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El trueque maldito de lo popular

Ciudad Paraiso, novela brasileña de turno

Ciudad Paraíso, novela brasileña de turno

Hace apenas veinte días -tal vez un poco más, tal vez menos- concluyó la última de las legendarias telenovelas brasileñas. Y yo -espectador iluso- creí que ya podía respirar feliz, que ya podía sentarme sin miedo en el sillón carmelita de la sala de mi casa. Pero ahora, en los primeros meses del 2011, comenzamos otro largo, sinuoso camino. Ciudad Paraíso es el último regalo de la cadena O´Globo. Un producto que más bien parece otra cosa: trompetilla del capitalismo, gorda en pelotas a la luz de la luna.

Quizás me equivoqué, pero más adelante aparecerá algún crítico reconocido, y con soberbio equilibrio y extrema benevolencia evaluará lo positivo y lo negativo, la fotografía, las actuaciones, el suspenso, los ganchos dramáticos, los zapatos azules y la intertextualidad medieval.

Todo eso está muy bien, pero yo, inexperto televidente, me atrevo a asegurar, si analizo la línea de descenso, que esta novela, con sus diablos y sus santos y su plagio del plagio del plagio de Romeo y Julieta, estará infinitamente peor. Y esto cuando ya pensaba que era imposible, cuando me dije: ahora sí; ahora, inevitablemente, vendrá un ascenso. Pero no, las novelas brasileñas tocan fondo y siguen cavando.

Aunque, como es natural, este tipo de productos en serie tiene sus ventajas. Te acomodas, disfrutas el último capítulo y ya sabes de qué fue, lo entiendes todo. Al menos no exige, como ciertas novelas de Joyce, una concentración extrema, un total aislamiento del mundo. Incluso, no es necesario tomar asiento ni nada por el estilo. Usted puede hacer el amor (siempre que no se demore demasiado), ir cocinando, planchar, atender a sus hijos, tomarse un café, y darle de vez en cuando una vuelta al televisor. No se habrá perdido nada, salvo dos o tres preciosas vistas. Bastan quince minutos y uno se implica con las tramas y subtramas. Con las infidelidades y los muertos y los desequilibrados de la novela.

Contrario a lo que parece, a mí me satisfacen. Porque hay que entender: el entretenimiento es primordial en un país con una realidad tan dura y compleja. Y claro está, el horario de la novela es para desconectar. En eso coincidimos. Nada de arte. O de decencia.

En lo que sí no coincidimos es en los recurrentes trucos, en los árboles genealógicos, en el desprendimiento filial de los brasileños. Ahí nadie sabe quién es hijo de quién, ni cuál es el heredero, y la mayoría se parecen, y cualquiera educa a cualquiera, y todos somos de todos y nadie es de nadie. Entonces, lógicamente, la gente se confunde. Se enamoran de los hermanos, besan a los primos, vacilan a las tías abuelas.

Por otra parte, me agrada la inverosimilitud de algunos pasajes. A excepción de Edipo Rey, yo no he leído ningún clásico griego. Pero alguien me dijo que Eurípides se burla en sus tragedias de las evidentes incongruencias en el desarrollo de ciertos mitos antiguos. Obviamente, yo no soy Eurípides, pero ni La Favorita ni Ciudad Paraíso son Orestes, por lo que puedo mofarme con plena libertad de las fantasías que O´Globo le vende al mundo, donde cada cual tiene su estilo, y si trabajas mucho labras una fortuna, y las luces y los carros y la felicidad postmortem.

No le encuentro la adición provechosa, el justo mérito a las recientes novelas brasileñas, en un país donde afloran los debates, y se lucha por el desarrollo cultural, y por la participación activa de las masas; para entonces, de golpe, llenarnos la cabeza con esas mercancías pavorosas, de dos, tres y cuatro finales que ya la gente conoce de memoria. Las encuestas dirán otra cosa, dirán que las novelas gustan y se prefieren. Pero el gusto es volátil, cuestión de enseñanza, de tradición, algo que martille durante treinta años termina por gustar. Aunque estos últimos productos no son martillos. Son garrotes.

Ahí ni siquiera llegan algunos melodramas nacionales. Melodramas que, a lo sumo, son ingenuos, distantes, dóciles, pero nunca tan dañinos, aunque sí desesperantes. Y me cuestiono lo siguiente: por qué las críticas a los seriales foráneos son tan indulgentes, y a veces aparecen así, sin más, como caídos de Marte, artículos contra novelas cubanas que sin ser, ni mucho menos, dechados de virtudes, tocan puntos neurálgicos de la sociedad, dialogan con determinados conflictos, y tienden al mejoramiento humano, más allá de los fantasmas con arrugas y de la invisibilidad y las arrugas de la edición.

Quizás esto forme parte del intercambio cultural entre los pueblos latinoamericanos, y es muy probable que O´Globo, el cuarto conglomerado de medios de comunicación a nivel mundial, nos siga proponiendo de buena fe sus productos en serie, sus jodidos negocios, y cuando ni yo ni este artículo existamos, la novela brasileña existirá, y cuando mi generación muera, mis hijos y los hijos de mis hijos seguirán disfrutando de más Favoritas y Ciudades Paraísos, y cuando Cuba no sea más que un verso de Lezama, una frase de Martí, un empaste de Portocarrero, un acorde de Brouwer, un parlamento de Memorias del subdesarrollo, en fin, un utópico y diminuto testamento, el espacio de la novela seguirá en pie. Viajará por la galaxia, y regará su estela sobre la noche insular, en busca de otra tierra lejana y solitaria.

Lo confieso: tengo temor a que un día, por alguna terrible casualidad, desaparezcan las novelas brasileñas. Y tengo temor a que la burocracia sin rostro proponga para ese entonces, en nombre de la identidad continental, y otros asuntos de vital importancia, el excelso arte de las novelas mexicanas.