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Manuel Cabieses: 11 808 horas en campos de concentración

  Manuel Cabieses  

Esta entrevista fue entregada a Cubadebate por su autor, espcialmente para esta edición de nuestro sitio.

Dieciséis meses y tres días, exactamente 11 808 horas, permaneció en diferentes campos de concentración en Chile, Manuel Cabieses Donoso, director de la revista Punto Final. Durante su cautiverio, la dirección política del MIR acordó elevarlo a su Comité Central por la valiente v unitaria actitud mantenida. Cabieses, hombre sencillo y honesto, siempre ha sido un sincero y leal amigo de la Revolución Cubana y ferviente admirador de Fidel y Che.

De 41 años, padre de tres hijos -Francisca de 18, Carolina de 16 y Javier de 14-, Cabieses narra en este trabajo las torturas y vejámenes,  que padeció, al igual que cientos de miles de sus compatriotas víctimas de la Junta Militar fascista que impera en la patria de     O'Higgins y Allende.

No sólo los presos sufren lo inverosímil. También sobre sus familia- res se ensaña el terror. Su esposa Flora, enfermera, valerosa mujer que al igual que miles de compañeras ha sabido estar a la altura que reclama el momento actual, nos describe, en unión de sus hijos, las dificultades por las que atraviesa actualmente una familia chilena.

Conversar con un periodista no es fácil. Tratar de entrevistarlo es algo más difícil. Con Cabieses hubo dificultades debido a su modestia. Finalmente el revolucionario se impuso al periodista. Y entonces, Manuel Cabieses, el revolucionario, fue más asequible.

-Nosotros vivíamos en un barrio «momio,,>. La mañana del 11 de septiembre salimos en unión de Flora para nuestros respectivos tra- bajos. Había rumores de alzamiento pero nada en concreto. Al llegar a la ciudad en el auto de un amigo, ella se dirigió al policlínico y yo al diario Útima Hora.                  

Los compañeros en el periódico hablaban de la posibilidad de sacar una edición extraordinaria. Aún no nos habíamos percatado de la gravedad de los acontecimientos. Finalmente, después de algunas gestiones, no encontramos imprenta donde editar el diario.

Me dirigí al apartamento del Chico Díaz - también periodista- ubicado cerca de La Moneda. Desde el balcón observarnos cómo los aviones atacaban en picada y lanzaban sus  rockets. No venía a la mente la imagen de amigos como Allende,  Augusto Olivares, Jaime Barrios y otros. La idea de que estaban muriendo nuestros compañeros y que  no podíamos hacer nada por salvarlos nos golpeó duramente. Sentíamos la  impotencia de no poder contar con algún arma para combatir a los aviones. Era algo terrible.                    

Al ver las llamaradas y el  humo que salían   del Palacio de la Moneda,  da, tuve la exacta sensación de que los militares habían dado un tajo a la   historia de Chile. Para los chilenos, incluso para los que nos   revolucionarios, había ciertas  tradiciones  incorporadas a nuestra manera de ser, a nuestra idiosincrasia, a nuestra mitología política, como considerar La Moneda  como la representación viva del  Poder Ejecutivo. Atreverse a destruir ese símbolo significaba que de verdad  los  militares habían decidido dar una patada a la mesa o como se dice en Chile "cagarse en el piano.

Hice algunas llamadas. Regresé a casa. Escribí algunas cartas  para mi mujer y  los niños. Limpié el apartamento de papeles comprometedores.  Y marché a un lugar donde podría esconderme.    

Dicha  residencia estaba como a 30 cuadras. No tenía auto y tuve que ir a pie. A medida que   transitaba podía observar cómo la burguesía celebraba con gran alegría el golpe militar. Era un verdadero carnaval. Tornaban champán. Corno yo, muchos iban caminando por el medio de ese carnaval con una profunda pena.  Comenzó a  llover débilmente. ¡Al fin llegué a la casa!

No eran militantes. Tenían respeto por nuestras posiciones. Existía cariño personal. Escuchando la televisión me enteré de la  muerte del Presidente Allende, de Olivares. Supe que era buscado. La familia comenzaba a tener temor. Pude ponerme en contacto con los
compañeros del Partido y pedirles que me autorizaran a cambiar de escondite. Se hicieron las consultas y estuvieron de acuerdo. Nos citamos en una esquina. Como en esos instantes no había toque de queda todo el mundo iba a hacer sus compras. Me tiré la chaqueta por el hombro y con una jabita en la mano derecha comencé a andar. Era 13 de septiembre.

En el policlínico -recuerda Flora- había bastante actividad. Nos mantuvimos durante dos días hasta que nos mandaron para la casa. En los momentos en que hablaba por teléfono con Manuel, ambos escuchamos por la radio que era buscado por la Junta. En una ambulancia pude dirigirme hasta cerca de nuestro hogar. Encontré que había escrito una carta a cada muchacho, donde les explicaba que la lucha era dura pero que tenían que mantenerse firmes. A mí también me dejó unas líneas en las que me daba aliento, y el anillo de casado que llevaba puesto desde hacía diecinueve años.

