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Lobo, el rey de La Habana

Julio Lobo. Foto: ABC.

Se publicó en EE.UU. una biografía de Julio Lobo. Se titula The Sugar King of Havana y su autor es John Paul Rathbone. Dedicaremos el espacio de hoy a este personaje. Fue la gran figura de la burguesía cubana.

Lobo nació en Venezuela y fue traído a La Habana cuando apenas tenía un año de edad. Su padre comenzó muy joven a trabajar en lo que después sería el Banco de Venezuela y gracias a su esfuerzo e inteligencia ascendió gradualmente hasta ocupar la gerencia de la entidad con solo 22 años. Tuvo un día la mala idea de negar un préstamo al dictador venezolano Cipriano Castro y fue a dar con sus huesos a la cárcel. Liberado al fin, después de tres meses de encierro, salió expulsado de Caracas. En Nueva York, donde se estableció, la North American Trust Company le ofreció de inmediato la administración de su sucursal habanera. Entidad que no tardó en convertirse en Banco Nacional de Cuba, que no era nacional ni cubano. Corría ya el año de 1900.

El hijo hizo estudios en EE.UU., donde se diplomó como ingeniero agrónomo. Regresó a Cuba y en 1920 asumió la dirección general de Galbán, Lobo y Compañía —el negocio paterno—, inicio y catapulta de su imperio azucarero. Llegó a convertirse en uno de los hombres más ricos de Cuba. Si como grupo familiar los Falla Bonet lo superaron, Lobo sobresalía como propietario individual. Llegó a poseer 16 centrales azucareros, 22 almacenes y una corredora de azúcar, una agencia de radiocomunicaciones, un banco, una naviera, una aerolínea, una compañía de seguros y una petrolera. Era el principal vendedor de azúcar en el mercado mundial. Guillermo Jiménez, en su libro Los propietarios de Cuba, atribuye a Lobo una fortuna personal de 85 millones de dólares, con activos calculados en cien millones. Rathbone, su biógrafo, asegura en su libro que si esa fortuna se midiera con los parámetros actuales ascendería a no menos de cinco mil millones.

De cualquier manera, en 1960, Lobo salió de La Habana, diría él mismo, con una maleta pequeña y un cepillo de dientes. Se instaló en Nueva York y continuó en el giro del azúcar, pero nunca repitió sus pasadas hazañas. Cuando falleció, en 1983, su capital, dice Rathbone, se estimaba en 200 mil dólares. En realidad, precisa el biógrafo, muy pocos prosperaron en el exilio.

A diferencia de los Falla Bonet que al triunfar la Revolución sacaron de Cuba no menos de cuarenta millones de dólares, Julio Lobo, furibundo nacionalista, siguió invirtiendo en la industria azucarera y en otras empresas, al tiempo que continuaba agrandando sus valiosas colecciones de arte. Al fin y al cabo, siempre había sido más listo que sus rivales y esa confianza lo llevó a no tomar precaución alguna.

Lobo solía llevar una guayabera almidonada, pajarita y pantalón de hilo. Foto: ABC.

Nunca quiso intervenir en política, pero fue un antibatistiano convencido. Se mostraba partidario de la democión de Batista, sin importante quién lo sucedería. En 1957 entregó 50 mil pesos para la Acción Libertadora, una organización antibatistiana, que pasó a su vez la mitad de ese dinero al Movimiento 26 de Julio. Eso le hizo creer que podía poner condiciones a la Revolución. Asegura Rathbone en su libro que Ernesto Che Guevara lo bajó de la nube. Lo convocó a su oficina. El comandante guerrillero devenido presidente del Banco Nacional de Cuba le dijo que habían revisado sus cuentas y que lo felicitaba por la eficiencia de sus empresas y por no deberle un solo centavito al fisco, pero le comunicó que sus bienes serían intervenidos. Le hizo una oferta: Podía permanecer al frente de sus centrales azucareros. A cambio recibiría un salario del Estado. De más está decir que Lobo se negó. Fue entonces que hizo su pequeña maleta.

Muy polémica fue, en 1958, la compra por parte de Lobo de los tres ingenios propiedad de Hershey. Compra esa que le costó muy cara pues ya fuera de Cuba sus acreedores le exigieron la deuda pendiente de aquellos centrales que ya no eran suyos.

Su biblioteca especializada en temas azucareros era la mejor y más completa de Cuba y tal vez de todo el mundo. Sobresalían en su pinacoteca obras de Da Vinci, Rafael, Miguel Ángel y Goya, entre otros grandes pintores, y era famosa su colección de incunables y de libros únicos y raros. Lo obsesionaba la personalidad de Napoleón, de quien llegó a poseer una amplia colección de reliquias y más de 200 mil documentos, que dejó a la nación en depósito y que se atesoran hoy en el Museo Napoleónico de La Habana. Le interesaban asimismo los temas hispanoamericanos. Lobo fue un hombre del Renacimiento, dice Rathbone, extremadamente curioso, con un profundo conocimiento de los negocios, del tema del azúcar, la política y la historia y una impactante cultura general. No tuvo nunca yate propio y apenas hizo vida social. Fue un trabajador compulsivo de hasta 16 horas diarias. Su hobby era la jardinería. Tenía además la afición de coleccionar actrices de Hollywood. Con Joan Fontaine tuvo una relación prolongada y llegó a proponer matrimonio a Bette Davis. En cierta ocasión ordenó que llenasen con agua perfumada una de sus piscinas para agasajar a la estrella de cine y diva del nado sincronizado Esther Williams.

Pasó sus últimos años al cuidado de su primera esposa, de la que se había divorciado muchos años antes. Ya para entonces solo podía mover los ojos. Pidió que lo inhumaran en guayabera. Una bandera cubana cubría su ataúd. Ese fue su deseo.

Julio Lobo, el Napoleón de Cuba. Foto: Finding Napoleon.