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Duro de matar

Una ruta clausurada

Hace casi medio siglo, cuando en las ciencias sociales del época, incluyendo por supuesto la economía, prevalecían sin contrapeso las teorías de la modernización y la de las "etapas del desarrollo económico", popularizadas por Walter W. Rostow en su famoso "manifiesto no-comunista", apareció un libro de Karl de Schweinitz en el que planteaba una tesis radical, totalmente a contracorriente del consenso dominante de su tiempo. La tesis decía, sintéticamente, que en lo concerniente al establecimiento de una democracia liberal el camino recorrido por Estados Unidos y los países más avanzados de Europa ya no podía ser recorrido nuevamente. Si bien su pronóstico sobre la industrialización era un poco menos pesimista, entre líneas el mensaje era claro: el mundo de la periferia difícilmente accedería a los logros de las potencias metropolitanas. Refiriéndose especialmente al caso de la democracia su diagnóstico es terminante: "el desarrollo de la democracia en el siglo diecinueve fue el resultado de una inusual configuración de circunstancias históricas que no pueden repetirse. La ruta "euro-norteamericana" hacia la democracia está clausurada." (de Schweinitz, pp. 10-11)

Críticas al pensamiento convencional

Por supuesto, el libro de de Schweinitz -riguroso, documentado, persuasivo- fue olímpicamente ignorado por la academia, los intelectuales "bienpensantes" y los medios de comunicación de masas. El gran público ni se enteró, y en el mundo de la periferia las pesimistas ideas de nuestro autor, que contradecían abiertamente las rosadas expectativas cultivadas por la Alianza para el Progreso, fueron totalmente desconocidas. Estamos hablando de 1964; eran las épocas en que la alternativa a la teoría de la modernización y las etapas del desarrollo económico eran o bien la crítica de la CEPAL, sobre todo la planteada por Raúl Prebisch, o bien la naciente elaboración de los teóricos de la dependencia que comenzaba a resonar con creciente fuerza en América Latina estimulados por la radicalidad de los plantamientos de André Gunder Frank en su libro sobre el desarrollo del subdesarrollo en Brasil y Chile.

Fuera del mundo académico la Segunda Declaración de La Habana y el discurso del Che en Punta del Este habían planteado con total claridad los límites infranqueables del desarrollo capitalista en la periferia. Pero su impacto en el debate de las ciencias sociales tomaría todavía un tiempo antes de convertirse en referencias insoslayables del nuevo pensamiento crítico latinoamericano.  El libro de Rostow, cuyo título completo era Las etapas del crecimiento económico y cuyo subtítulo, privado de toda sutileza era Un manifiesto no comunista había sido publicado en inglés en 1960 y al año siguiente se traducía al español por el  Fondo de Cultura Económica, ejerciendo una influencia arrolladora sobre las ciencias sociales latinoamericanas de aquellos años y, ni hablar, de los gobiernos y expertos en el área económica.[i] La idea básica del argumento rostowiano era que había un solo proceso de desarrollo y que éste era lineal, acumulativo e igual para todos los países. La palabra "capitalismo" había sido cuidadosamente desterrada del texto, con el obvio propósito de reforzar la naturalización de este modo de producción: al describir sus leyes de desarrollo el supuesto era que toda economía debía enfrentarse a una serie de imperativos técnicos, no políticos, y que por lo tanto había un solo modo de enfrentar los problemas económicos y que este modo estaba dictado por cuestiones técnicas que no admitían transgresión alguna. El proceso de desarrollo capitalista -con sus luchas, despojos y saqueos, que lo hacen llegar al mundo "chorreando sangre y barro por todos sus poros", como dijera Marx en El Capital- es así sublimado y descontextualizado hasta llegar a convertirse en un despliegue ahistórico de potencialidades presentes en cada una de las formaciones sociales del planeta. Por eso, para esta tradición de pensamiento los países hoy desarrollados fueron, en un tiempo no demasiado remoto, naciones pobres y subdesarrolladas. Este razonamiento se asentaba sobre dos falsos supuestos: primero, que las sociedades localizadas en ambos extremos del continuo compartían la misma naturaleza y eran, en lo esencial, lo mismo. Sus diferencias, cuando existían, eran de grado, como luego dirían Hardt y Negri, lo cual era -y es- a todas luces falso. Segundo supuesto: la organización de los mercados internacionales carecía de asimetrías estructurales que pudieran afectar las chances de desarrollo de las naciones de la periferia. Para autores como los arriba mencionados, términos tales como "dependencia" o "imperialismo" no servían para describir las realidades del sistema y eran antes que nada un tributo a enfoques políticos, y por lo tanto no científicos, con los cuales se pretendía comprender los problemas del desarrollo económico. En consecuencia, los llamados "obstáculos" al desarrollo no tenían fundamentos estructurales, sino que eran el producto de torpes decisiones políticas, de elecciones desafortunadas de los gobernantes o de factores inerciales fácilmente removibles. Las implicaciones conservadoras de este razonamiento, que descartaba apriorísticamente cualquier otra forma de organización económica alternativa al capitalismo, son tan evidentes que no requieren de ninguna demostración más allá de su sola enunciación. Como se ve, el "pensamiento único" no es tan novedoso como se supone. Y su impacto sobre el pensamiento supuestamente contestatario fue tan deletéreo ayer como hoy.[ii]

Derrumbe de la ortodoxia

En la década de los sesentas el influjo ideológico de estas corrientes se desvanece considerablemente: la consolidación de la revolución cubana y su definición socialista luego de Playa Girón; al ascenso del movimiento popular en toda América Latina; el auge de la lucha de clases en Europa, que culminaría con los grandes movimientos de 1968; los impetuosos movimientos en favor de los derechos civiles en los Estados Unidos, y la reafirmación de los movimientos de liberación nacional en el Tercer Mundo, a todo lo cual se agregaría, poco después, el demoledor impacto de la Guerra de Vietnam, hace saltar por los aires el laborioso andamiaje construido por las ciencias sociales norteamericanas desde finales de la segunda guerra mundial. El colapso teórico de la teorización rostowiana tiene su correlato en la sociología en el derrumbe de la sociología parsoniana y la crisis de las teorías de la modernización. En América Latina esta crisis teórica se acentúa por la presencia de la Revolución Cubana y el progresivo deterioro de la situación económica, social y política de los países de mayor desarrollo capitalista una vez agotado el ciclo de la industrialización sustitutiva, lo que promovió el auge de las diversas corrientes de la teoría de la dependencia. En sus distintas variantes, que van desde la obra de André Gunder Frank, Ruy Mauro Marini y Theotonio dos Santos hasta Fernando H. Cardoso y Enzo Faletto, pasando por Aníbal Quijano, Agustín Cueva y tantos otros, la teorización de la dependencia tenía como rasgos unificadores la crucial relevancia asignada al carácter histórico del desarrollo capitalista, el papel de la inserción de los diversos países en el mercado mundial y la importancia de la problemática política y estatal. A mediados de los setentas la crisis política generalizada en la región, emblematizada por la violenta liquidación de la "vía chilena al socialismo" liderada por Salvador Allende y la Unidad Popular, del experimento radical democrático de Juan José Torres y la Asamblea Popular en Bolivia, el termidor sufrido por la revolución peruana con el desplazamiento de Velasco Alvarado, y el sangriento desenlace del retorno del peronismo en la Argentina precipitó un nuevo cambio en el paradigma dominante. En este caso se trató mucho menos de una derrota en el plano de las ideas que de las consecuencias del período más ferozmente represivo conocido por la América Latina contemporánea, lo que implicó que muchos de los teóricos de la dependencia y sus seguidores conocieran el exilio, la cárcel y, en no pocos casos, la muerte.

No viene al caso ahora examinar las contribuciones de estos últimos, bien conocidas en nuestra región. Nos interesa más el caso de de Schweinitz porque se trata de un pensamiento crítico que surge, como una anomalía, en el enrarecido ambiente de la academia norteamericana. Nuestro autor era por entonces profesor de la Northwestern University, una universidad de elite radicada nada menos que en Chicago, y su desafío a la ortodoxia le valió como respuesta el "ninguneo" de sus colegas, que consideraron a sus tesis demasiado excéntricas como para siquiera merecer un comentario crítico.