EN EL NÚMERO 16

Me recogieron dos compañeros en un pequeño auto. Tomamos rumbo al sector opuesto de la ciudad. La ruta resultó a la postre lamentable. Íbamos por Santa Lucía y al llegar a Huérfano nos tropezamos con una barrera de carabineros que pedían los documentos. Nos bajamos. Un carabinero revisa los papeles. Me los devuelve. Al ir a montarnos siento una mano que me coge por el hombro y me dice que soy un hombre buscado. Es el otro carabinero. Tuve la certeza de que hasta ahí nada más hablamos llegado. Nos obligan a ponernos las manos sobre la nuca y encañonándonos con el fusil nos conducen a una comisaría cercana.

Me llevan ante el oficial de guardia. Tenían una hoja del diario Mercurio donde aparecían las personas más buscadas. Estaba en el número 16. Comenzaron a pegarme. Carabineros y jefes competían a ver quién daba más duro. Estaban de lo más contentos, pues, al parecer, hasta el momento dicha comisaría no había hecho ninguna captura importante.

En medio de este carnaval de golpes entra un oficial de la Fuerza Aérea con la pistola puesta en la nuca de un morenito flaquito que venía cargado de libros del Che y de discursos de Fidel. El oficial dijo que había arrestado al joven en el edificio donde él vivía  y que era un cubano. Entonces me dejaron y  comenzaron a golpear mucho más duro, sin piedad, al recién llegado. Lo más probable  es que haya muerto. Tengo la impresión de que era panameño.

Al poco rato llega un jeep artillado comandado por un teniente del Ejército en traje de campaña. Informa que me van a llevar al Ministerio de Defensa y que a partir de ese instante cualquier gesto  o movimiento que haga puedo considerarme hombre muerto.

Un oficial de Carabineros que no había intervenido le dice que no me puede entregar si antes no se le firmaba un acta en que quedaba constancia de que había estado preso en esa comisaría  y había sido entregado a dicho teniente.  Este le expresó que  hacía falta ningún documento. El oficial insistió y comenzó a redactarlo con lentitud y minuciosidad.

Terminados los trámites me sacan con las manos en la nuca. Me sientan al lado del chofer. El teniente se encarama en el guardafango  y me pone la punta del fusil en la frente. Dos soldados me encañonan por la espalda. Así me llevan hasta la sede del Ministerio de  Defensa.

Cuando voy a entrar veo salir sonriente a León Vilarín, dirigente  del ultraderechista gremio de camioneros, uno de los auspiciadores del golpe. En la sala de guardia un diplomático hindú realiza distintas gestiones. Tomamos al ascensor y nos apeamos en el sexto piso.

Me llevan encañonado por el pasillo. Súbitamente me ordenan parar. Me quitan la bufanda. Preguntan si puedo ver sin espejuelos  y les respondo que con bastante dificultad. «¡Ah!, muy  bien", exclaman. Los tiran al suelo y los destrozan en mil pedazos. Con la bufanda me vendan los ojos.

Comienzan a darme vueltas. Me ordenan tirarme en el suelo de una habitación y abrirme en cruz. Empiezan a golpearme tremendamente a la vez que gritan «tú eres el director de la revista cubana, el de la revista castrista, mirista», etcétera. Todo esto acompañado de culatazos; me corrían por encima, daban saltos sobre el cuerpo, con el tacón de las botas me apretujaban las manos. Ningún interrogatorio. Sólo golpes e insultos. Uno se agachó y me quitó el reloj. Lo robaban todo.

Después de varias horas me sacan a empujones y patadas a lo que presumo era un pequeño patio. Me ponen contra la pared. Dicen que no me preocupe, que si quedo con vida me dan el tiro de gracia. Tenía un miedo horroroso, un miedo terrible. Me puse de lo más erguido. No pensé en ninguna frase para la historia. No me salía la voz. Sólo me acordé de mi mujer y los niños. « ¡Preparen! i Apunten! ... » Transcurrió un momento, digamos un minuto, pero un minuto larguísimo. El más largo de mi vida.

Ahí descubrí que el miedo tiene un límite. Al principio es pavoroso, pero llega un instante en que es tanto el miedo que uno vence la barrera y pasas a un estado que te da lo mismo cualquier cosa y preferentemente quieres que te acaben de matar. Dejas de aferrarte a la vida...

Nuevamente comienzan bajo los golpes a moverme de un lugar a otro. Al pasar por un hueco, al parecer del ascensor, me hacen estirar el pie en el vacío y comienzan a empujarme y agarrarme. Vuelven a  repetir el simulacro de fusilamiento.

