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Pa’ que los yumas no, pa’ que no digan que nosotros no...

Es mucho este país, viejo, respondo desde La Habana a mi amigo Alberto Sarraín, quien anda por Madrid soñando gozar un partido en la sala de mi casa, botella de ron mediante. Le cuento a propósito de la victoria sobre Dominicana y de esta algarabía del archipiélago entero, acostumbrándose una vez más a la grandeza.

Recordé hoy cuando se trataba de desbloquear la asistencia de Cuba al Clásico Mundial ante la irracionalidad norteamericana, los correos electrónicos que comenzaban a sucederse con valoraciones y esperanzas. No me gustaron algunos que afincaban estas últimas en deserciones o problemas de otros equipos.

Confiaba en lo míos por encima del poder de los otros, pero yo ansiaba ver a todos con el máximo de su fuerza, a pesar del incremento del peligro para Cuba. Empezando por la República Dominicana. Conozco a muchos de esos impresionantes peloteros suyos, los he visto jugar y decidir partidos tremendos. Los siento, en parte, nuestros, como a venezolanos y puertorriqueños, por múltiples querencias que vienen de la tierra y de la historia del Caribe. Me acuerdo, por ejemplo, de los batazos de David Ortiz para darle en 2004 la victoria, ansiada por décadas, a los Medias Rojas del Boston ante los Yankees de Nueva York. Los quisqueyanos representaban como nadie una de las "notas profundas" de este torneo: romper las visiones parciales a las que nos obligan las conocidas Grandes Ligas. Porque, con todo y su mérito, lo cierto es que en la famosa Gran Carpa uno no puede ver países, sino representantes de ellos regados por todo el territorio estadounidense .

Después el team dominicano me fue desilusionando. En la misma medida que iba creciendo la soberbia de presentarse como favoritos y la prepotencia de sus acólitos, yo me iba alejando de ellos. Como muchos en Cuba, me he formado en una aversión casi insconsciente ante el fuerte, el inderrotable, el mandamás de la competencia. Tan es así que entre dos rivales, individuales o colectivos, si no son del patio, me pongo automáticamente del lado más débil. No es pose, sino un extraño deseo de justicia.

También me reventó ver llegar desde allá las opiniones de un amigo, ahora allí anclado, renegando de la pelota con la que creció y gritó, descalificando sin argumentos a Cuba, otorgándole ninguna posibilidad porque aquí, decía, ni se veían las Grandes Ligas. Hoy me permito este mal pensamiento y me pregunto qué podrá estar diciendo ahora cuando hemos hecho trizas la vara con la que pretendió medirnos.

Tampoco me gustó la actitud de los jugadores quisqueyanos en el primer enfrentamiento contra nosotros. Podía advertírseles cierto aire de desprecio: un bate tirado, uno de sus hombres dormitando frente al banco, una risa flirteando con la burla. Cuando se asustaron por la reacción cubana en aquel juego, que entonces no alcanzó, el mentor Manny Acta se pronunció con respeto hacia nuestro béisbol al término del mismo.

Ya dije en una crónica anterior, de análisis de ese encuentro, que Dominicana "aunque cuajado de astros y nombres, lo vi precisamente como una suma de individualidades, menos equipo que un Puerto Rico...". Y hoy demostramos, como antes en el decisivo contra los de Borinquen, que no hay poderosos que nos amilanen. Ni los Colón, ni los Pujols, ni los Ortiz, ni los Beltré.

A los hermanos de Puerto Rico los despedí en estas crónicas con Adalberto Álvarez, sonero con quienes ellos han cantado y bailado. Hoy, rotos todos los mitos, me voy con el gran Juan Formell y sus inigualables Van Van: Pa' que los yumas no, pa' que no digan que nosotros no...