La "centro-izquierda" latinoamericana y su apuesta al desarrollo del capitalismo

Si hemos traído a colación el caso de de Schweinitz es porque con las ventajas que nos ofrece una perspectiva teórica más amplia podemos comprobar que su pesimismo no fue tal, sino una realista constatación de los límites con que se enfrentaba el proceso de desarrollo capitalista que coincidía con los diagnósticos efectuados desde la tradición marxista. Este diagnóstico es tanto más necesario en la actualidad cuando asistimos, en América Latina, a la proliferación de una serie de gobiernos que proclaman su aspiración de avanzar en la dirección de un desarrollo capitalista para, según ellos, alcanzar los niveles que exhiben los países metropolitanos. En este sentido, los gobiernos de la llamada "centro-izquierda" se han llevado todas las palmas. Su fidelidad con las orientaciones generales del Consenso de Washington, fidelidad que no es puesta en cuestión por su retórica "progresista" -estentórea, a veces, como en el caso argentino; aflautada, en otros, como en los casos de Brasil, Chile  y Uruguay- les hace creer que si persisten en las políticas ortodoxas algún día, más pronto que tarde, llegarán a ser países como los europeos o los Estados Unidos. Desde su tumba el bueno de de Schweinitz seguramente sonreirá burlonamente ante tamaño desatino. Y, si pudiera regresar al reino de los vivos, seguramente que les preguntaría a los voceros de esos gobiernos acerca de las razones por las cuales hace casi un siglo que países como la Argentina y Brasil siguen siendo los depositarios de un luminoso futuro capitalista que nunca se concreta y que, al contrario, se aleja cada día más, perpetuando su condición de "países del futuro." Antes de la Gran Depresión de 1929 el pensamiento convencional de las ciencias sociales auguraba para la Argentina un futuro esplendoroso. Y lo mismo ocurriría con Brasil luego de la Segunda Guerra Mundial, en donde su alianza con los Estados Unidos y el envío de sus tropas a colaborar en la empresa bélica en los campos europeos supuestamente le abriría de par en par las puertas de la colaboración norteamericana lo que garantizaría un rápido acceso, en el plazo de una generación, a los niveles de desarrollo existentes en el Primer Mundo. La construcción, con la ayuda de un crédito del Eximbank avalado por los Estados Unidos, de la planta siderúrgica de Volta Redonda, a comienzos de los cincuenta fue vista por muchos como una clara señal de que el proceso estaba en marcha y era irreversible. Medio siglo después, Argentina y Brasil siguen estando "condenados al éxito", como lo asegura con su inclaudicable optimismo uno de los principales científicos sociales de Brasil, Helio Jaguaribe, pero su realidad económica y social demuestra que lejos de acortar su distancia con los países desarrollados ocurrió exactamente lo contrario. Lo mismo puede decirse del caso mexicano, sin la menor duda. Y si algo hizo el TLC inaugurado el 1º de Enero de 1994 fue profundizar el hiato que separa a la economía mexicana de las de Estados Unidos y Canadá.

Pese a esta abrumadora evidencia el discurso del desarrollo capitalista nacional y su premisa, la existencia de una burguesía nacional, sigue ejerciendo un singular atractivo en la dirigencia "progresista" latinoamericana, a punto tal que en fechas recientes llamó la atención de un distinguido estudioso marxista, Vivek Chibber, quien demolió inmisericordemente tales tesis. (Chibber, 2005)  Pero este ascendiente revela los alcances de la victoria ideológica del neoliberalismo en la "batalla de ideas". Si en la segunda mitad de la década de los sesentas toma cuerpo una teorización y una propuesta política en torno a una "vía no capitalista de desarrollo"  que se manifestó de diversas maneras en los distintos países -Salvador Allende y Radomiro Tomic en las elecciones presidenciales chilenas de 1970; el régimen de Velasco Alvarado en el Perú de finales de los sesentas; la tentativa de Juan José Torres en la Bolivia de la Asamblea Popular de 1971, siendo los casos más importantes-  a partir de la contra-ofensiva capitalista lanzada desde mediados de los setentas esa alternativa fue literalmente barrida de la escena. El resultado es que hoy gran parte de la centro-izquierda, producto de aquella derrota en el crucial terreno de las ideas, adhiere al mito del desarrollo capitalista nacional impulsado por una figura espectral, más nostalgia que realidad: la burguesía nacional.

La persistencia de un mito

Veamos algunos ejemplos extraídos de la presente coyuntura. En la Argentina, por ejemplo, el presidente Néstor Kirchner reafirma su decisión de construir un "capitalismo serio", alentando la constitución de una "burguesía nacional" capaz de conducir el proceso hacia el puerto seguro del desarrollo. Esa fue una de sus primeras definiciones, en el discurso inaugural de su mandato, el 25 de Mayo de 2003, ante la Asamblea Legislativa decía que:

"En nuestro proyecto ubicamos en un lugar central la idea de reconstruir un capitalismo nacional que genere las alternativas que permitan reinstalar la movilidad social ascendente. No se trata de cerrarse al mundo, no es un problema de nacionalismo ultramontano, sino de inteligencia, observación y compromiso con la Nación."

Esta orientación habría de acentuarse con el paso de los años, lo que quedó en evidencia en su reciente viaje a la Asamblea General de la ONU, en Nueva York, en el mes de Septiembre de 2006, ocasión en la cual tanto Kirchner como la Senadora Cristina Fernández de Kirchner, su eventual sucesora en la Casa Rosada, dieran muestras de su incondicional adhesión al capitalismo y al mito del desarrollo capitalista nacional. En esa ocasión el presidente aceptó una invitación de la Bolsa de Valores de Nueva York (NYSE) para visitar su sede y disfrutar del dudoso privilegio de tocar la campana que indica el cierre de las operaciones del día. En dicha oportunidad Kirchner dijo, evidenciando un sincero arrepentimiento, que "agradezco el gesto del mercado de invitarnos aquí. La Argentina está volviendo al lugar del que nunca debió haber salido" (Rodríguez Yebra, 2006 a). Lo curioso del caso, es que de hecho la Argentina jamás se había marchado de ese lugar. Por el contrario, siempre estuvo allí, por lo menos desde mediados de la década de los cincuentas: estuvo en su calidad de uno de los países más endeudados del planeta y como presa fácil de todo tipo de operaciones especulativas y de pillaje realizadas desde ese sagrado recinto: desde el doloso "megacanje" de la deuda externa de la época de De la Rúa/Cavallo, hasta las fraudulentas privatizaciones y la apertura indiscriminada de ordenadas por Menem/Cavallo pasando por innumerables tropelías y latrocinios de ese tipo. ¿Ignoraba Kirchner al pronunciar tan desafortunada sentencia que cerca del 95 por ciento de las operaciones que tienen lugar en el sistema financiero internacional -del cual Wall Street es su corazón- son de carácter especulativo, razón por la cual una investigadora como Susan Strange, nada sospechosa de propensiones izquierdistas, bautizó a dicho sistema como un "capitalismo de casino", parasitario e irresponsable, depredador de mercados y naciones, cuya febril búsqueda de lucro no se detiene ante nada o ante nadie sembrando a su paso crisis, destrucción y muertes?  Similares declaraciones expresó bajo el amparo de un organismo como el Council of the Americas, uno de los principales sostenes ideológicos del imperio- despejando cualquier duda que pudiera subsistir sobre la naturaleza de su gobierno: una variedad del "centroizquierda", por momentos vociferante pero siempre inquebrantablemente identificada con la perpetuación del capitalismo en la Argentina y, pese a gestos y retóricas estridentes, cada vez más sometida a los dictados de la Casa Blanca.

Hay que agregar que ya, con anterioridad a esta fecha y en numerosas ocasiones, Kirchner se había referido reiteradamente a la necesidad de implantar en la Argentina un capitalismo "serio", "nacional" e "inteligente", adjetivos éstos que supuestamente obrarían el milagro de convertir a un régimen basado en la explotación del trabajo asalariado en una fraternal comunidad de iguales. Uno de los problemas con que se enfrenta el presidente es que, en la Argentina al menos, el capitalismo nada serio sino, por el contrario, "sonriente", "irresponsable", "de los compinches" (croony capitalism), "trasnacionalizado" y torpe, en vez de inteligente, produjo espléndidos resultados para los capitalistas, con tasas exorbitantes de ganancias y con la consolidación de extraordinarios privilegios que ningún burgués "serio" vería razonable abandonar por más que lo solicitara el primer mandatario. ¿Cómo convencer a quien se encuentra instalado en el diez por ciento más rico de la Argentina -y cuyos ingresos en 2003 eran 56 veces superiores a los del diez por ciento más pobre- que es urgente y necesario pasar a un capitalismo "serio", que evite tan flagrante e intolerante injusticia? Lo más probable es que el capitalista en cuestión considere "poco seria" la preocupación presidencial por la "seriedad" de un capitalismo que produce tan magníficos resultados, recompensando a los empresarios y a los inversores con tan fenomenales ganancias.

Esta explícita voluntad de situar los parámetros fundamentales de la sociedad capitalista fuera de cualquier posible impugnación, no así sus manifestaciones más aberrantes, fueron ratificados en ese mismo viaje en una conferencia dictada en la Universidad de Columbia por la senadora Cristina Fernández de Kirchner. En esa ocasión la esposa del presidente -sin duda, una de sus más autorizadas voceras-  declaró que las políticas del gobierno de Kirchner se sitúan del lado del capitalismo. "¿Qué es el capitalismo?", se preguntó. Su respuesta: lo que hizo caer al muro del Berlín no fue "el poderío de Estados Unidos  sino que el capitalismo es una mejor idea que el comunismo, y si el capitalismo se distingue frente a otras doctrinas es por la idea del consumo". Sus críticas al FMI se apoyan en su inconsistencia en relación al capitalismo, dado que pese a defenderlo en el terreno de las ideas "con sus políticas de ajuste lo primero que hace es restringir el consumo" y, en consecuencia, debilitar el impulso capitalista. (Baron, 2006)

¿Un capitalismo nacional sin burguesía nacional?