Otra lluvia de patadas. Siempre vendado y con las manos en la nuca me trasladan a un jeep. Montamos. Partimos con rumbo des- conocido. Se escuchan tiros. Dicen que al primer soldado que maten, me matan. Llegamos a un basurero. Me doy cuenta por el olor. Bajamos, y un nuevo simulacro de fusilamiento. Aquí, pensé que de verdad iba en serio.

                      MIGAJAS DE PAN

Volvemos al jeep. Transitamos unos minutos. Me apean y comentan que me fusilarán por la madrugada. De pronto me quitan la bufanda de los ojos y me encuentro con una escena bastante insólita.

Estoy en la sala de guardia del Estadio Chile, convertido en campo de prisioneros. Frente a mí un teniente coronel, jefe de la prisión, y un grupo de oficiales sentados alrededor de una mesa.

Este teniente coronel era muy charlatán y comienza sin insultos,  pero en un lenguaje de superior a subalterno, toda una conversación sobre marxismo. Trataba de presumir ante los oficiales de que él había estudiado marxismo y que no era el camino. Quiso provocar un diálogo. Lo acepté. Uno debe aprovechar cualquier tribuna por difícil que sea. Y comenzamos a discutir. Expliqué en un lenguaje muy sencillo por qué el socialismo es mejor que el capitalismo. Algunos de los oficiales intervenían de cuando en vez. Esta escena duró alrededor de una hora. Ordenaron que se me llevara para uno de los camerinos convertidos en celdas.

Caminé por un pasillo que estaba lleno de detenidos. Unos parados frente a la pared; otros sentados. Unos vendados; otros sin vendar. Se escuchaban fuertes gritos de dolor. Llegamos a la puerta de la celda. La abren. Me introducen.   

Estuvimos tres días sin alimentos. Subsistimos comiendo mis minúsculos migajones y nos tapábamos con un abrigo. Al terminar el tercer día introdujeron a un   grupo de funcionarios de la Unidad Popular.                     

Una noche nos sacaron de la celda. Al pasar frente a uno de los puntos donde se vendían los boletos estaba de pie Víctor Jara. Tenía un pequeño parche debajo del ojo derecho. Se mostraba firme. Con cierto gesto de ironía. Su rostro se me grabó para siempre.

Después de la consabida tunda de golpes nos volvieron a introducir en el camerino-celda. Hubo muchos compañeros fusilados. Otros, no pudiendo resistir, se suicidaron. No veíamos a los demás presos, pero los escuchábamos. A veces es peor oír que ver. La noche era interrumpida constantemente por gritos de dolor.

En una ocasión en que abrieron la puerta de nuestra celda pudimos ver envuelto en un saco, tirado en el pasillo, agonizando, al campañero comunista Litre Quiroga, que había sido director de prisiones. Posteriormente conocimos que había muerto.

En el sector de las mujeres, cuando éstas se estaban bañando entró un oficial con varios carabineros. Ya habían violado a numerosas compañeras. Una de las muchachas había escondido una cuchilla de afeitar y cuando se le acercó el oficial le fue arriba y le cortó la yugular. La cogieron. La sacaron del baño y la fusilaron.

El Estadio Chile, bajo techo, ubicado cerca de la estación central, con capacidad para seis mil personas, estaba repleto de presos. En cada punto del tabloncillo de basketball, en lo alto de la tribuna, colocaron soldados con ametralladoras punto treinta.

En una ocasión el comandante de la prisión les habló a los detenidos explicando que ese tipo de arma que les apuntaba se llama el serrucho de Hitler, porque no sólo mata sino que su potencia de fuerza corta a las personas. 

 MUJERES EN CRUZ

Un buen día nos metieron en unos camiones completamente cerrados. No cabía una persona más. Muchos se asfixiaron. No entraba aire. Dijeron que nos iban a fusilar. Se desplazaron para la ciudad en un viaje que pareció infinito. Y de repente nos encontramos en el Estadio Nacional.

Como es conocido, el Estadio Nacional se convirtió también en centro de reclusión y tortura. Nos vinieron a dar comida al día si-   guiente: una taza de tallarines fríos que los encontré muy sabrosos. Alguien consiguió un plátano y lo repartimos en pequeños pedacitos.   Igual hicimos con la cáscara, que también nos la comimos.

Nos hacen salir al pasillo y ponernos en fila con la cara frente a la pared. Vemos que en los demás camerinos ocurre igual. Observamos que desde el fondo del Estadio vienen oficiales del ejército con un tipo encapuchado. Va señalando a los presos. Lo sacan de la fila. No sé por qué tuve la sensación de que a mí me señalaría. Así ocurrió.

Me ordenaron ponerme de rodillas con las manos en la nuca y caminar hasta el final del pasillo. El trayecto resultó interminable. Los pantalones se hicieron pedazos. Las rodillas sangraban. No se podía hacer ningún alto y sentarse sobre los talones porque té culateaban.

