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Legna Verdecia, un rostro para el judo (+ Video)

LV Campeona APor Roberto Ariel Lamelo

Cuando Julio le dijo que no al Profe, que no podía sentarse de rodillas porque le dolían, el Profe le hizo una seña al secretario y este, risueño, le pidió a Julio que se pusiera de pie y fuera al centro del tatami. Entonces le acotejó la solapa de la camisa y esperó por las instrucciones. Ese fue el instante en que el Profe le dijo algo a Julio como que <<el judo era cosa de hombres>>, y sin guiñar un ojo, sin menear un brazo, sin bajar el pulgar como hiciera el César; como si aquella frase dicha así, sin hielo y en un vaso plástico, fuera una señal convenida, el secretario, en un movimiento rápido y preciso como el del más artero de los gatos del barrio, hizo volar a Julio sobre su cabeza.

Cuando sentí el PIMPAN sobre el colchón aquel, fue que supe entonces de que carajo se trataba el judo y le puse la cruz. Definitivo. No me gusta y ya. Y dije que así sería para siempre. Y así iba la cosa, funcionando a las mil maravillas, hasta que llegó Legna Verdecia.

Si algo uno tiene que agradecerle a Legna –amén de un millón de cosas más– es haber roto con el molde, o el estereotipo que se tiene desde la creencia popular o el diario vivir, con respecto a los atletas que practican los deportes de combate.

¿Cómo una chica tan sencilla, tan humilde, tan aparentemente frágil y tan risueña puede transformarse en un arma letal de proyecciones sobre el tatami?

Y no es que esta aparente docilidad esté reservada a las practicantes femeninas, porque Estela Rodríguez –con su perdón– y Driulis González –con todo su respeto– no irradiaron nunca la simpatía que esta chica de Holguín (aunque nació en Manzanillo) despertó en toda Cuba. Puede que en esto el tamaño tenga algo que ver, aunque no lo creo, pues Yanet Bermoy (por ejemplo) no le arrancaría a Legna más de cinco admiradores en un concurso de simpatías, así este se celebrase en Cienfuegos, la tierra que vio nacer a Yanet.

Lo cierto es que el judo cubano, hasta que llegó Legna Verdecia, estaba lleno de rostros agrios, o cuando menos temerarios; de miradas cautelosas en entrevistas, de sigilos, a veces, incluso, delante de las cámaras de la televisión, como si el entrevistado tuviera que vivir perennemente pendiente de quienes se le acercan por detrás y esperar siempre lo peor –y la traición– de algunos de ellos.

Así veía yo a los judocas hasta entonces, por mucho que Pununi, el primo de Ney, autor intelectual indirecto de mi “interés” por practicar judo, se empeñara en demostrarme lo contrario; o que el Ney mismo, me hablara de Cascaret (que no era de judo pero era de lucha) y me dijera que era un tipo encojonao, muy profesional, que cuando salía a la calle todos lo saludaban y respetaban, y que todas las mujeres suspiraban por él.

Yo preferí llegar a la popularidad, aunque no de esa forma tan dolorosa. Pero en fin, hay que decirlo así: Al judo cubano, y yo me atrevería decir que al judo universal, le faltaba una cara, un rostro, que le sacara de encima toda la cuota de alevosía, abuso o violencia disfrazado de arte, que es lo que en el fondo parece ser en la mente de muchos.

A fin de cuentas, lo que intento decirles es que Legna dentro del judo es como si viéramos a Alicia Alonso en los años 50 bailando en un bembé, o como si viéramos a Frank Fernández ahora en el 2014 tocar piano en los carnavales de Aguada de Pasajeros.

Hasta ese momento, hasta la llegada de Legna a la palestra pública, la mística y la valentía del judo cubano estaba reservada a la figura de Héctor Rodríguez, el hombre de la anécdota de las costillas rotas y su medalla de oro en Montreal 76.

Y no demerito a alguien como Odalys Revé, quien fue la que abrió la senda de las medallas en las Olimpiadas para el judo femenino cubano. Pero ninguna tuvo, ni ha tenido hasta entonces –con la honrosa excepción de Idalys Ortiz y sus trencitas multicolores: azul, blanco y rojo- el carisma y la bondad brotándoles a flor de piel o en la sonrisa misma, o como mínimo en el esmalte de unos dientes, como sí lo tuvo Legna Verdecia.

Entonces, hace unos días se me ocurrió escribir una crónica sobre esta muchachita y descubrí que, escribir sobre una pelea de judo no es lo mismo, ni se hace de la misma forma en que se puede narrar una carrera de atletismo. Cuando buscaba el punto de partida para comenzar la historia, recordé a Julio y aquel estrellón soberano que culminaron con mis ansias inciertas de convertirme en judoca; y supe que, si quería hablar de Legna, tendría que hablar de otras cosas y que incluso, la historia estaría inconclusa, si yo no hablaba sobre Veitía, El Maestro porque eso de Profe le queda cortico... y que incluso Veitía ni siquiera es tal, porque Veitía es también El Padre.

¿Cómo, si no, puede explicarse esa mujer saltando y cayendo enjorquetada sobre el abdomen de su maestro (padre) y abrazándolo tiernamente,… fuertemente, derrochando alegría por todos los poros de su cuerpo, y él, El Profe Veitía –este sí que lo es– serio, poco dado a la efusividad, lamentando tanto peso sobre su ombligo y propiciándole un abrazo tan sincero que por lo serio y fiero de su rostro pareciera una mentira?

Pero para que esto sucediese, para nosotros poder hablar sobre eso, recordar, fantasear o incluso –si lo desean– criticar la irreverencia de estas letras, tiene que haber sucedido algo; algo fuera de lo común. Algo que pareciera difícil o imposible, algo sangreao, luchado hasta el paroxismo o el cansancio de los músculos. Algo que parecía escaparse…

Entonces llega la pelea. Sidney 2000. Final de los 52 kilogramos, judo femenino. En una esquina Legna Verdecia, de Cuba. En la otra, Noriko Narazaki, de Japón. Japón, el país donde se inventó el judo.

Y todo parecía acabarse… digamos, parecía que luego de tantos minutos, llegaríamos a la fatídica “ruleta rusa de los jueces” donde pudiera decirse, especular, que Legna ganaría, porque no hubo combate donde esta bijirita holguinera, no llevase la iniciativa. No hubo combate donde sus cortas piernas temblaran, donde su corazón cubano se enfriara. Pero no hubo necesidad, y todo sucedió de sorpresa. Tras una acción que no prosperó sobre el tatami, Legna se incorpora y camina, despreocupada, cautelosa y zorra hacia el encuentro de su rival. Todavía los cuerpos están distantes, y la japonesa espera desde lejos, que Legna se acoteje el kimono y entre en un par de centésimas de segundos, al cuerpo a cuerpo, al agarre de las mangas, de pie puestas las dos. En eso piensa -o pensaba– cuando Legna se le tira debajo, le agarra su indumentaria por donde puede y la hala sobre si. Noriko no lo vio venir. Veitía ni se lo imaginó. Legna, puede decirse, había tirado un cartuchazo, pero nadie, ni en el Coliseo australiano, ni mirando la pantalla, (incluso mirando el video ahora es casi imperceptible a la vista “el momento”), pudo saber cómo fue que la Narazaki comenzó a volar sobre la espalda de Legna en un viaje sin retorno hacia la derrota.

Y allí quedó, en el sonido que unos adoran y otros aborrecen, en el mismísimo PIMPAM que Julio y yo odiaríamos por el resto de nuestras vidas. