en casa. O para ella misma. Nunca sabremos.

El público está en vilo. Mañana regresarán. Se escucha un cañonazo, un estrépito seco, un estruendo de luz. En el olvido de quién nos habremos hecho costumbre. Qué hombre será la bala que ahora está cayendo a la bahía.