Por fin llegamos. Nos mantienen de rodillas. Logro mirar hacia atrás y observo una larga fila de personas también arrodilladas. A mujeres de pie puestas en cruz. Nos levantan o introducen en un camerino donde encierran alrededor de ochenta personas. Había de todo: comunistas, socialistas, miristas, etcétera; brasileños, venezolanos, uruguayos. Teníamos que turnarnos para dormir, ya que si todos nos acostábamos no cabíamos. El baño también se utilizaba para dormir.

Los compañeros brasileños eran interrogados por brasileños. En medio de aquella situación eran muy alegres, al igual que los uru- guayos que nos ayudaban a levantar la moral. La cooperación de esos compañeros fue de un valor excepcional.

Teníamos mucha hambre. Lo poco que podíamos conseguir lo repartíamos entre todos. Conocí que la naranja chilena tiene exacta- mente doce gajos. De una naranja comemos muchos. Por alguna razón podíamos comprar en el casino del Estadio una barra de chocolate y la repartíamos en pedacitos. Un cigarrillo para nosotros era un tesoro. Hacíamos severas criticas con fundamentos políticos y morales al compañero que chupaba demasiado. Establecimos una aspirada como máximo.

En cada camerín-celda había doscientas personas y en cada una,sin ponerse nadie de acuerdo, los compañeros empezaron a elegir un responsable. A mí me escogieron en el mío. Era el jefe, pero a la vez una especie de padre. Tenía que dividir los alimentos, levantar el ánimo, lograr que se mantuvieran las mejores relaciones entre todos los detenidos.                                                                      
En la noche celebrábamos en la celda veladas culturales. Alguien  daba una charla. Un compañero adaptó juegos infantiles para que nos pudiéramos entretener. Al conocer de la muerte de Pablo Neruda celebramos un acto donde se habló de su obra y del momento                             vivía el país. Claro, todo esto en voz baja, para que los carceleros no se enteraran.                                                           

Los extranjeros la pasaban mucho más mal que nosotros. Nos consternaba la forma en que los trataban. En nuestro camerino hicimos un acto de desagravio a los compañeros de otras nacionalidades que estaban presos.                                                                          
Contiguo al Estadio Nacional estaba el velódromo, convertido en vejaban sala de tortura. Por una escalera de caracol subían a los detenidos.  Los torturadores utilizaban los seudónimos de Chago 1, 2, 3, o Tony 1, 2, 3. Al que esperaba su turno para ser torturado lo obligaban a cantar. Algo verdaderamente dantesco. Cantar escuchando los gritos de dolor de los compañeros.                                                             - Hubo un ingeniero,
Andrés Van Lancker, al que torturaron enorme- mente. Le llegaron a quebrar las costillas. Alberto Gamboa, el gato, que fuera director del diario Clarín, le dieron tanto que le pusieron la espalda más negra que un carbón. A mí también me torturaron, pero hubo compañeros que sufrieron torturas mucho más fuertes. En todo el tiempo sólo me interrogaron dos veces.            

El Estadio Nacional fue nuestra primera escuela de presos  políticos. Nos organizamos inmediatamente y nunca nadie lo hizo en función de partido. La unidad es una palabra que queda chica entre  los presos. Todos éramos uno. Así pensábamos, así actuábamos.

A los pocos días -relata Flora- me botaron del policlínico. Nada cada sabíamos de Manuel. Comencé a coser para poder vivir. Las niñas estudiaban y me ayudaban haciendo flores artificiales. Algunas personas sugirieron que nos asiláramos. Reuní a los muchachos y discutimos la situación. Siempre haríamos de esa manera en el futuro. Consideramos que si estaba muerto no valía la pena irse y si estaba vivo teníamos que quedarnos para ayudarlo. Siempre tuve el sentimiento de que no estaba muerto.

Al principio en el colegio -recuerdan los hijos- tuvimos alguna hostilidad por parte de varios estudiantes. Poco a poco se fue superando dicha situación. Nos dimos a la tarea de estudiar muy duro para dar el ejemplo. Y logramos obtener el primer expediente.             

Mientras, acompañábamos a nuestra madre en el peregrinar por el Estadio y el edificio del Congreso Nacional, convertido en el ser- vicio nacional de detenidos que dirige el coronel Jorge Espinosa, averiguando si nuestro padre aún vivía. Días, horas, minutos, según- dos que nunca olvidaremos. Nadie sabía nada. Nos insultaban y vejaban pero el ánimo no decaía. Estábamos resueltos a encontrar a papi vivo o muerto. Tuvimos la suerte de encontrarlo con vida.

TE FUSILABAN...

En la primera quincena de noviembre partimos rumbo a Chacabuco. El día antes de la salida vi por primera vez a mi mujer. En ese momento me quebré. Cuando ella se marchó comenzaron a brotarme lágrimas.                         

Fuimos trasladados unos mil detenidos en autobuses hasta Valparaíso. El convoy iba acompañado de carros militares. Dos helicópteros sobrevolaban la zona. Había gente en la calle,  saludaban discretamente. Eran caras de temor, conmiseración, pena.

Nos metieron en las bodegas de un antiguo barco mercante. «El Andalién», dedicado al transporte de salitre. En una de ellas había unos tanques, que los marinos llaman chute, con un par de tablas encima que hacían la función de inodoro. No había luz. A un compañero de edad avanzada, que tenía un defecto en un pie y usaba zapato ortopédico, teníamos que bajarlo y subirlo amarrado por una soga.

Después de tres días de viaje arribamos los mil presos, en la madrugada, a Antofagasta. Nos montaron en un tren militar. Horas después llegamos a Chacabuco, un pueblo minero abandonado. Los militares hicieron un contrato con una empresa constructora de Antofagasta llamada Colonial, que tuvo a su cargo la preparación del campo para recibir a los prisioneros, incluyendo la colocación de una cerca electrificada.

 (Este corresponsal visitó en 1971 el pueblecito fantasma de Chacabuco. Había un viejo que cuidaba. Cerca se encontraba el cementerio donde el salitre no permitía que los cadáveres se putrificaran. Por la tarde el calor es insoportable. En la noche el frío no hay quien lo aguante.)

El oficial que nos recibió fue el capitán Humberto Minoletti Araya, quien pasó a ser famoso por su brutalidad. El comandante Von Kristchrnan nos leyó un reglamento del Ejército que data del conflicto con Perú y Bolivia en 1879. Dijo que éramos prisioneros de guerra. Que nos íbamos a regir por dicho reglamento que establecía la pena de muerte contra cualquier infracción. Si intentabas ahorcarte y no lo lograbas, te fusilaban. Si hacías huelga de hambre, te fusilaban. Si te morías, también te fusilaban.

El oficial iba insultando a los presos, Al ver al folclorista Ángel Parra le dijo que ahora tendría que cantar canciones de derecha, a la vez que le daba un puñetazo. Nos desnudaron y revisaron de la cabeza a los pies.

Fuimos instalados en casas de barro. En cada una vivían veinticuatro personas. Dormíamos en literas. En las puertas y ventanas colocaron sacos de café brasileño. El campo estaba rodeado de una de torres de vigilancia y los alrededores se encontraban minados.            

Nos organizamos en pabellones compuestos por cien personas. En cada pabellón se elegía un delegado, que formaba parte de lo que se llamó el Consejo de Ancianos. A su vez, el Consejo de An- cianos escogía un presidente. Los jefes de pabellón funcionaban durante un mes con derecho a prórroga y el presidente, conocido como el Ancianísimo, por quince días.

En varias oportunidades desempeñé las funciones de Ancianísimo. Es uno de los cargos más honrosos que he tenido en mi vida. Fueron momentos de profunda alegría revolucionaria en medio de  la tristeza.

La comida era muy mala. Nos daban un café de higo que tenía un sabor pésimo. Hacíamos trabajo forzado consistente en recoger hierro y madera abandonada y trasladarla a enormes distancias a pie. Alexander Anania, uno de los oficiales del campo, se hizo de                          dinero con este negocio.
 
Pero el oficial más hostil á los presos fue el capitán Santander, un tirador escogido, entrenado en la zona del Canal de Panamá. Nos odiaba. Un día proclamó, solemne y ridículamente, que el marxismo-leninismo sería extirpado y que nunca más rebrotaría en Chile. Había terminado, según él, la lucha de clases.                        

Una de las misiones del Consejo era mantener al preso en el mejor estado físico y mental. Con los dieciséis médicos encarcelados creamos un policlínico. A cada compañero se le hizo una ficha. Limpiábamos. Se editaba un periódico mural: Chacabuco 73. La imaginación se mantenía en permanente actividad. El problema era que nadie estuviera ocioso. 

Ángel Parra formó un conjunto musical al que llamamos Chacabuco. Escribió hermosas composiciones. Organizamos un grupo de  teatro. Ahí vine a comprender por que Recabarren, fundador del Partido Comunista, utilizaba tanto el teatro.

Un día, a un militar se le fue un disparo y  se hirió de gravedad.                         

Las autoridades acudieron a nuestros médicos para que lo atendieran. Teníamos excelentes cirujanos. Y mientras los médicos operaban otro grupo de compañeros presos se colocó, de manera voluntaria, en fila para donar sangre. El herido murió, pero la actitud impactó a los milicos y así nos lo hicieron saber.                                

En el pabellón 5 de la casa número 26, fue donde más tiempo texto  estuve. Uno de mis compañeros, Luis Corvalán Castillo, hijo del dirigente comunista, al que cariñosamente llamábamos Coné, fue uno de mis mejores amigos. No nos conocíamos. Militante del Partido     Comunista él, y yo del MIR. Nos hicimos y somos grandes amigos.
                             
