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Haití, vergüenza y acicate

Entornos locales aparte, la naturaleza en el planeta es la misma para todos; lo diferente son las tragedias a que puede dar lugar. Lo primero es resultado de la historia natural, de la evolución que precedió a la existencia humana y que transcurre independientemente de la voluntad; mientras lo segundo se deriva de procesos históricos y de circunstancias que determinan la vulnerabilidad social.

No existen razones naturales capaces de explicar al hecho de  que tras diez mil años de civilización unos países sean inmensamente ricos y la mayoría ofensivamente pobres; unos puedan derrocharlo todo y otros carezcan de lo más elemental, incluyendo abrigos, cobijas y comida; tampoco son la causa de que unos estados sean solventes para atender las necesidades de su población mientras los del Tercer Mundo son incapaces de cubrir los mínimos imprescindibles.

Si bien, ciertos recursos naturales están desigualmente repartidos y unos climas son más benignos que otros, se trata de circunstancias secundarias  que no explican tales contrastes. Obviamente Suiza no está mejor dotada por la naturaleza que Brasil, Gran Bretaña no es más rica que Venezuela o Angola y el clima de Noruega no determina su posición económica y social respecto a Sudáfrica. Las causas de la pobreza y el subdesarrollo no son naturales sino sociales, principalmente políticas.

El medio natural no es a la sociedad lo que un recipiente, pasivo respecto a un contenido; sino que recuerda a una criatura que interactúa y dialoga con otras y participa en la búsqueda de soluciones para necesidades mutuas. La humanidad son los humanos, el medio en que viven y las circunstancias creadas por ellos mismos. Las ideas de que la naturaleza es algo que se explota, una entidad que abriga fuerzas demoníacas o que los humanos son los amos y señores de la creación, son primitivas y son profundamente erróneas.

La vulnerabilidad frente a impresionantes fuerzas naturales y la capacidad para prevalecer frente a ellas, fue el principal motor del progreso. El hombre no se adaptó pasivamente al medio sino que interactuó con la naturaleza y encontró en ella los recursos para satisfacer todas sus necesidades, proceso en el cual nació la más decisiva y sublime de las capacidades humanas: el trabajo y las habilidades para crear herramientas. En esa compleja relación se perfiló la condición humana, floreció la cultura, se constituyó la espiritualidad y nacieron la ciencia y la conciencia.

En cualquier caso, para sostenerse sobre pilares firmes y seguros, la humanidad necesitó de bases materiales y espirituales, de bienes y de dioses, de verdades y de mitos. Reconciliada con el entorno y reconociéndose a sí misma como entidad natural, sabia y tolerante, positivista y mística, la especie humana se mejora ella misma y alcanza su total realización cuando logra instalar climas de equidad y justicia social. Que haya lluvia o frio no depende del hombre, cuyas relaciones determinan que existan cobijas, abrigos, viviendas y alimentos para todos.

Lo que resulta realmente estremecedor es que a diez mil años de civilización, la humanidad no haya encontrado las fórmulas para convivir. Lo peor del mundo de hoy no son los terremotos o las lluvias torrenciales, sino la injusticia social, la pobreza y la incapacidad para reaccionar frente a eventos de elevado perfil.

Ojalá el terrible terremoto que ha asolado a Haití sirva de acicate para comprender que no se trata sólo de debatir en abstracto sobre la preservación del medio natural, sino de asumir que la especie humana está en peligro, no sólo porque la alteración de delicados equilibrios puede e inducir a catástrofes "naturales" de lo cual la modificación del clima es un ejemplo, sino por la incapacidad para encontrar fórmulas de convivencia que supriman factores sociales no menos catastróficos, especialmente el subdesarrollo y la pobreza.

Se da por probado y es ciencia constituida, la certeza de que el equilibro natural necesita tanto de los hielos árticos como del magma de los volcanes, de los bosques tropicales y subtropicales, de los vientos y de las lluvias, incluso de los climas secos, los áridos desiertos, los humedales y las marismas. La tierra sobra todavía para arar y cultivar los alimentos que la humanidad necesita, hay suficiente agua dulce para beber, irrigar y disfrutar y no hay ningún problema creado por el hombre que el hombre mismo no sea capaz de resolver.

La búsqueda de la armonía con la naturaleza no radica en preservar su virginidad, sino en interactuar con ella de un modo civilizado. La humanidad necesita del petróleo y del carbón de los minerales que yacen en el subsuelo y del agua de los ríos, la visión perfecta del porvenir no es la de un hombre hambriento y en harapos en un vergel, sino la de comunidades felices que no sólo heredaron un mundo sino que son capaces de recrearlo.

El proceso civilizatorio no fue perfecto o al menos todavía no ha sido posible explicar porque criaturas dotadas de inmenso talento y profunda sensibilidad pudieron albergar sentimientos tan mezquinos como los que dan lugar a la codicia desenfrenada, al odio visceral, a las ideas de la superioridad, al racismo y al egoísmo. No obstante, aquellos defectos de génesis no impiden a la humanidad comprender que es preciso rectificar. Lo que falta hoy no es la conciencia de que es urgente cambiar, sino la voluntad política para hacerlo.

Al meditar sobre lo ocurrido en Haití se siente más vergüenza que pena. Todavía la ciencia no ha logrado prever eventos semejantes pero los gobernantes y los estadistas podrían impedir que la desdicha asumiera proporciones tan lacerantes. El drama de Haití da lugar a la compasión pero también a la ira. No obstante, ninguno de esos sentimientos aportará las soluciones que sólo pueden provenir de la avenencia y de la cooperación.

Haití, toda África y los países pobres, los niños hambrientos y los ancianos desvalidos que son ahora una vergüenza, pudieran ser también un acicate. Los grandes hombres y los líderes tienen la palabra. Bienaventurados los que vivan para verlos actuar con sentido de sus responsabilidades históricas.