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La pandemia que dejó nuestro mundo al desnudo

El planeta está ante "una crisis, con devastadores efectos sanitarios, económicos y sociales en todo el mundo. Foto: Archivo

La crisis del coronavirus ha destapado la falta de recursos, la pobreza y la tensión política. También nos ha recordado el poder de la naturaleza y la humanidad .

¿Cuál podría ser el símbolo más duradero del virus que ha puesto el mundo del revés en 2020? Podrían ser esas tardes de primavera cuando, al dar las ocho de la tarde, la gente salía de manera sincronizada a apoyar al personal sanitario y a otros sectores claves de la economía.

Podrían ser también aquellas primeras señales llegadas de Italia que nos advertían de que los problemas estaban cerca, las imágenes de la gente cantando desde sus balcones en un ritual que parecía exótico, distante e improbable como el propio concepto de «confinamiento», cuando aún no había perdido su significado.

¿Sería la pantalla de un ordenador, convertida en una especie de tablero de ajedrez de caras conocidas a través de la aplicación Zoom, convertida en el mecanismo de comunicación más habitual para quienes no viven bajo el mismo techo? ¿Y las imágenes de familias visitando a sus abuelos sin pasar del jardín o de los niños pequeños saludando detrás del cristal a los mayores?

O tal vez podría ser algo esperanzador, tal vez uno de esos momentos de estas últimas semanas del año que parecen prometer un final, cuando científicos anunciaron su éxito en la búsqueda de una vacuna. Podrían ser las fotografías de Maggie Keenan, la británica de 90 años que se convirtió en la primera persona del mundo en recibir la vacuna autorizada de Pfizer.

Si la instantánea a elegir tiene que ser triste, podría ser una que se ha repetido a lo largo de todo 2020: la de funerales casi vacíos, con asistentes que viven su duelo sin estar cerca los unos de los otros, si es que se les permite estar presentes. O la del sacerdote de la ciudad inglesa de Burnley que rompió a llorar cuando describía cómo llevaba paquetes de comida a familias tan pobres, en una situación de tal escasez agravada por la pandemia, que los niños rompían las bolsas incluso antes de que atravesara la puerta.

Tal vez lo que quede no sea una escena, sino un objeto. Sí, hablamos de la mascarilla, algo que antes parecía tan extraño e incluso aterrador y ahora forma parte de nuestro día a día. Tal vez sean esas señales puestas en cualquier lugar que nos recuerdan que debemos mantener la distancia mínima de dos metros.

Otra posibilidad podría ser un gesto, ese saludo de codos que comenzó a normalizarse cuando la crisis estalló por primera vez. O quizás el símbolo que permanecerá será la representación gráfica del propio virus que, en un intento por convertir en visible lo invisible, se ha traducido en una caricaturesca bola con pinchos, como una naranja con clavos incrustados.

Hay otro candidato menos literal, pero que serviría para recordarnos lo que el coronavirus nos ha hecho tanto a nosotros como a nuestro mundo. Un símbolo apropiado para esta pandemia global sería una lupa. Porque aunque el virus haya terminado y trastocado muchas vidas, aunque haya dado luz a un vocabulario completamente nuevo –distanciamiento social, ERTE, inmunidad de rebaño, tasa R0, cierre perimetral, grupos burbuja, «estás silenciado»– no ha rehecho el tablero global, sino que ha puesto de manifiesto lo que ya estaba ahí o lo que estaba tomando forma bajo tierra.

Un año de revelaciones

La COVID-19, cuyo primer aviso llegó a la Organización Mundial de la Salud hace un año, ha servido como lente a través de la cual hemos sido capaces de analizar nuestra política, el planeta y a nosotros mismos con una claridad nueva y sorprendente. Ha convertido 2020 en un año de revelaciones, aunque lo que reveló no sea tan nuevo.

Cuando el virus obligó a millones de personas a cubrirse la cara, le quitó la máscara a muchos de nuestros líderes.

El caso más llamativo fue el de Donald Trump. Al terminar 2019, algunos analistas de Estados Unidos, incluido el profesor Allan Lichtman –cuyo modelo había predicho correctamente los resultados de todas las elecciones desde que lo diseñó hace casi cuarenta años–, creían que 2020 sería el año de la reelección del republicano para un segundo mandato. La economía iba bien y pese a los excesos de Trump había señales de que podía ganar.

Pero la COVID-19 amplió el tamaño de los defectos de Trump. La enfermedad lo mostró como alguien carente de la empatía más básica: no canalizó ni una sola vez la ansiedad o el duelo que sentía el país mientras la cifra de muertos no dejaba de aumentar. Lo hizo quedar como alguien deshonesto que insistía en que el virus estaba a punto de «desaparecer», como un «milagro», que «se esfumaría» cuando aumentara la temperatura, que se estaba «diluyendo» o que Estados Unidos estaba a punto de pasar página cuando el virus seguía rompiendo récords de contagio.

Trump también puso de manifiesto su desprecio por la ciencia, contradiciendo y socavando de manera habitual a los médicos que lideraban la respuesta del país a la COVID-19, incluyendo al doctor Anthony Fauci, el experto en enfermedades infecciosas que lideraba su equipo médico y uno de los rostros de este 2020. Trump pidió a sus partidarios que se «liberaran» de los confinamientos mientras el virus campaba a sus anchas.

Estaba convencido de que la buena situación de la economía le daría la victoria en noviembre. Estaba decidido a fingir que la vida podía seguir su curso como si nada sucediera. Que las mascarillas y la distancia social eran innecesarias. Siguió repitiendo el mensaje incluso cuando se contagió y tuvo que ser hospitalizado en octubre tras un evento de «supercontagio» en la Casa Blanca en el que no se tomaron precauciones.

La poca sensibilidad y falta de respeto hacia los hechos y hacia la ciencia han sido siempre una de las señas de identidad de Trump. Pero la COVID-19 reveló con mayor claridad las consecuencias letales de su comportamiento al mismo tiempo que se confirmaba la fractura que atraviesa Estados Unidos. Un país en el que ponerse mascarilla podía convertirse en un manifiesto político y cultural: republicano o demócrata, Trump o Biden, teoría de la conspiración o ciencia.

Así, han seguido muriendo estadounidenses hasta llegar a superar los 3.000 fallecidos diarios a principios de diciembre, un Pearl Harbor al día, un 11 de septiembre al día. Para cuando termine el año habrán muerto 300.000 personas en el país. La economía dejó de crecer, incluso se retrajo. Los índices de aprobación de Trump se resistieron a subir.

La importancia de un buen líder
Trump ha sido sólo el ejemplo más llamativo de una tendencia identificable por todo el planeta. Populistas que lo han apostado todo a contradecir a los expertos e imaginarse liberados de cualquier responsabilidad ante los hechos y a los que les ha ido mal frente a una amenaza tan real como este virus. Una amenaza que no desaparecía con un mitín político, un insulto ni una broma.

Antes de que la pandemia sacudiera el mundo, la canciller Angela Merkel era reconocible por su aprecio por una tecnocracia tranquila, en contraste con el estilo de líderes como Boris Johnson, que han dependido más de eslóganes y mitos, mucha retórica y promesas más que buena gestión. La pandemia ha hecho más evidente el contraste.

Mientras Italia anticipaba lo que se venía encima con el virus, Johnson seguía pavoneándose, dando manos y autorizando eventos masivos, ya fueran deportivos o musicales.

Todos los científicos del país sabían que el confinamiento tendría que suceder antes o después. El Gobierno decidió que fuera después. Ese retraso, que pudo haberse evitado, habría salvado al menos 20.000 vidas. Así lo afirma el profesor Neil Ferguson del Imperial College en Londres.

A Reino Unido entraron al menos 20 millones de personas a través de los aeropuertos durante la primera ola. No hubo el más mínimo control. Y pese a las promesas gubernamentales de un «cinturón de seguridad» alrededor de las residencias de personas mayores, lo que sucedió fue lo contrario. Las personas ancianas fueron dadas de alta de los hospitales y enviadas de vuelta a las residencias sin que se les hiciesen pruebas. Alimentando una pandemia dentro de la pandemia.

Igual que otros, Reino Unido no estuvo ágil a la hora de conseguir el equipamiento de protección necesario, gastando unos 17.000 millones de euros en una subasta que canalizó una cantidad ingente de dinero a empresas sin experiencia en el sector, pero que contaba con la ventaja de amigos en las altas esferas.

En noviembre, la Oficina Nacional de Auditoría reveló la existencia de un «carril VIP» para los posibles proveedores que tuvieran la suerte de tener un amigo en el Parlamento o en el ministerio. Para los afortunados con esa bendición, era 10 veces más probable ganar esa especie de lotería y embolsarse un lucrativo contrato público.

Muchos británicos, al igual que los ciudadanos estadounidenses, pasaron gran parte de 2020 lamentando su desgracia. La carga que supone un liderazgo que, de manera tan evidente, no está a la altura en un momento en que se puso de manifiesto una vez más la importancia de que quien está al mando, responda.

Muchos miraron hacia personas como Merkel o Jacinda Ardern en Nueva Zelanda, constante, sobria, seria, y se maravillaron con la profesionalidad exhibida por Corea del Sur, Vietnam o Taiwán, donde el número total de muertes fue de 526, 35 y siete respectivamente (y recuerden, Corea del Sur fue uno de los primeros países golpeados por el virus). El contraste con sus propios gobiernos, supuestamente «a la cabeza del mundo», ha sido evidente.

We’ll Meet Again

Como si se tratara de llenar ese vacío, el liderazgo vino de lugares inesperados. Durante el primer confinamiento, la reina Isabel II, con el tono adecuado, dijo que «nos volveremos a encontrar». Un guiño a los tiempos de guerra y a la canción We’ll Meet Again de Vera Lynn que servía para advertir de que la pandemia era una amenaza tan mortal como la guerra y nos recordaba que habíamos pasado por cosas peores.

El siguiente en la fila fue alguien 70 años menor que la reina. De alguna manera le tocó al delantero del Manchester United, Marcus Rashford, articular el sentimiento de que, en momentos de peligro, se nos exige más y tenemos que cuidarnos mejor. Su campaña para aumentar la entrega de comidas gratuitas a los niños más pobres y hambrientos a través de los colegios conectó con la fibra de los británicos mas solidarios y forzó al Gobierno británico, en dos ocasiones, a realizar un giro de 180 grados

Un virus que amplía la brecha de ricos y pobres
La desigualdad está tan arraigada que puede parecer una ley natural. La lente del coronavirus ha conseguido magnificar esa desigualdad de un modo nunca antes analizado.

En la época de COVID-19, esa distinción entre el trabajadores ha encontrado una nueva manifestación: los que pueden trabajar desde casa y los que no. Esto abre una gran brecha entre quienes se quejan del cansancio del Zoom, quienes bromean con vestirse para impresionar por encima de la cintura mientras llevan ropa de andar por casa por debajo, y quienes no pueden elegir. Aquellos cuyos centros de trabajo han cerrado y que de repente ven peligrar su sustento.

Los primeros no han visto afectados sus ingresos. Al contrario, ahora que los gastos se reducen drásticamente, no han dejado de ahorrar. Para algunas personas el confinamiento significó amasar pan casero, aprender un idioma o detenerse a oler las rosas.

Pero para quienes no pueden trabajar desde casa, especialmente aquellos con puestos en el comercio minorista o en la hostelería, que dependían de si sus empleos se encontraban abiertos de forma presencial, el confinamiento ha significado esperar la llegada de las ayudas públicas, sabiendo que tarde o temprano la ayuda se acabará. Para algunas familias ha supuesto vivir apiñados en viviendas ya de por sí pequeñas y que, con todo el mundo dentro, lo parecen aún más. O evitar que los niños, en casa desde la primavera hasta el otoño, se subieran por las paredes.

Esto se ha dado en todo el mundo. El virus ha ampliado la brecha que divide a ricos y pobres. Los ricos se hicieron incluso más ricos. Para los multimillonarios, 2020 ha sido un año bueno. Sus fortunas habían alcanzado la suma de 10,2 billones de dólares al llegar el verano. Un incremento gigante respecto al del año anterior, según datos proporcionados por el banco suizo UBS.

