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Por una tierra azul

Cuando en 1961 un ser humano pudo separarse decenas de kilómetros de la superficie del planeta, tuvo ante sí por primera vez el enorme espectáculo del astro todo, de un mundo global o del mundo como un globo, acaso alcanzable, besable, amable. Yuri Gagarin, así llamado el astronauta, cosmonauta diríamos en Cuba, respondió a la pregunta de cómo era nuestra casa con una frase común que se me antoja verso: "la tierra es azul", afirmó.

Si aquel atefacto tecnológico soviético le hubiera facilitado a su tripulante, además de ver la Tierra en el espacio, observarla también en el decurso de su evolución, él hubiera podido divisar todas las migraciones gravitando desde el Cuerno de África y los Grandes Lagos hacia todas las regiones. De haber asistido a ese puente entre el mono y el hombre, habría sido testigo también del comienzo mismo de la globalización, si con ella queremos denominar ese proceso inherente al hombre de audaz exploración, descubrimiento y asentamiento en nuevos territorios y la progresiva interconexión entre ellos.

Desde nuestros antepasados, ese andar ha sido testimonio y metáfora. Lento en algunos periodos, jalonado en otro por adelantos tecnológicos de toda categoría y aventuras que prueban ese afán, aprovechados, unos y otras, en no pocas ocasiones por intereses oscuros o conquistas nefastas. Lo cierto es que nunca ha terminado.

Con una paulatina aceleración, si vale la aparente contradicción, la globalización ha llegado a una verdadera cúspide en las últimas décadas, dotándose de un nuevo contenido y, de hecho, apareciendo como concepto evitable para denotar la realidad de hoy.

No pocas páginas han recogido la interrogante en torno al papel del intelectual frente a esta dominante mundial. Parecería retórico, y en ocasiones lo ha sido, pero el oficio de la palabra exige entre otras cosas no cansarse de hallar nuevas aristas y nuevos argumentos, incorporando a otros al debate.

En una reciente conversación con José Saramago en La Habana, compartíamos la apreciación de describir el planeta de hoy atrapado en las coordenadas de la sinrazón, el mercado y la democracia como mito. Por dejarlo aquí, en aras de la brevedad, nos preguntamos si tendremos que dejar de interrogarnos una y otra vez: ¿aceptaremos la lógica de la sinrazón, gestora de la guerra y del suicidio de la especie al dilapidar los infinitos recursos naturales? ¿Terminaremos viviendo en un supermercado, como plantea Saramago? ¿Dejaremos de denunciar una falsa democracia que solo sirve como instrumento de los ricos para medir a los demás si no sirven a sus intereses?

Amén de que a la ya secular pelea por otro mundo posible, estamos llamados todos y en todos los frentes, a cada uno de los sectores corresponde un papel particularizado en sintonía con sus espacios, campos y profesiones. ¿Deberemos guardar silencio frente a la canallada cotidiana de esos intelectuales críticos, siempre parcialmente críticos, de todo olor a izquierda verdadera, y cómplices silenciosos del más feroz capitalismo? ¿Deberemos habitualmente guardar las formas apra no parecer los incivilizados frente a medias verdades, completas mentiras, distorsiones históricas y desprecios racistas?

"Menos ahora", para citar a Silvio otra vez, cuando en la "aldea global de pensamiento único" comienzan a aparecer nuevos oasis de oposición, firmes estrategias a contracorriente.

No estamos aquí sin dudas y contradicciones. No estamos aquí para dictar recetas, mas si se me permite una respuesta personal en torno a la identidad de ese intelectual joven, y no alrededor de las indefinibles identidades de los pueblos, yo diría que las estrategias seguramente tendrán que ser múltiples, pero esa identidad pasa hoy más que por una responsabilidad profesional o incluso ética, por una tarea consciente y a su vez, por qué no decirlo, casi romántica, el placer de ser revolucionario. Qué mejores días que estos en Caracas para comprenderlo, reafirmarlo, disfrutarlo. Sí, hay que disfrutar ser revolucionario. No se puede hoy, con este siglo enfrente, tantas veces imaginado, tantas otras veces terreno de las más fértiles especulaciones, pertener a otra estirpe.

El dilema es claro: resignarnos a donde nos conduce esta evolución no siempre progresiva, o luchar por una sociedad que pueda superar la no poca escoria de esta conflictiva, rica, apasionante y hermosa aventura de la vida humana. No solo soñar. Trabajar por un sueño copulativo, no de disyunciones: un mundo, el mundo todo y no unos pocos países regiones, de igualdad y justicia, de riqueza espiritual y racional bienestar material, de libertad y paz.

Para que otro Yuri Gagarin, y conste que pienso en un futuro lejano, pudiera empinarse de nuevo sobre esta Tierra todavía azul y, volviendo a nuestro ejercicio inicial de imaginación, ver de alguna manera los signos intangibles de que ese sueño antes descrito ha sido posible porque para él hemos trabajado.

Omar Valiño es el director de la revista Tablas, en Cuba. Este texto fue presentado en el Encuentro de Jóvenes Intelectuales en el XVI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes.