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El ocaso de un mito

Por miedo a perder el favor de los dueños de la democracia en las próximas elecciones, en vez de enfrentar el chantaje de la mafia fascista de Miami, el gobierno de la Casa Blanca no ha vacilado en mancillar nuevamente la primera enmienda de la Constitución del país más "libre y democrático" del planeta.

Basado desde sus inicios sobre los pilares del fraude y la mentira -recuérdese las elecciones del 2000- si alguna contribución a la verdad ha hecho el gobierno de George W. Bush ha sido la de poner en entredicho el viejo mito que presenta a EE.UU. como el país más libre del planeta.

Como se esperaba, los sucesos del 11/ 9 no solo sirvieron de pretexto para consumar, a sangre y fuego, la dictadura del imperio a nivel mundial, sino también para poner un poco de orden en casa. Para ambos propósitos fue necesario engrasar un tanto la maquinaria totalitaria. No era de extrañar que entre las primeras medidas tomadas por la administración Bush, para llevar a cabo su cruzada contra el terrorismo, estuviese la aprobación de la llamada Acta Patriótica I.

Como aseguró el Centro por los Derechos Constitucionales, gracias "al USA Patriot Act y a su amplísima definición del terrorismo doméstico, la libertad de palabra, el debido proceso y la igualdad de las personas ante la ley han sufrido serios retrocesos."

Pese a las críticas de numerosas instituciones dedicadas a defender los derechos de los estadounidenses, la "democrática" administración, preocupada en exceso por la seguridad nacional, aprobó dos años después una nueva versión de ese engendro legal, la denominada Ley de Fortalecimiento de la Seguridad Interna de 2003 o Patriot Act II.

La ley, considerada como el peor ataque a la Carta de Derechos y a la democracia norteamericana en el último cuarto de siglo, permite aumentar el monitoreo de las personas, lo que inhibiría aún más el derecho a disentir; incrementar las restricciones de libre acceso a la información pública; y expandir las medidas de tipo penal contra el derecho de asociación protegido por la Primera Enmienda. La nueva versión estipula también órdenes de amordazamiento (o gag orders) de testigos, así como la posibilidad de que individuos nacionalizados pierdan su ciudadanía si se les comprueba algún vínculo con organizaciones terroristas, de acuerdo con la definición del gobierno.

En nombre del patriotismo, el gobierno se adjudica el derecho a acceder a los registros de usuarios en las bibliotecas o a violar los intersticios de la privacidad de cualquiera a quien se considere sospechoso de tener alguna relación con los terroristas. Según ha declarado el Pentágono, gracias a los avances de la informática, ya no es cosa de ciencia ficción monitorear la manera en que caminan, hablan y compran todos los habitantes de EE.UU., registrar los rasgos de sus caras, su ADN, cada compra con tarjeta de crédito, los sitios de Internet visitados, sus correos electrónicos, lo que ven en televisión, etcétera.

EL DERECHO A SER ENGAÑADO

Al mismo tiempo que pierden una parte importante de su libertad, a los norteamericanos solo parece quedarles un derecho, el de ser engañados. Aunque la mentira es una vieja práctica imperial, ningún otro gobierno norteamericano anterior la ha empleado tan burdamente como la actual administración norteamericana.

Tomando otra vez como pretexto la seguridad nacional, el gobierno de W. Bush, a principios de 2002, convirtió la mentira en un arma de carácter institucional. Para contrarrestar las críticas a la política imperial norteamericana después de los atentados del 11 de setiembre, el Pentágono decidió que era válido mentir. Con ese fin fue creada la Oficina de Influencia Estratégica, cuyo objetivo principal era difundir "información" entre las agencias y los medios de comunicación internacionales para influenciar a la opinión pública en el seno de países, no solo enemigos, sino también a los considerados amigos. Según aseguró el subsecretario para la política de Defensa, Douglas Feith: "EE.UU. preservará la credibilidad de las declaraciones del gobierno. También nos reservaremos la opción de engañar al enemigo acerca de nuestras operaciones. Ambas cosas no son incoherentes". El segundo del Secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz, fue otro de los defensores de la idea: "Esta es una batalla de mentes. Nuestra victoria en el terreno en Afganistán ya ha cambiado sustancialmente la manera en que este conflicto es percibido entre los países musulmanes".

La oficina, por tanto, se ocuparía especialmente de los países islámicos árabes moderados donde según el Pentágono el descontento y malestar provocado por la guerra antiterrorista era cada vez mayor, aunque no se excluía que la "influencia informativa" abarcase a los países europeos, asiáticos y latinoamericanos.

