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El perro de los muertos

Moncada, que así se llamaba el animal, apareció en la ciudad matancera de Colón alrededor de 1955. Foto: Yenli Lemus/ACN.

En la casa del senador Carlos Prío apareció un perro callejero. La servidumbre lo espantó, pero el perro volvió  y regresó cada vez que lo ahuyentaban. Prío decidió al cabo quedarse con él. Por las veces que apareció en su casa le llamó Aparicio y lo llevó al Palacio cuando resultó electo Presidente de la República. ¿Qué fue de Aparicio tras el golpe de Estado de 10 de marzo?

Otro perro digno de mención es Ciclón. Apareció en el cuartel de bomberos de Magoon, en la calle Zulueta, posiblemente durante el ciclón de 1944 y a partir de ahí acompañaba a los bomberos en cada una de sus salidas para extinguir incendios. Era el primero en montar en el carro-bomba.

Antes de la I Guerra Mundial, Pancho Hermida (La Discusión) era uno de los zares de la crítica teatral habanera junto con el Conde Kostia (La Lucha)  Amadís (El Mundo) y Zerep (El Triunfo). Cada noche hacía su recorrido por los teatros: Alhambra, Nacional, Payret, Martí, Albisu y Actualidades. Era una rutina invariable con estancias más o menos dilatadas donde hubiera un estreno o una peña interesante.

Una vez, al llegar a Alhambra, notó que lo seguía un perro sato, color canelo, con visibles señales de apetito, y le compró una frita en el café del propio teatro. Fue un acto simbólico que selló una amistad inquebrantable. Bautizaron al sato en Alhambra como Viruta, y Viruta cada noche, durante años, acompañó a Hermida en sus recorridos. Cuando Hermida murió, Viruta siguió haciendo solo su recorrido teatral hasta que un día pasó él mismo como un recuerdo más del retablo habanero. Viruta, el canelo sato farandulero.

Cosas de la vida. Hace poco adquirí un ejemplar de la primera edición de Los negros brujos (Madrid, 1906) de Fernando Ortiz, y está dedicado por su autor a «Francisco Hermida, cronista de Vía Libre».

Un perro que durante años asistió a todos los velorios y participó en los entierros, aunque no pasó nunca en ellos de la puerta del cementerio de San Rafael, fue inhumado a la entrada de la propia necrópolis luego de que los alumnos de la escuela primaria Luz y Caballero, de completo uniforme, le hicieran guardia de honor durante horas en el portal de ese centro docente.

Moncada, que así se llamaba el animal, apareció en la ciudad matancera de Colón alrededor de 1955. Se afirma que llegó con un circo ambulante, cosa no comprobada. Lo que sí es cierto es que el Club de Leones local confirió a Moncada una medalla y un collar en una ceremonia que, con la presencia de más de quinientas personas,  se llevó a cabo en la cafetería Jai Alai, hoy La Roca, donde hubo dulces para todos. En 1957, dos notas sobre Moncada, con la firma de Rubén Ledo, aparecieron en el periódico local Noticias, y tres años más tarde el propio autor le dedicó un librito de algo más de 50 páginas. Lo tituló Moncada, el perro de los muertos.

Moncada acudía no solo a la funeraria, sino a velorios que se llevaban a cabo en la residencia del difunto; parecía tener un instinto especial para detectar a un muerto, y como los entierros eran a pie, volvía del cementerio con las personas que habían asistido a la inhumación. Se hacía presente en las misas, como si identificara el sonido de las campanas. Su sitio preferido, sin embargo, era la escuela primaria Luz y Caballero.

Ocurrió precisamente en las afueras de ese centro escolar algo realmente insólito, se cuenta. En cierta ocasión un alumno se disponía a cruzar una calle sin darse cuenta de la cercanía de un camión. Moncada saltó, se interpuso en el camino del niño y lo obligó a retroceder. Esto, que fue presenciado por numerosas personas, llamaría la atención incluso si un perro lo hiciera por su dueño, pero es insólito que lo hiciera por un desconocido.

La mala hora pareció llegarle a Moncada en noviembre de 1959. El Ministerio de Salubridad sacó a la calle una llamada Columna Sanitaria a fin de, entre otros propósitos, recoger a los perros callejeros. Se retendría a los canes en las perreras municipales para que fueran reclamados por sus dueños, lo que debía ocurrir en un plazo prudencial. Si no, serían sacrificados.

Cuando Radio Menocal lanzó al aire la noticia, cientos de personas se tiraron  a la calle a reclamarlo, mientras que  otros cientos, encabezados por los carniceros del mercado, salían con la intención de ajustar cuentas con los de la Columna Sanitaria. La sangre no llegó al río, y Moncada, ya vacunado, volvió a la calle.  Moriría viejo y gordo, muy gordo, gordísimo.