Por Michel Hernández
Dulce Pontes nunca se había presentado en Cuba. Su obra, como casi siempre sucede en estos casos salvo honrosas excepciones, también ha estado ausente de los medios de difusión locales. Estos, por otro lado, tampoco promovieron a cabalidad el concierto de esta cantante, una de las voces cimeras del fado (canción folclórica portuguesa) cuya música es un punto de unión entre las tradiciones culturales de su país y los territorios más interesantes y originales de las llamadas músicas del mundo.
Pero Dulce Pontes no parecía una desconocida para el público que colmó su concierto en el teatro Mella, inscrito dentro del festival Las voces humanas; incluso algunos acostumbrados a atesorar en cualquier formato la obra obviada por los medios más establecidos, conservaban la seguridad de que iban a asistir a uno de esos conciertos que alivian la tensión diaria y dejan una noche para el recuerdo.
La fadista interpretó temas originales de su país y del repertorio universal y abrió un nuevo mundo para los cubanos, repleto de paisajes oníricos, de nostalgias por el lugar que habita, de lamentos existenciales y de sueños de otra vida que regresan al presente para recordarnos la era en que la música cargaba consigo el placer de lo inesperado.
Pontes es una estrella mundial aunque no encaje en los estereotipos que la industria diseña para vender a las celebridades del espectáculo. Su intensa sensibilidad es la de una artista que habla con las tradiciones de su tierra, busca la belleza en la quietud de la naturaleza y se sobrepone a los descalabros del tiempo para darle lustre a las historias que han pasado en su país de generación en generación.
La cantante salió a recorrer un camino guiado por los amplios registros vocales de su voz, a veces intensa, a veces frágil, que hizo suyos los cantos ancestrales, las raíces de la cultura portuguesa y sorprendió al público con un homenaje muy particular a la entrañable cantautora argentina Mercedes Sosa.
Cuentan que “La negra” hacía llorar a todos cuando cantaba Alfonsina y el mar, dedicado a la poeta Alfonsina Storni. Cuentan que el público se la reclamaba a voz en cuello en cada concierto. Y la portuguesa estaba consciente del significado que conlleva defender esa canción entre los seguidores de la canción latinoamericana y de las verdaderas riquezas sonoras del mundo. De ahí que se empeñara en entregar este tema como si tuviera el corazón en la garganta para patentar su cercanía con la obra de una cantante que, aunque ya los tiempos no son los mismos, sigue expresando a plenitud el espíritu de América Latina.
La reina del fado, que ha publicado más de nueve discos durante 30 años y ha mantenido colaboraciones entre otros con pesos pesados como Ennio Morricone o Caetano Veloso, también dio espacio para que se expresaran sus músicos, a los que se sumó el percusionista cubano Ruy López-Nussa.
Tras acompañar la trepidante voz de la portuguesa a lo largo del concierto, los instrumentistas dieron muestras de su destreza y permitieron que los sonidos de las gaitas, el bandolín y las guitarras flamenca y portuguesa alcanzaran su mayor expansión.
Dicen que el fado es un canto triste. Un desgarro. Un lamento que nace desde las entrañas. Pero para los cubanos esa noche con Dulce Pontes fue más que una revelación. Fue, sin duda, una de esas experiencias que obligan a volver la mirada sobre la música del circuito alternativo internacional y sobre la importancia de que se promueva sin remilgos la obra de aquellas figuras que no hacen concesiones y logran, sin tanto despliegue mediático ni tecnológico --que a veces solo sirve para esconder las carencias artísticas-- abrir en los espectadores un nuevo mundo de experiencias sonoras y de intensidad espiritual.
(Tomado de Granma)