La cara que simboliza este enriquecimiento es la del fundador de Amazon, Jeff Bezos, cuyo negocio ha crecido por la pandemia y la dependencia que se ha generado de las entregas a domicilio. En 2020 se ha convertido en el primer ser humano con una fortuna personal que supera los 200.000 millones de dólares.

Mostrando la otra cara de la moneda, 2020 ha sido también el año en el que los ciudadanos más han utilizado los bancos de alimentos, llegando a cifras récord. Fue el año en que miles de coches hicieron cola en Dallas, Texas, para recibir ayuda en un «evento de distribución de alimentos»: se contaron 25.000 personas haciendo cola durante un solo día. El empleo precario, la falta de trabajos decentes, seguros, bien pagados y a tiempo completo son un problema en el Occidente industrializado que viene de hace tiempo. Pero la COVID-19 lo ha magnificado hasta convertirlo en algo aún más grande: el desempleo masivo a una escala no vista en décadas.

Fractura de género y generacional

La COVID-19 ha traído también una fractura de género. Aunque parece que es más probable que los hombres mueran por la enfermedad, han sido las mujeres las que más han sufrido sus consecuencias. Un estudio muestra que las mujeres presentan mayores índices de ansiedad debido al virus. Estudios posteriores han concluido que las mujeres han estado trabajando más duro y más tiempo, haciéndolo en casa con sus tareas habituales, además de tener que hacerse cargo de los menores más de lo habitual. La investigación concluye que las mujeres tienen un 43% de posibilidades más que los hombres de haber incrementado sus horas de trabajo. El resultado, un aumento de los problemas en su salud mental.

El problema también ha sido generacional. Los más mayores han sufrido de manera más directa, por supuesto. Han sido las personas de más 85 años las más vulnerables a la enfermedad.

Aunque los más jóvenes hayan pagado un precio menor en cuanto a mortalidad, sus vidas han sido golpeadas con mas dureza. Puede que las causas hayan afectado mas a los bebés que se vieron privados de la socialización habitual con otros bebés; a aquellos que han tenido la escuela en casa –quienes han tenido la suerte de recibir lecciones de matemáticas que llevaban medio aprendidas de padres somnolientos, en paralelo a los vídeos de historias horribles que llegaban del mundo exterior, y los menos afortunados que no han recibido casi ninguna formación académica entre marzo y septiembre–. Un estudio de la London School of Economics advirtió en octubre de una «brecha educativa permanente» en un grupo de estudiantes que han perdido tiempo y clases que nunca podrán recuperar.

La desigualdad racial

El coronavirus ha sido implacable. Ha magnificado las imperfecciones en la piel de nuestra sociedad, mostrando las profundas fracturas que la dividen. Lo ha hecho con las divisiones territoriales, de clase, de género y de edad, así que no supone ninguna sorpresa que exponga también la desigualdad racial.

Entre los hombres de Inglaterra y Gales, las personas negras de origen africano tienen la mayor tasa de mortalidad por la COVID-19, que es 2,7 veces más alta que la de los hombres blancos. Entre las mujeres, la tasa de mortalidad más alta fue la de las de origen negro caribeño, casi el doble que la de las mujeres blancas.

La Covid-19 mató a personas negras y de minorías de modo desproporcionado. ¿Hay una explicación fisiológica o incluso genética, basada quizá en una mayor incidencia entre estas comunidades de enfermedades preexistentes como las respiratorias, las cardíacas o la diabetes?

La Oficina Nacional de Estadística señaló más variables como la ubicación o los ingresos, dónde vive la gente y cuánto gana. Los expertos señalan el hecho de que las personas negras y asiáticas ocupan una proporción mucho mayor de empleos en el sector público, en hospitales y centros de atención, en autobuses y trenes o en hogares multigeneracionales donde corren un mayor riesgo de contagio.

Aún siendo un tema aparte y sin relación aparente con la COVID-19, las protestas de Black Lives Matter congregaron multitudes en todo el mundo, en el centro de ciudades que hasta entonces habían estado vacías. Manifestantes con los rostros cubiertos repetían el mismo eslogan, que lleva una cara no intencionada de la forma en que mata el coronavirus. La frase en cuestión consistía en las últimas palabras de George Floyd mientras era asfixiado hasta la muerte por la policía de Minneapolis: no puedo respirar.

Por supuesto, la injusticia racial puesta de manifiesto por el movimiento Black Lives Matter siempre ha estado ahí, pero es posible que una crisis global haya ofrecido un espacio en el que la gente pudiera, por fin, mirarla a los ojos. La primera fase de la pandemia trajo dolor y pérdidas a cientos de miles de personas en todo el mundo, un recuento de muertes que ha terminado por superar el millón y medio de personas, pero entre el miedo y el estrés, también impuso una rara y desconocida pausa. Haciendo alusión a un viejo refrán, que hace eco por su inutilidad, «paren el mundo, que me bajo». La COVID-19 parecía ofrecer esa oportunidad. durante un tiempo, el mundo se detuvo.

Alivio y esperanza para el medioambiente

Todo esto coincidió con la primavera. Para quienes, afortunados, contaban con un espacio abierto, un jardín, un balcón o algo verde, constituyó la oportunidad de tomarse un respiro. La gente se maravilló observando la naturaleza que antes ignoraba, plantas o árboles que pasaban desapercibidos en su vida diaria y que ahora, durante los paseos diarios, veían como si estuvieran ahí por primera vez. En redes sociales han sido muy compartidas las imágenes de animales desconocidos vagando por las calles desiertas de la ciudad, junto con el titulo: «La naturaleza se está curando».

Esta afirmación no es en vano. Los centros de las ciudades, atascados por el tráfico, fueron mejores para los pulmones. Si levantabas la vista veías cielos despejados de aviones, ya que el transporte aéreo de pasajeros disminuyó un 90% en abril y un 75% en agosto, cuando ya había menos confinamientos y millones de personas pensaban en sus vacaciones.

Un par de científicos medioambientales descubrieron que, debido a la pandemia, la calidad del aire había mejorado significativamente en diferentes ciudades de todo el mundo: se habían reducido las emisiones de gases de efecto invernadero y había disminuido la contaminación del agua y la acústica. Todo eso, en conjunto, había contribuido a una posible «recuperación del sistema ecológico». Por supuesto, con un inconveniente: el aumento de los desechos médicos. Los plásticos utilizados para los equipos de protección individual, los guantes e, inevitablemente, las mascarillas.

Aún así, el año del virus ha mostrado que las cosas podrían ser diferentes. Esos mismos investigadores medioambientales se preguntaron si «la respuesta global a la COVID-19 también nos estaba enseñando a trabajar juntos para salvar a la Tierra de los efectos del cambio climático global».

Mike Clemence, de la encuesadora Ipsos, informó de que el nivel de alerta de los británicos ante el cambio climático, que no para de crecer desde 2013, aumentó en otros cinco puntos este año. De sus investigaciones extrajo la opinión de que el año 2020 podría convertirse en un precedente, «una demostración de que los cambios sociales a gran escala pueden suceder con bastante rapidez si la gente trabaja con el Gobierno para lograr un objetivo simple y compartido». Eso abre espacio para la esperanza. Si pudiéramos aplicar el mismo enfoque para hacer frente a una amenaza persistente y gradual, la crisis climática, con el que hicimos frente a una crisis repentina e inmediata, ¿quién sabe lo que podríamos conseguir?

Un nuevo mundo de teletrabajo

La lente del coronavirus muestra muchas de las cosas que ya estaban sucediendo en nuestro mundo, pero también nos aumenta a nosotros y a nuestra forma de vida. Las tendencias anteriores a la pandemia se aceleraron. El trabajo desde casa ya estaba en alza, pero pasó de ser una excepción, a la regla. Muchas personas empleadas en oficinas y diversas profesiones sospechan que no volverán nunca más a sus centros de trabajo o, si lo hacen, será sólo uno o dos días a la semana.

