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La extraña elegía de La Habana

Inicio de inundaciones costeras, en el litoral norte de Ciudad de La Habana, el 13 de diciembre de 2010 AIN FOTO/Marcelino VAZQUEZ HERNANDEZ/are

Inicio de inundaciones costeras, en el litoral norte de Ciudad de La Habana, el 13 de diciembre de 2010 AIN FOTO/Marcelino VAZQUEZ HERNANDEZ/are

Carlos Manuel Álvarez, estudiante de Periodismo

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La Habana es una ciudad lúdica. A mí no me gusta la palabra lúdica, pero La Habana, sí. Y es cierto: en La Habana nada parece tener mayor importancia. Todo entra en el plano de lo concebible, o de lo irremediable. Es una ciudad absorbida por la nostalgia. Por una nostalgia infantil, sin causa, sin memoria. Por una melancolía que no quiere que la sufran, que rápido migra a la alegría de la risa, a lo apócrifo de lo factual.

Las personas depositan en las cosas aquello que tiende a la tristeza. No debe haber ciudad en el mundo con tanto abismo entre sus habitantes y sus lugares. El Malecón es congoja; el Capitolio, inmensidad; La Habana Vieja, tiempo; el Vedado, engaño; el Morro, desolación; y los habaneros...

Los habaneros, definitivamente, son música. Cualquier música, cualquier melodía, hasta la melodía del silencio es propia de la vorágine de estas calles, de los edificios, de las aceras. Y de ahí se desprende, por supuesto, aquello que apuntaba Alejo: el estilo sin estilo, lo singular, lo ecléctico mesurado de la Habana. Capital dúctil, influenciable, movediza. Catedral del mestizaje; desconoce lo ajeno, lo insalvable.

La magia persiste en esta Isla. Lo mágico se aferra a la realidad de este país como un muerto toma la mano de lo eterno.

No he visto en La Habana nada extraordinario, hoy algo difícilmente nos sorprenda. Hace falta una enorme abstracción, un alejamiento desgastante para observar con frialdad el delirio ordinario, la maravilla corrompida de los hechos, el lenguaje del azar.

Esto tiene sus sorpresas. A saber: Descemer Bueno. Los Industriales. Los frentes fríos de diciembre. Los Van Van. Tres tristes tigres. Los bares ocultos de Centro Habana. La calle Paula. El largo trecho de mar nocturno.

Y aquí, trepado encima de un P-2, en el vientre mutante de uno de esos ómnibus rojos, presa del sudor, de la asfixia propia de las multitudes, de la vida en su luminosa semilla; entre los alaridos de presuntos borrachos, el murmullo de señoras, los bocinazos del chofer, y el monólogo de algún loco, descubrí la dimensión exacta de Serrat y el dolor impalpable y legendario que provoca Elegía.

Joan Manuel Serrat: el hijo del Mediterráneo. Su voz de nido migratorio, y su música, la música poderosa -poderosa por frágil- compuesta para el poema absolutamente brutal de un poeta de Orihuela.

Bicitaxi. Foto: Kaloian

Bicitaxi. Foto: Kaloian

2

Miguel Hernández era un patriota. A mí no me gusta la palabra patriota, pero Miguel Hernández, sí. O mejor: a mí no me complace el uso recurrente, la prostitución panfletaria del patriotismo. Ni me complace que Miguel Hernández haya muerto en la sombra de la cárcel con apenas 31 años, o sea, con nada en el centro de la nada.

Yo lo leí de muchacho en un  pueblito de provincia. Lo leí sin saber cómo ni por qué, sentado en las escaleras de un edificio, después de un juego de pelota con los amigos de la infancia. Y supe que se quedaría intacto en el útero de la memoria: Antonio Pacheco y Maradona; la marcha triunfal de Aida y Lágrimas negras; Mark Twain y Miguel Hernández. El deporte, la música, la literatura... y la poesía.

Miguel Hernández es poeta-poeta. Tiene vida de bardo. Siempre en las lindes del tropo. Se confunden las letras con el hombre y el hombre con el símbolo. No es que él sea exclusivamente la poesía, ya sabemos que la poesía son muchas cosas, entre ellas un camino curvo, la desmemoria, y también un niño pastor de cabras.

Lo imagino. Imagino a un niño delgado y tímido, con un palo o con algo en la mano frágil, ligero, pastoreando en silencio, o casi. Inmerso en el más escurridizo de los murmullos, con el oído pegado al vientre de las cabras. Lo veo entre los campos fértiles, entre las huertas famosas repletas de frutos, como otro hijo de la tierra: milenario, errante.

Y de ahí, de la orilla del río Segura, a Madrid, y de Madrid a la guerra, al estruendo de la muerte, de las minorías justas, y luego, en imagen final, lo veo descansar en el fondo de un calabozo, recogido en forma de bulto, tragado por lo oscuro, en fin: solo con la esperanza. Solo Miguel Hernández y la Nana de las cebollas. Debió ser así, como lo pienso -con demasiada luz-, como ciertos soles enjaulados del surrealismo.

Foto: Alejandro Ernesto, EFE

Foto: Alejandro Ernesto, EFE

3

Hay tres cosas antológicas en Serrat: Pueblo blanco, los poemas musicalizados de Antonio Machado, y el pulso melódico de Elegía. Esta es otra dimensión del poema dedicado a Ramón Sijé. Una nostalgia de abejas, "un manotazo duro", "un golpe helado", interminable, que llega a mi país -vendaval de vísceras- tantas muertes y nacimientos después.

Debo confesarlo: yo amo ese conjunto de todas las maneras, en todas las circunstancias, con la pureza blanda que uno siempre reserva para la soledad. Yo amo el poema y la canción, y creo que obras como estas deben tener repercusión sobre la tierra, alguna influencia en el orden de las cosas, no pueden ser solo un "gran" poema y una "gran" canción.

Y no sé, desconozco la causa, pero creo que La Habana, a pesar de todo su calor y su gracia y sus colores, muestra en su rostro la desgarradura, la tristeza magnífica de Elegía. Siempre llevada a la tradición de la ciudad, a su inocente angustia. Es así: cosas demasiado ocultas se tienden la mano sobre el tiempo.

En el P-2, en el vientre mutante de uno de esos ómnibus rojos, entre los alaridos de presuntos borrachos, el murmullo de señoras, y el monólogo de algún loco, se deja oír el golpe débil: "En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, a quien tanto quería...", y los borrachos se callan, las señoras se miran, el loco se sorprende, y esta escena no es el símbolo ni lo increíble, esta escena... es lo ordinario.

En el concierto de Silvio Rodríguez en la Güinera. Foto: Iván Soca

En el concierto de Silvio Rodríguez en la Güinera. Foto: Iván Soca

4

He ido develando ciertas razones de aquella lectura -no tan azarosa- en las escaleras de un edificio de provincia. Razones que me bordean. Pueden ser dos, a lo sumo tres. Pero todas de vital importancia, de insoslayable veracidad:

Primero: Miguel Hernández nació un 30 de octubre. Mi madre también.

Segundo: Hay una foto del poeta donde aparece con los ojos claros, redondos, limpios; la frente ancha; de piel mestiza. Y yo sé -no dejo de figurármelo- que Miguel Hernández es la muerta estampa de mi padre.

Tercero: En Elegía se lee: "Tanto dolor se agrupa en mi costado, que por doler me duele hasta el aliento." Ignoro donde le quedará el costado, quizás ni lo tenga, pero ese dolor que invade hasta el aliento es la piel femenina, lo legendario de sus luces, la pálida melancolía de La Habana.

Uno de los nuevos autobuses articulados que reemplazaron a los vetustos "camellos" en La Habana. Los modernos buses comparten las calles con viejos autos de los año 50. (AP Photo/Javier Galeano)

Uno de los nuevos autobuses articulados que reemplazaron a los vetustos "camellos" en La Habana. Los modernos buses comparten las calles con viejos autos de los año 50. (AP Photo/Javier Galeano)