Volviendo al discurso inaugural de Kirchner, ¿Qué grado de realismo tiene hoy apostar a un desarrollo capitalista nacional? Pregunta indispensable sobre todo en una formación social como la argentina, en la cual el grado de extranjerización de la economía ha avanzado a ritmo desenfrenado y es uno de los mayores de toda la región. Respuesta: ningún grado de realismo. Es pura fantasía. Raúl Zibechi, en un texto sumamente interesante que desnuda el anacronismo de esta opción, cita una categórica afirmación de Samir Amin diciendo que "ya no hay más una burguesía nacional". afirmación exagerada pero que contiene importantes elementos de verdad. ( Zibechi, p. 1). Exagerada, decimos, porque algunos países de las metrópolis capitalistas todavía se caracterizan por la presencia de ciertos conglomerados empresariales equivalentes a una burguesía nacional si bien diferentes al modelo clásico de esta burguesía tal cual ella aparecía en la segunda mitad del siglo diecinueve y comienzos del veinte. Tal es el caso de Estados Unidos y los principales países europeos. En la entrevista en la cual Amin expone estos puntos de vista afirma que en la "nueva estructura del capitalismo mundial, no hay más lugar para la burguesía nacional. Lo que vemos actualmente es la desaparición de las burguesías nacionales." Y con razón agrega que "el último intento de burguesía nacional que hubo en la Argentina fue Perón. No creo que haya actualmente una burguesía nacional en Argentina. Existe una burguesía compradora que imagina su enriquecimiento, como proyecto, en el marco del capitalismo global tal como es, sin ambición alguna de modificar los términos de este capitalismo." Amin no duda que puedan existir "proyectos de burguesía nacional en los países ex socialistas. Principalmente: Rusia y China … pero no hay un proyecto de burguesía nacional en ningún otro país, sean los países más industrializados como Argentina, Brasil, Egipto e India o países menos industrializados, como los de África subsahariana. ¡Ya no hay más burguesía nacional!. (Roffinelli y Kohan, 2003)

Podría argüirse que, a diferencia de la Argentina, en el caso de Brasil, esta expectativa sobre las potencialidades desarrollistas de la "burguesía nacional" tenían un cierto fundamento.  Después de todo Brasil fue, junto a México, uno de los dos únicos países de América Latina que contó con una pujante "burguesía nacional". En la Argentina un papel relativamente similar lo había desempeñado, entre 1870 y 1930, una clase terrateniente aburguesada íntimamente asociada a una "burguesía compradora" fuertemente anglófila. Pero cuando este proyecto se agotó, con el derrumbe capitalista de 1929,  la "burguesía nacional" que tenía que dar un paso al frente para establecer su hegemonía brilló por su ausencia. Y si bien el peronismo trató de insuflarle los bríos necesarios para cumplir con su supuesta "misión histórica" esa clase se reveló como extraordinariamente débil, carente de visión nacional y para nada dispuesta a luchar contra el imperialismo y sus poderosos aliados locales. Capituló con ignonimia a los pocos años, en 1955, a manos de una alianza oligárquico-clerical que supo movilizar el resentimiento de los vastos sectores medios que se sentían amenazados por las políticas de promoción social impulsadas por el peronismo. Dicha alianza, hay que decirlo, contó con el discreto apoyo del imperialismo norteamericano, que en 1945 se había opuesto frontalmente a Perón. Pero ahora le temía menos a las políticas económicas del peronismo, que a esas alturas ya estaban "alineadas" con las directivas imperiales, que a los eventuales desbordes populares que podrían producirse ante la descomposición del régimen y que podrían tener un desenlace revolucionario.[iii]

En el caso del Brasil, la persistencia de este mito (unido a la necesidad de edulcorar su imagen de sindicalista combativo) impulsó al candidato del PT para las elecciones del 2002, Luiz Inacio "Lula" da Silva a forjar una alianza tan desmovilizadora como anacrónica con un representante de la "burguesía nacional" brasileña, un sector supuestamente identificado con el desarrollo económico y el fortalecimiento del mercado interno, la expansión del empleo y, por esta vía, una cierta redistribución del ingreso. Sin embargo, la presencia del empresario José Alencar no pasó de lo meramente anecdótico: fue durante la primera presidencia de Lula cuando el capital financiero obtuvo las más fabulosas tasas de rentabilidad de toda la historia del Brasil, con el previsible impacto devastador que ello tendría sobre los restos de una "burguesía nacional" que se reveló absolutamente impotente para torcer el rumbo de la política económica ultraneoliberal del ministro Antonio Palocci. En ese sentido, los reiterados lamentos del vicepresidente por las consecuencias de las políticas establecidas por el superministro fueron penosos testimonios de la incapacidad política de una clase que, a pesar de los nostálgicos, ya hacía tiempo que había perdido los atributos que, en el pasado, le posibilitaron ejercer un papel más decoroso en el escenario nacional.