La creencia establecida de que el trabajo significa desplazarse a un lugar para sentarse en una gran habitación rodeado de compañeros mirando las mismas pantallas de ordenador que todos podrían mirar en sus casas, seguramente ha terminado para siempre. Todas las empresas que han superado la pandemia en condiciones se han planteado enterrar la oficina,: al mantenerse sin ella, demostraron que era prescindible. Algunas organizaciones ya han vendido sus sedes o cancelado el contrato de alquiler que tenían porque ya no lo necesitarán.

Las compras online ya habían crecido antes de 2020 y esta tendencia no sólo ha continuado, sino que ha ido a más. Se estima que la pandemia ha acelerado el paso de las tiendas físicas a las compras digitales en lo que equivaldría a cinco años al ritmo anterior.

Todo esto podría tener como consecuencia un cambio estructural en la fisonomía de pueblos y ciudades cuyos centros tomaron forma durante siglos para acoger al comercio y al trabajo. Si ambas actividades habían comenzado a migrar hacia los hogares, la pandemia les ha dado un empujón.

En 2020 vislumbramos un futuro extraño. Las calles principales están desiertas y las de zonas residenciales se han llenado de repartidores que traían a nuestra puerta las cosas que solíamos salir a comprar o consumir con otras personas.

Solidaridad ante la soledad

Estas transformaciones traen consigo una pandemia colateral: la de la soledad. La guerra contra el virus ha privado a muchas personas del contacto humano elemental. La frase «distanciamiento social» ha tomado forma, es demasiado real. Después de sólo una semana de confinamiento, la proporción de británicos que reconocen sufrir «ataques de soledad» aumentó de uno de cada 10 a uno de cada cuatro. Y eso, a su vez, ha dado pie a la necesidad de mayor unión y contacto.

Se hizo evidente en esas primeras semanas de primavera, cuando brillaba el sol. Con él brotó un repentino y bienvenido brote de espíritu comunitario que se encarnó en el aplauso de las ocho de la tarde. Se saboreaba una solidaridad de la que tal vez habíamos oído hablar a nuestros padres o abuelos, pero que rara vez habíamos experimentado nosotros mismos. Durante un tiempo hubo un sentimiento, ya fuera breve o ilusorio, de que realmente estábamos todos juntos en esto. Estabas encerrado, pero también lo estaba tu jefe y las personas más famosas del mundo, algunos de ellos mostrando vídeos para demostrarlo.

Quizá es por eso por lo que se ha reaccionado tan fuerte contra los responsables políticos que han violado las normas de confinamiento. Se rompía así algo que apreciábamos todos: la sensación de que el esfuerzo era colectivo. Estos actos hicieron que aquellos que se habían quedado en casa, lejos de sus seres queridos incluso en sus últimas horas de vida, se sintieran tontos, tontos que tomaban la palabra de sus líderes al pie de la letra, sin darse cuenta de lo que los poderosos siempre han sabido: las reglas están para romperlas.

La pandemia nos ha permitido aprender de nuevo qué es lo que más valoramos. Junto con los trabajadores sanitarios, los científicos han sido los héroes del año y eso se convierte en un recordatorio de que no había suficientes expertos.

Hemos aprendido quiénes somos al descubrir lo que hemos echado de menos. Vivir sin la posibilidad de un paseo hasta el bar, una noche de risas en el teatro, lágrimas en el cine o la emoción de la música en vivo, una tarde gritando en el fútbol, una charla breve acompañada de una copa o una larga comida con amigos, unas horas con tus padres o tus hijos, un simple abrazo sin palabras… Ha sido duro. El vacío ha sido grande. Hemos extrañado recuperar nuestros pequeños placeres.

La pandemia se ha llevado demasiadas vidas, pero también nos recuerda el para qué sirve la vida: la alegría más simple, la de estar con los demás lo suficientemente cerca como para tocar y que te toquen. Como si hubiese una lupa sobre cada uno de nosotros, el virus ha revelado nuestra mayor debilidad, pero también nuestra fortaleza más preciada: la necesidad de estar juntos.

(Tomado de The Guardian / Traducción de Alberto Arce para El Diario de España)