Amistad nacida al calor de la verdadera realidad, -que vence rápidamente las reservas y prevenciones nacidas de la polémica en el seno de la izquierda.                                                                                  
Con nosotros, en la misma casa, estaba un viejo dirigente de la construcción: Tata, comunista de toda una vida. Milton Lee, dirigente estudiantil, del MIR; el ingeniero Julio Vega; el estudiante socialista Roberto Soto; compañeros de otros partidos y simples simpatzantes de la izquierda. No vivíamos por sectores políticos.

En todo el tiempo que estuvimos en Chacabuco no hubo ningún  incidente entre los detenidos. Nuestros problemas fueron con los cuatrocientos carceleros.                                 

                                       SE LO ROBABAN...                                                                                
En Chacabuco no se torturaba físicamente. Era un campo que tenían para enseñar a las comisiones extranjeras. Sí había castigos muy severos,. A Naon Castro, que fue director de ferrocarriles del durante la Unidad Popular, lo metieron en un horno grande a pan y agua durante varios días. Ahí tenía que orinar, defecar. Tiraban arañas. Varios compañeros sufrieron este castigo.
                                           
El 26 de Julio nos propusimos celebrarlo de alguna forma. No una reunión masiva, porque no se podía, sino casa por casa. Pero ese día la nave que guardaba los motores del campo cogió candela y se quemó. Los milicos pensaron que el fuego había sido intencional, con motivo de la fecha cubana. Desataron una tremenda represión. No nos dejaron dormir en toda la noche.

Se me olvida contar que el Primero de Mayo también lo conme- moramos. Le ofrecimos un sencillo homenaje al Tata, con el pre- texto de que era su cumpleaños. Lo escogimos como un símbolo, ya que es un obrero con conciencia de clase.

El 11 de septiembre, primer año del golpe, un grupo considerable, puesto de pie, guardó cinco minutos de silencio a la hora del desayuno. El 7 de noviembre, aniversario de la Revolución de Octubre, también lo festejamos.

Un domingo por la noche se celebra una velada cultural. En primera fila toman asiento el comandante del campo; Galo Gómez socialista, como asesor cultural del Consejo de Ancianos; yo como Ancianísimo y varios oficiales. Uno de los jóvenes detenidos cantó una canción sobre Vietnam que no era de protesta, pero a cada rato apuntaba, como si tuviera una ametralladora, hacia la primera fila y hacía ratatatatatá. Me quedé serio. A mis espaldas escuchaba el murmullo de los compañeros.

En Chacabuco recibí una carta de Miguel Enríquez. Estaba escrita en un papelito amarillo. Me informaba de la situación en el país. Hablaba que conocía mi conducta y se sentía orgulloso. Era una carta optimista. Insistía en la importancia de la unidad. Volvió a escribirme pero mis hijos se la tuvieron que aprender de memoria y recitármela al no poder entregármela. En esa oportunidad me comunicaba que había sido elegido miembro del Comité Central del MIR. Sentí una extraordinaria emoción.

Momento de gran tristeza fue cuando conocimos la noticia de la muerte en combate de Miguel. Nos dolió profundamente. A través de Radio Habana supimos del homenaje que le había rendido elComité Central del Partido Comunista de Cuba, y las palabras de Armando Hart.             
                                                                     
Hubo otro momento de dolor, cuando el compañero Oscar Vega González, dirigente campesino de sententicinco años, perteneciente al Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU), se ahorcó con un alambre. En su juventud había trabajado en esta salitrera y buscó la casa donde había vivido y allí mismo se quitó la vida.

Después de varios meses nos permitieron visita. No sabía si vendrían a verme. El viaje era muy caro. De repente observo que alguien me hace señas    desde la cerca. Le contesto sin saber de quién  se trata. Seguía sin   espejuelos y no veía bien. Súbitamente escucho un grito «¡Hola papi!». Me doy cuenta de que es Javier, mi hijo. Apuro el paso.   Corro. Llego. Lo abrazo. No me puedo contener. Lloro como un niño. El niño llora como un hombre.                                          
Los familiares de  los presos nos unimos sólidamente. Tuvimos que enfrentarnos en distintas oportunidades al coronel Espinosa y a su segundo, el coronel Correa, quienes trataban de aprovecharse de mujeres e hijas de los presos.

En cierta ocasión -prosigue Flora- el coronel Moya, de Antofagasta, prohibió las visitas al campo de concentración. Nos quedamos viviendo una semana en la ciudad. Ayudábamos a los que menos tenían. Después de muchas gestiones concedieron autorización                           para ver a los detenidos.                                                                       
En Chacabuco no podíamos ni siquiera tener un diálogo íntimo con el familiar preso. Detrás de cada pareja se colocaba un militar a escuchar. En una oportunidad el coronel Moya se apareció en auto, con sus hijos, y comenzó a correr velozmente por la plaza donde estaban reunidos presos y familiares, levantando tremenda polvareda para que sus hijos disfrutaran del circo. Este Moya   nunca se me olvidará.
 