Claro está que los casos de Brasil y México tampoco son idénticos. Tal como lo argumentara hace ya muchos años Agustín Cueva, México fue el único caso de revolución burguesa triunfante en América Latina. Otras tentativas, según Cueva, como Guatemala en 1944 o Bolivia, en 1952, fracasaron en ese intento. La primera ahogada en sangre por la invasión de Castillo Armas, orquestada por la CIA, y la segunda producto de la ferocidad de la reacción termidoriana que puso fin a la insurgencia popular de los mineros y campesinos bolivianos. El caso de México obliga a introducir una distinción que reiteradamente propusiera Lenin para comprender la peculiaridad de las revoluciones burguesas en los capitalismos periféricos: una cosa son las fuerzas motrices de la revolución y otra bien distinta las fuerzas dirigentes de la misma. En México las fuerzas motrices de la Revolución Mexicana fueron el campesinado y, en menor medida, los sectores populares urbanos; pero las fuerzas dirigentes fueron la pequeña burguesía y un incipiente sector burgués que montado sobre la oleada revolucionaria proveniente "desde abajo" liquidó el viejo orden y sentó las bases para un vigoroso desarrollo económico una de cuyas consecuencias sería la creación de una pujante burguesía nacional. En el caso de Brasil, Florestán Fernándes ha señalado que la revolución burguesa asumió más bien las características que Gramsci sintetizara en su concepto de "revolución pasiva", es decir, una tentativa de fundar un orden burgués pero sin un proceso revolucionario que movilizara a las clases y capas subalternas para destruir los cimientos del viejo orden. Revolución burguesa tardía porque comenzó simultáneamente con la rápida transnacionalización del capitalismo que produciría el agotamiento del proyecto de desarrollo capitalista nacional; y débil, además, porque la representación de los intereses "nacionales" de los sectores burgueses -acosados por la dinámica imperialista tanto como por una impetuosa movilización popular- tuvo que descansar en manos de las fuerzas armadas. Esto dio lugar a una suerte de "cesarismo regresivo", para utilizar una vez más una categoría de análisis gramsciano, en donde la burguesía nacional brasileña para reafirmar su predominio tuvo que subordinarse a  -y no sólo hacerse representar por- las fuerzas armadas durante veinte años, con la irremediable distorsión de su lógica de acumulación. La caída del régimen militar puso en evidencia la fragilidad de esta estrategia. [iv]

Lecciones de la historia económica

Las enseñanzas que pueden extraerse de estos ejemplos, sucintamente presentados, son inequívocas. A comienzos del siglo veintiuno tanto Brasil como México -y en mucho mayor medida la Argentina- atestiguan por una parte la acelerada descomposición de la "burguesía nacional"; por la otra, los límites del desarrollo capitalista en la periferia.

En México el período de "desarrollo nacional-burgués" culminó en 1976. Se abrió en ese momento un interregno que se prolongó hasta Agosto de 1982 cuando el default de la deuda externa mexicana precipita la crisis de la deuda en todo el mundo. Comienza entonces un período signado por la progresiva imposición de las políticas neoliberales y, a partir de 1988, en el sexenio de Salinas de Gortari, la capitulación incondicional del PRI y la burguesía mexicana ante el capital norteamericano y el desmantelamiento de casi todas las conquistas de la Revolución Mexicana, línea ésta que habría de continuarse y profundizarse en los gobiernos del PAN que le sucedieron. El triunfo de este partido en las elecciones presidenciales del 2000 y el del candidato de la derecha radical Felipe Calderón, en el 2006 no hicieron sino ratificar en el plano de las estructuras políticas y estatales la creciente subordinación de facto de México a los dictados de Washington y el sometimiento de la cada vez más debilitada "burguesía nacional" a manos del capital extranjero, que -mediante la privatización de las empresas públicas y la absorción de las privadas, amén de la competencia desigual facilitada por la firma del TLC- se ha ido apoderando de casi todos los sectores estratégicos de la economía mexicana que, durante largos años, habían sido el basamento material de lo que en sus épocas de gloria fuera la "burguesía nacional" más poderosa de América Latina.

Un proceso semejante se ha vivido en el Brasil, donde la transnacionalización de su atractivo mercado interno -potencialmente enorme- ha ido desplazando a los viejos sectores burgueses nacionales hacia los márgenes de la vida económica. Las grandes empresas públicas fueron o bien privatizadas tout court o desmanteladas, para su venta por partes, y las políticas de atracción del capital extranjero a cualquier costo, facilitadas por la estructura federal del estado brasileño, impulsó una suicida race to the bottom  de los gobiernos estaduales que ofrecían una escalada sin límites de exenciones tributarias y fiscales a las empresas extranjeras para convencerlas de que se radiquen en su territorio, arrojando por la borda no sólo eventuales ingresos tributarios sino también controles medioambientales y laborales de diverso tipo. La Argentina, por su parte, ostenta el dudoso honor de ser el país con un mayor grado de extranjerización de su economía. En el país rioplatense todo fue malvendido y enajenado durante el fatídico decenio del capitalismo salvaje presidido por Carlos S. Menem.  Bolivia, Chile, Colombia, además de Brasil y México, se las ingeniaron para preservar el control estatal de la riqueza petrolera; en Argentina, en cambio, YPF fue privatizada. Y si México pudo hasta hoy conservar el control público sobre la Comisión Federal de Electricidad, en la Argentina su homóloga fue seccionada en dos partes y privatizada a precio vil. Lo mismo ocurrió con el gas, los teléfonos, la aeronavegación, el agua y un sinfín de empresas que habían sido fundadas con los ahorros de los argentinos y que, en medio de un festival sin precedentes de corruptelas de todo tipo, fueron transferidas a manos extranjeras. En algunos casos, a empresas estatales extranjeras, como lo era Repsol cuando se adueñó de YPF. O, en otros, facilitando que la segunda empresa petrolera argentina, de capitales privados, fuese adquirida por Petrobrás. De ahí que la extranjerización de la economía argentina sea hoy un dato grotesco para un país cuyas empresas públicas fueron, en su mejor momento, puntales del desarrollo nacional cumpliendo importantísimas funciones económicas y sociales que la pusilánime burguesía nacional nunca se preocupó por asumir.