Cuando la creación de la oficina de la mentira se hizo pública, la sorpresa estremeció la Casa Blanca. El Presidente, como siempre, adujo que él, por supuesto, no sabía nada y no se volvió a hablar más del asunto.

No obstante, con oficina del engaño o no, el Pentágono realizó de todas formas un trabajo "informativo" acorde a los tradicionales cánones de la sagrada libertad de expresión norteamericana. En la guerra contra Iraq, la contienda "mejor cubierta de toda la historia", a los periodistas amordazados que acompañaron a las tropas invasoras se les advirtió sin ambages que debían limitar su actuación a: no informar de los lugares concretos donde se desarrollaran las acciones, no identificar las posiciones enemigas, no informar de las bajas estadounidenses y admitir que los jefes de unidad fungieran como censores de sus reportes.

Algunos, por lo visto, hasta se tomaron ciertas atribuciones e, inspirados en el pacífico rescate de la soldado Jessica Lynch, inventaron una película de guerra al peor estilo de Hollywood.

La inadmisible oficina debió haber tomado también parte en la preparación del acto circense de hacer aterrizar al Presidente en un portaviones para que decretara el fin de la guerra (otra gran mentira); así como en el "aderezo" del pavo de cartón que Bush compartió con los soldados destacados en Iraq.

Pero su mejor trabajo, sin duda, fue el descubrimiento de unas armas de destrucción masiva que ahora se sabe que nunca existieron, así como embaucar al pueblo norteamericano en una guerra que ya ha costado, luego del famoso fin decretado por el Presidente disfrazado de aviador, más de 500 muertos.

¿DÓNDE ESTÁ BOB WOODWARD?

El hecho de que William Clinton mintiera al negar que hubiera tenido relaciones sexuales con la becaria Mónica Lewinsky tuvo rango de catástrofe. Sin embargo, ahora cuando se toca el tema de que el actual mandatario masacró al pueblo iraquí apelando a un peligro más irreal que el de la invasión de los marcianos anunciada en 1939 por Orson Wells, nadie parece inmutarse mucho.

Casualmente, cada vez que el tema empieza a ocupar cierto espacio en los medios, siempre es desplazado por una gran noticia de última hora. O alguna famosa estrella del pop es acusada de algún tipo de aberración, o descubren al malvado de los cómic oculto en un hoyo en el desierto, o algún "dictador" es depuesto por sus "democráticos opositores" en alguna olvidada islita del Caribe. El escándalo de mentirle al pueblo de EE.UU. sobre la existencia de las armas de destrucción masiva es una minucia si se le compara con el protagonizado por Janet Jackson en la transmisión televisada de la inauguración del Super Bowl. ¿Dónde está Bob Wooward?  Nadie sabe. Al parecer, el actual periodismo norteamericano tiene ahora otro tipo de héroes. Ahí está el caso de Jayson Blair, el reportero del New York Times a quienes sus nuevos editores le pagaron como adelanto 150 000 dólares por Arrasando la casa de mi amo, una biografía donde la nueva estrella cuenta que inventaba sus artículos bajo los efectos del alcohol y la cocaína. Sus mentiras, dice en el libro, comenzaron con supuestas entrevistas cara a cara que, en realidad, estaban hechas por teléfono, con lugares supuestamente visitados que solo había visto en postales y otras falsedades. Con las narices llenas de polvo acabó por fantasearlo todo.

En vez de arrepentirse, Jayson se muestra orgulloso de haber vivido al límite y hasta se declara identificado con Lee Malvo, el adolescente condenado por ser uno de los francotiradores del Tarot. A diferencia de sus falsos reportajes, en su biografía Jayson Blair suena bastante sincero. A lo largo del todo el libro solo repite: "Mentí, mentí y volveré a mentir".

EL PRECIO DE LA LIBERTAD

La censura sí existe. En el Proyecto Censura 2004, el académico Peter Phillips de la Universidad Estatal de Sonoma, California, ha confeccionando una suerte de hit parade anual de los 25 temas "más censurados" por la prensa estadounidense. Curiosamente, el primer tema de la lista es: "Seguridad nacional versus derechos humanos y civiles en EE.UU."

La proeza periodística de Bob Woodward y Carl Bernstein más que con la sinceridad de un misterioso Garganta Profunda, está relacionada con los modos en que los reales dueños del país -la plutocracia estadounidense, en confabulación con la prensa, otro de los engranajes del poder-, suelen salvar a veces sus diferencias.