Los capellanes se acercaban a las mujeres y les decían que sus esposos tenían amantes v que les hacían cartas a otras mujeres. A su vez les decían a los hombres que sus esposas los habían abandonado.                          

Familiares de prisioneros del campo de concentración de Pisagua, en el extremo norte, nos contaron que en el mismo se fusiló mucha gente, incluyendo a jóvenes militares que rechazaron el golpe. Es un pueblecito de pescadores. El jefe del campamento, coronel  Larraín, empleaba como su tortura preferida el enterrar a los hombres en la arena, dejándoles solamente la cabeza fuera. En  esa posición los mantenían varios días sin  alimentos ni agua. Los que no morían quedaban locos. A un médico que estaba preso le obligaban a firmar los certificados de defunción de los fusilados.                     

Dicho campamento pertenece a la provincia de Tarapacá, donde el jefe es el general Carlos Forestiel, el mismo que dictó un bando que autorizaba a los milicos a robarse todo lo que encontraran en los allanamientos y las pertenencias de los fusilados. Todo lo consideraba botín de guerra.
                     CRISTÓBAL COLÓN, ¿ HOMBRE DE IZQUIEPDA?

Un buen día nos ordenaron recoger nuestras pertenencias y en  buses y camiones fuimos trasladados a la base aérea Cerro Moreno, en Antofagasta. En varios aviones Hércules 130 nos trasladaron a la base de Quintero, cerca de Valparaíso. En el aeropuerto se encontraba el coronel Espinosa, que nos informó que seríamos conducidos a Puchuncaví.

Montamos en camiones  tapados con colchones. Cruzamos por Ritoque, a la orilla de la     playa, y finalmente llegamos a Puchuncaví, que al igual que Ritoques fue un balneario popular construido durante el Gobierno de la UP, ahora están convertidos en campos de concentración.

Ya había noventa prisioneros provenientes de Isla Riesgo.

Al poco andar comenzaron a mejorar las relaciones entre carceleros y detenidos, resultado de una política de acercamiento que veníamos aplicando desde Chacabuco. El campo estaba controlado por la infantería de marina.

Él 12 de octubre, uno de los sargentos que estaba al frente de la guarnición, al que habíamos puesto el apodo de Manzanita, nos pidió que pronunciáramos algunas palabras con motivo del descubrimiento de América. Tuve mucho cuidado en lo que dije, pero siempre metí los ingredientes. Es decir, la motivación económica al buscar nuevos rumbos, etcétera. Por mucho que se evite, el pensamiento es muy difícil de ocultar. Al final se me acercó el sargento y me felicitó, a la vez que con mucha seriedad me preguntaba si Cristóbal Colón era un hombre de izquierda. Con la misma serie- le respondí que sí, que Colón era de izquierda.

Una tarde llegan varios camiones repletos de infantes de Marina y rodean el campo. Detienen a los guardias. Se  los llevan presos al fuerte Silva Palma, uno de los peores centros de tortura. Allanan los dormitorios con perros y detectores de metal. Nos quitan el dinero.

A la semana teníamos buenas relaciones con los nuevos custodios. Nos encontrábamos divididos en compañías de cuarenta y cinco hombres. Tres compañeros se encontraban aislados: Alejandro Romero, del MIR, condenado a treinta años, y dos socialistas. Otro compañero de apellido Estrella  - cumplía condena de treinta años, porque según el fallo militar era «la persona encargada de dar inicio de la lucha de clases en Chile».

A este campo llegó un buen día un grupo de visitadoras sociales y preguntan si estamos dispuestos a abandonar Chile, si nos ponen en libertad. La mayoría dice que no. Nadie se puso de acuerdo y casi todo el mundo dijo lo mismo.

Consideraba que no era justo salir del país. Pensaba en los compañeros que ni siquiera habían estado en Santiago y de pronto se ven aterrizando en Londres o París. esa era mi decisión y así se lo comuniqué al Partido.

 UNA FOTO DE FIDEL
La vida en Chile -relata la esposa- es muy dura. Nadie puede hacer presupuesto. Lo que hoy se resuelve con cinco pesos mañana no alcanza. Es una bola de nieve que crece diariamente. La gente tiene mucho miedo de hablar. El chileno ha perdido la alegría pero tiene fe en un futuro mejor.

Sobre la Junta se hacen muchos chistes. Corren de boca en boca. Hay uno que se refiere a que la maestra pregunta a Juanito quién descubrió a Chile y él responde: «mi general Pinochet»; quién descubrió América: «mi general Pinochet», expresa Jorgito. Se levanta Pepito y dice a la maestra que sus compañeritos están equivocados, porque a Chile lo descubrió Diego de Almagro y a América, Cristóbal Colón, entonces comienzan a gritarle «comunista... comunista... comunistas También se comenta que a Pinochet le gustan los cuentos mientras no se los explican.