Para resumir: la sucinta enumeración anterior ilustra con elocuencia el proceso de descomposición e irreversible debilitamiento de las burguesías nacionales. En los tres países se verifica el mismo proceso de debilitamiento/descomposición de la burguesía nacional. Nada autoriza a pensar que en las demás economías de América Latina la tendencia histórica se mueva en dirección contraria. Los avances de los diversos TLCs (bilaterales: con Chile, Colombia, Perú; o multilaterales, como los de las economías centroamericanas y República Dominicana) si algo van a hacer es practicar con fruición la eutanasia del empresariado nacional, y concentrar los negocios en manos de los grandes conglomerados norteamericanos que impulsan estos proyectos.

Pero hay además otra cuestión que debe ser considerada: en los casos de Brasil y México, los dos países con las más poderosas burguesías nacionales, el proceso de acumulación que éstas supieron impulsar de ninguna manera posibilitó que estos accedieran al rango de capitalismos desarrollados.[v] México conoció un período de extraordinario crecimiento económico entre 1940 y 1976, "el desarrollo estabilizador", un desempeño económico extraordinario sostenido por un inusualmente prolongado período de tiempo. Y sin embargo, después de tanto esfuerzo lo que se encontró al final del camino no fue el límpido cielo del desarrollo sino la tremenda crisis de 1982 y, luego, la recomposición regresiva y reaccionaria del capitalismo mexicano bajo la égida del capital financiero, las empresas transnacionales y la presión de la Casa Blanca. Por lo tanto, lo que esto demuestra es que pese a las elevadas tasas de crecimiento sostenidas durante treinta y seis años el capitalismo periférico fue incapaz de dar el saldo que le permitiera superar la barrera que separa subdesarrollo de desarrollo. Resultado similar se obtuvo luego de mal llamado "milagro económico" de los militares brasileños, que por algunos años registró tasas elevadas de crecimiento económico. Y otro tanto ocurrió en la Argentina, a comienzos de los noventas y, de modo aún más rotundo en los últimos cuatro años, cuando el país luego de la gran crisis del período 1998-2002 -y que tuvo su climax en las grandes movilizaciones populares de Diciembre de 2001- se embarcó en un período de 47 meses de crecimiento económico ininterrumpido con tasas tan elevadas como las de China y, sin embargo, los problemas crónicos del subdesarrollo, que afectan a Brasil y a México, también se exhiben con singular nitidez en la Argentina: pobreza, exclusión social, desempleo, altas tasas de analfabetismo abierto y funcional, baja productividad media, profundos desequilibrios regionales, debilidad estatal para imponer reglas del juego en la economía, retraso tecnológico, vulnerabilidad externa, fragilidad de las instituciones democráticas (cuando las hay), y mútiples formas de dependencia económica de los centros imperialistas del poder mundial.

En síntesis: en estos tres países hubo crecimiento económico, y en algunos casos el crecimiento, evidentemente con discontinuidades, llegó a ser realmente impresionante. Sin embargo, ninguno dejó de ser un país subdesarrollado y, por eso, al día de hoy exhiben los rasgos que caracterizan tal situación. Hubo una sola excepción, empero: Corea, el único país que en el siglo veinte trascendió las fronteras que separan subdesarrollo de desarrollo. Uno de los pocos, también, que a diferencia de los países de América Latina, jamás aplicó los "buenos consejos" del FMI, el BM y el Consenso de Washington y que, por eso mismo, fue el último en subirse al tren del desarrollo capitalista que se alejara definitivamente de la estación a mediados del siglo veinte. Todos los demás llegaron tarde, y esperar su nuevo paso es un acto nostálgico destinado de antemano al fracaso.

Repensar al socialismo

La conclusión de estas breves reflexiones sobre la historia económica comparada es la siguiente: quien quiera hoy hablar de desarrollo tiene que estar dispuesto a hablar de socialismo. Si no quiere hablar de socialismo debe callar a la hora de hablar del desarrollo económico. La experiencia internacional es taxativa: países considerados "la gran promesa", poseedores de un futuro brillante en el concierto capitalista mundial, se debaten en medio del subdesarrollo, la pobreza y la dependencia un siglo después de aquellos pronósticos tan favorables. Los gobiernos y el público en general tienen que admitir que, como dijera de Schweinitz, esa ruta está clausurada y que es necesario crear una opción nueva. La declaración del Presidente Hugo Chávez Frías en el sentido de que no hay solución para los problemas de América Latina sintetiza adecuadamente el resultado de numerosos estudios e investigaciones que demuestran, más allá de toda duda razonable, que dentro del capitalismo no tenemos solución. Que, si hay una solución, esta se encuentra en el campo del socialismo.

Por lo tanto, su propuesta de avanzar en la construcción del socialismo del siglo veintiuno es una invitación que no podemos desechar. Claro está que, en el terreno económico, se trata de un socialismo que supere la anacrónica antinomia "planificación centralizada o mercado incontrolado" y que, en cambio, abra espacios para la imaginación creadora de los pueblos en la búsqueda de nuevos dispositivos de control popular de los procesos económicos, dotados de la flexibilidad suficiente para responder con rapidez al torrente de innovaciones que en pocos años han cambiado la fisonomía del capitalismo contemporáneo. Un socialismo que potencie la descentralización y la autonomía de las empresas y, al mismo tiempo, la coordinación de las grandes orientaciones de la política económica. Un socialismo que facilite una diversidad de formas de propiedad social, desde empresas cooperativas hasta empresas estatales, pasando por una amplia gama de formas intermedias en donde trabajadores, consumidores y técnicos estatales se combinen de diversa forma para engendrar nuevas relaciones de propiedad pública. Uno de los problemas más serios que tuvo la experiencia soviética, y las que en ellas se inspiraron, fue la de confundir la propiedad pública con la propiedad estatal. Uno de los desafíos más grandes del socialismo del siglo veintiuno será demostrar que existen formas alternativas de control público de la economía distintas al del estatismo del pasado. Pero, es preciso tener en claro que tal como lo dijera en su tiempo Rosa Luxemburgo, el futuro, sobre todo para nosotros, sobrevivientes del holocausto social del neoliberalismo, es el socialismo o, en caso de que no logremos construirlo, la perpetuación y agravamiento de esta barbarie que pone en peligro inminente la sobrevivencia misma de la especie humana.

Quisiera terminar esta presentación recordando unas palabras de Fidel y otras de Mariátegui que, de algún modo, resumen la actitud que debemos tener en la construcción del nuevo socialismo. Un socialismo que no tiene el menor atisbo de eclecticismo y que es radicalmente crítico del capitalismo, concebido como un modo de producción cuya injusticia y carácter predatorio le es inherente y incorregible. Fidel dijo, en reiteradas ocasiones: "cada vez que copiamos nos equivocamos". Sus palabras de hacen eco de aquella vieja invocación de Mariátegui cuando dijo que el "socialismo en América Latina no puede ser calco y copia sino invención heroica de nuestros pueblos."  Es con este predicamento que nuestros pueblos deberán construir el socialismo del siglo veintiuno.

[i] Una explicación sobre este asunto se encuentra en Roffinelli y Kohan, 2003.

[ii] Un ejemplo de nuestros días lo ofrece la obra de Hardt y Negri, Imperio, en la cual se dice que países como Bangladesh y Haití se encuentran al interior del imperio puesto que éste todo lo abarca. Pero, ¿se hallan por eso en una posición comparable a la de los Estados Unidos, Francia, Alemania o Japón? Si bien no son idénticos desde el punto de vista de la producción y circulación capitalistas Hardt y Negri concluyen, asombrosamente que entre "Estados Unidos y Brasil, Gran Bretaña y la India no hay diferencias de naturaleza, sólo diferencias de grado", tesis ésta que suscribiría con entusiasmo el propio Rostow. (Hardt y Negri, p. 307) Como bien recuerda Amin, las periferias del sistema mundial no son tan sólo "formaciones desigualmente desarrolladas" sino que se trata de formaciones sociales interdependientes precisamente en esa desigualdad. Para una crítica sobre la visión radicalmente equivocada y funcional al imperialismo de Hardt y Negri ver Boron, 2002.

[iii] Recordar aquí la visita de Milton Eisenhower a la Argentina, testificando el cambio en las relaciones con los Estados Unidos, luego de que el gobierno peronista admitiera el ingreso de las firmas petroleras norteamericanas y abandonara las políticas heterodoxas utilizadas en el período 1946-1951. Para testimoniar esa reorientación Eisenhower, enviado personal de su hermano Ike, a la sazón presidente de los Estados Unidos, fue condecorado con la medalla de la lealtad peronista, el máximo galardón otorgado por el partido.

[iv] El superministro de las fuerzas armadas brasileñas en ese período no fue otro que Delfím Netto quien, en la actualidad, se cuenta como uno de los principales asesores del Presidente Lula. Este ha repetidamente señalado la excelente vinculación que lo une con el otrora ministro del régimen militar.

[v] Pese a que, bajo fuerte presión de EEUU, la OECD le confirió esa condición a México una vez que firmó el TLC con Estados Unidos y Canadá. Pero se trató de una maniobra propagandística del imperio y nada más. Los 500.000 mexicanos que cada año arriesgan su vida para cruzar la frontera demuestran con elocuencia la falacia de esa calificación.