El argumento preferido de los defensores del mito de la libertad de expresión yanqui suele destacar el hecho de que, hasta del Presidente, se puede decir la mayor calumnia. Pero, ¿quién es en realidad el Presidente? El señor Bush, además de ser el primer mentiroso de la nación, es una suerte de muñeco de feria colocado en el sillón de la Casa Blanca por el fraude de la mafia de Miami y el consentimiento de la elite del poder. Mientras Bush recibe los pelotazos, los verdaderos dueños del negocio permanecen a salvo entre bambalinas. Estos últimos, puestos a escoger entre las trompetillas o los aplausos del vulgo, prefieren contar las ganancias.

Cuando el mono de turno hace lo que se le indica, pues simplemente se le suelta la cadena. Cuando no, uno de los remedios puede ser el de recurrir a la prensa. A fin de cuentas, los principales medios, cada vez más concentrados en unas pocas manos, pertenecen a la camarilla gobernante. Se inventa algún un "blumergate", como en el caso de Clinton, o se espera a las próximas elecciones donde el administrador actual será suplantado, da igual el partido a que pertenezca, por otro monigote más o menos carismático. En casos extremos se apela a métodos tan drásticos como el magnicidio.

Bush, hasta ahora, aun cuando su mandato ha despertado un profundo sentimiento antinorteamericano en todo el mundo, ha navegado con bastante suerte. A pesar de los soldados muertos en las explosivas arenas de Iraq -la mayoría de ellos negros y latinos pobres- el reparto del botín de guerra -las reservas petroleras- entre el clan de los dueños del negocio capitalista, bien merecen un espaldarazo.

El Pentágono acaba de aprobar siete contratos en Iraq a favor de empresas de EE.UU. y Gran Bretaña, beneficiadas con la administración de parte de los cinco mil millones de dólares destinados a la reconstrucción del país árabe. Según el Departamento de Defensa, los contratos están valorados individualmente entre en ocho millones 400 000 dólares y 28 400 000 dólares.

En estos cuatro años de mandato, aunque Bush no ha podido resolver el problema del desempleo, sí favoreció a las grandes trasnacionales. Entre las compañías beneficiadas por la administración republicana, se encuentran las corporaciones American Express, Bechtel, Ford y GE, todas grandes contribuyentes de la campaña de Bush y del Partido Republicano.

Tal vez por ello, en el país de la libertad, criticar al Presidente, en ocasiones, tiene un precio. El ejemplo más ilustrativo es el del actor Sean Peen quien por los días de la guerra desembolsó $ 125  000 a cambio de cuestionar la política de Bush en una página The New York Times.

PONER LA GUERRA

La práctica de la mentira es tan antigua como el imperio. En tiempos de la guerra hispano-cubano-norteamericana, la prensa estadounidense falsificó fotos y testimonios sobre la explosión del acorazado Maine en la bahía de La Habana. Una de las fotos publicadas por el Journal, que supuestamente probaba que la explosión había sido provocada desde el exterior del buque por los españoles, era en realidad la reproducción de un eclipse de sol.

Al servicio de la expansión de los monopolios de la época, William Randolph Hearst, no escatimó falacias y artimañas para incitar a los norteamericanos a la guerra contra el decadente imperio español. Cuando el ilustrador del Journal, Frederick Remington, se quejó de que en la Isla no pasaba nada, Hearst le respondió: "Ponga usted la gráfica, que yo me encargo de poner la guerra".

Durante buena parte de la segunda mitad del siglo XX hasta hoy, una decena de administraciones norteamericanas han tratado infructuosamente de "poner la guerra" en Cuba, ya sea a través del bloqueo, agresiones terroristas o mediante una incesante campaña de propaganda al estilo amarillista de Hearst.

Los ejemplos más recientes de esa escalada de embestidas, la prohibición por parte del gobierno estadounidense de que científicos cubanos publiquen sus artículos en ese país, así como el impedirle que 70 de sus colegas norteamericanos viajen a la Isla para participar en un Simposio Internacional sobre Coma y Muerte, solo resquebraja aún más al ya desinflado mito de la libertad americana.

Por miedo a perder el favor de los dueños de la democracia en las próximas elecciones, -nadie puede predecir las apuestas en el casino financiero de la elite- en vez de enfrentar el chantaje de la mafia fascista de Miami, el gobierno de la Casa Blanca no ha vacilado en mancillar nuevamente la primera enmienda de la Constitución del país más "libre y democrático" del planeta.

* Tomado de La Jiribilla