Nunca perdimos contacto con el MIR -expresa Flora-. Miguel personalmente se preocupó de nosotros y de nuestro bienestar. Los enlaces que se veían conmigo funcionaron hasta el mismo día que salimos del país con Manuel. Las comunicaciones en el Partido han vencido la prueba de fuego de la represión. -En nuestro hogar -continúa- mantuvimos siempre en la pared una fotografía de Fidel que nos regaló Guerrita, el director de Bohemia. La foto fue tomada por Aramís Ferrera a bordo del avión en que Fidel regresaba a Cuba, después del recorrido por diez países de África y Europa socialista. La colocamos de tal manera que nunca pudieron identificarla en los allanamientos. El Jefe de la Revolución Cubana estuvo siempre con nosotros. Antes de marcharnos le dimos el cuadro a unos amigos.  

HASTA LOS PAÑALES ...

A finales de año fuimos trasladados al campamento Tres Álamos, en los alrededores de Santiago. Era un antiguo monasterio en convertido en prisión. Hay quinientos presos repartidos en cuatro pabellones. En uno de estos pabellones se encuentra incomunicada Laurita Allende. En la puerta de dicho pabellón tienen colocado un letrero que dice: «Peligro, material de guerra, explosivo, no entre.» De esta manera, cuando van comisiones internacionales no pueden penetrar.

Aquí pude conocer, por boca de otros compañeros presos, cómo cuando el campo es visitado por comisiones internacionales, los de- tenidos que han sido torturados y se encuentran en malas condiciones son introducidos en camiones de pesca comprados durante el Gobierno de la Unidad Popular y paseados por Santiago hasta que se marchen los visitantes. Muchas personas han visto estos carros por las calles de Santiago, herméticamente cerrados, sin sospechar que en los mismos quizás vaya algún familiar o un amigo.

Las compañeras presas sólo ven a sus hijos una vez al mes. Hay que dejarlos en la puerta y un guardia se los lleva a la madre. Los pequeños lloran mucho. A los bebés les revisan hasta los pañales

Uno de los principales torturadores que hay en este campo es Osvaldo Romo, que fuera dirigente de la población Lo Hermida. Utiliza mucho elemento lumpen en la aplicación de las torturas.

Días antes de que me expulsaran del país celebramos en unión de compañeros comunistas, socialistas y de otras organizaciones un nuevo aniversario de la fundación del Partido Comunista de Chile. Claro está, en medio de mucha discreción.

El día 16, a las 7: 10 a.m. de la mañana, me trasladaron al aeropuerto. El Partido me había ordenado que aceptara la libertad. Y, ¡qué sorpresa al montar el avión encontrarme a Flora y los muchachos! Fue un instante de verdadera emoción.

En el vuelo comencé a pensar. Me acordaba de los compañeros que en el fuerte Silva Palma son introducidos en la pared en unos nichos y tienen que mantenerse de pie o de rodillas durante varios días, sin probar ni siquiera agua. 

O de la viuda de Isidoro Carrillo, dirigente obrero comunista fusilado, que llegaba a Chacabuco toda vestida de negro. 

De José Carceres López, excelente compañero al que le fusilaron un hermano y padeció tremendamente en el campo de los Án- geles, y que me dijo una frase muy sencilla pero de gran significación:  «Nos derrocaron porque no teníamos odio de clase.» Y en verdad no sentíamos odio porque no habíamos sufrido el salvajismo de la violencia reaccionaria.                    

0 del compañero de Linares, al que comenzaron sacándole las  uñas y posteriormente tuvieron que amputarle cuatro dedos. Y no contentos le quemaron los testículos con un soplete.       

Y sobre todo pensaba en la unidad. Cómo el preso político no concibe que pueda haber desunión de las fuerzas que lo dirigen.  La unidad es la herramienta fundamental. Un dedo por sí solo no hace daño. Cinco dedos forman un puño y pueden golpear. Y el momento es de golpear.                      

La unidad debe ser amplia. Es necesario levantar una plataforma que impulse a todas las capas de la población que estén dispuestas a luchar contra la Junta. Este proceso debe ser dirigido por el  proletariado y sus partidos. Debemos evitar que el imperialismo y la alta burguesía nos escamoteen una victoria que nos corresponde legítimamente.
Para el compañero Miguel Enríquez, que dio lo más preciado del ser humano: su vida, el problema de la unidad fue un caro desvelo.  En Chile todos quieren aportar un grano de arena a esta lucha. Todo el mundo desea la unidad verdadera y una orientación correcta. Ese es el clamor de los chilenos.

Publicado en Bohemia, La Habana, 31 de enero de 1975.