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Cincuenta sombras de Grey… o el arte de construir envolturas

Canal USB-17Pocas veces en la historia del cine el título de cualquier secuela ha logrado resumir de una mejor manera sus esencias. Estrenada hace pocas semanas con alfombra roja y grandes expectativas, Cincuenta sombras más oscuras —el filme intermedio de la trilogía Cincuenta sombras de Grey consigue la increíble faena de superar en abucheos a su predecesora.  Sin embargo, aún con el rechazo de la crítica, tramas en exceso repetitivas e incuestionables carencias de ritmo, carácter y energía, ambas películas consiguen altos números en taquilla y trascienden más allá de los límites predecibles.

Inspirada en los libros de la autora británica E. L. James y con casi mil millones de dólares recaudados entre las dos primeras cintas, la saga narra la relación de Anastasia Steele, una humilde y romántica joven, con Christian Grey, uno de los multimillonarios más codiciados de Seattle. Ella, virgen e inexperta; él, amante de prácticas sexuales relacionadas con el bondage, la dominación o el sadomasoquismo. En apariencia dos seres radicalmente opuestos llamados a lidiar con las exigencias del otro, pero que apenas resultan simples justificantes para un suceso mucho menos evidente.

Aunque pretenden venderse como filmes transgresores, sobre todo por el acercamiento a un tópico sexual considerado tabú, el fenómeno asociado a Cincuenta sombras de Grey está construido sobre estereotipos y delineado por el marketing hasta el último detalle. Imposible obviar la entrega de la trilogía dentro de una caja con esposas, máscara y corbata, quizás por aquello del noble propósito de la práctica, pero también como una eficaz estrategia comercial. Tampoco pasar por alto los violentos enfoques de una cámara en busca de la marca —casualmente siempre Apple— de los regalos del magnate a su chica. Dentro del caos, de pronto uno descubre que nada es fortuito, porque existen demasiados intereses por complacer.

Considerada por una parte de la crítica como “porno para mamás” por el valor dado a la monogamia y por sus recurrentes escenas eróticas, en esta historia la pretendida lujuria, al final no más que un amarre de manos y par de azotes, no se concreta como infidelidad o escape de la rutina del matrimonio, sino como negociación entre dos personas únicamente enfocadas en defender sus intereses. Así lo acuerda la pareja en una escena excepcionalmente ridícula, donde con un contrato de por medio la chica marca sus límites y estipula a qué está dispuesta en su futuro rol de novia y sumisa sexual.

Sin embargo, la fidelidad exigida termina por convertirse en obsesión controladora y la firma del convenio en un intercambio mercantil de placer por bienes y comodidades materiales. Más allá solo queda una profunda y bien estructurada metáfora sobre el poder, marcada por un discurso machista, una evidente cosificación de la mujer y un consumismo demasiado grotesco. Así, el único fin de Cincuenta sombras más oscuras, como el de su predecesora, no radica en un cine medianamente coherente, sino en crear envolturas y sentimentalismos en pos de un mercado, aunque para ello las inconsistencias del guion pasen como el menor de los problemas.

Christian Grey, por ejemplo, gasta incontables minutos parloteando sobre su aversión por lo manido del término “hacer el amor”, de su incapacidad para el romance o para dormir acompañado, así como de su rudeza sentimental y sus fuertes impulsos sexuales. Sin embargo, pide matrimonio en un ambiente de ensueño bajo fuegos artificiales, se emociona por presentarle la chica a su familia o añora pasar la noche junto a ella. Esta combinación estandarizada de amante latino y príncipe azul garantiza los favores de un espectador con la posibilidad de escoger a qué extremo le cede sus suspiros.

He ahí la clave del éxito. Enfocadas más a los anunciantes que a los públicos, ambas películas triunfan en fama porque supieron construir su propia audiencia y convertir estas cintas mediocres en un fenómeno de masas. Las bebidas lanzadas en pleno rostro, los bailes de máscaras y accidentes de helicóptero, los varios minutos de sexo y la historia de la chica pobre, deslumbrada, seducida, triunfante a ratos y vencida en otros, apenas resultan estrategias ya probadas para estremecer a las multitudes. Ni existe nada nuevo aquí, ni buscarlo es el propósito.

Cuando esta segunda entrega sigue en carteleras y ya está anunciada una tercera para el año próximo, el fenómeno vinculado a Cincuenta sombras de Grey deja interesantes preguntas. Aún cuando es utópico esperar un metraje siempre trascendente y las producciones más ligeras poseen también el derecho a la existencia, ¿el conformismo ante lo banal debería erigirse en la norma? ¿Cuáles son los límites entre el cine como arte, con sus códigos y pactos ficcionales, y la manipulación sin reservas? Interrogantes necesarias para mirar esta trilogía y encontrar, más allá de los títulos y los sobresaltos, los remedios para muchas más que estas cincuenta oscuridades.