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El preciso instante para decir adiós

Foto: Marilú Hernández/ Twitter.

Foto: Marilú Hernández/ Twitter.

Una cree que después de cuatro días de duelo, después de llorar, negarse, volver a llorar, escribir y recibir mensajes de aliento, se ha endurecido un poco el pecho.

Una espera que después de noches de poco dormir, editar trabajos periodísticos, ponerle la vida y el cuerpo a ediciones especiales y no poder ir a la Plaza porque el deber está al lado del periódico… después de todo eso una espera poder ser fuerte para lo que venga.

Pero cuando luego de la madrugada entera de trabajo, una periodista se para a un lado de la calle a decir adiós al Fidel suyo, ya no es periodista ni otra cosa que no sea una muchacha sola, con frío, golpeada por el peso de la historia y por el sino de su generación de despedir a tantos grandes.

Una puede suponer que está lista, que no se desmoronará, pero es el ruido de los helicópteros, es el silencio atónito de la gente, es la abuela que carga a su nieto «para que lo vea todo y un día sepa que estuvo aquí».

Son los generales erguidos, pero con la banda negra en el brazo, y unos rostros tan afligidos; y es aquella urna, donde va una pequeña caja cubierta por la bandera.

Es todo eso lo que golpea y lo que arranca el aire, y además la certidumbre de que solo tienes ese preciso instante, segundos apenas, para decir adiós.

Alguien grita «Viva Fidel» con una voz herida, y respondemos «Viva», pero ya se va la caravana; y una se queda vacía, con el móvil en la mano, donde está el video triste que en el futuro podrá enseñar a los hijos.

Cada cual vuelve cabizbajo a su lugar, y una tiene de nuevo las lágrimas enredadas en el alma, porque Fidel no cabe en ninguna urna, y nada, nada, prepara para un encuentro que te pone de frente con la verdad de la muerte, con su materialidad.

A pocos pasos de la casa, está la misma fregadora de carros de siempre, donde los muchachos de botas de gomas —que una imagina desconectados de todo, hasta de su tiempo—conversan en voz baja. Y, de pronto, a la entrada de su negocio, repara en un cartel manuscrito con caligrafía irregular: “Fidel por siempre”.

Entonces hay que llorar de nuevo, ahora sí, sin contenerse, porque el duelo no se ha acabado y necesitamos llorarlo hoy para mañana salir a la calle y gritarle al descreído, al imperialista, al traidor, al corrupto, al oportunista: «Fidel está vivo» «Fidel soy yo».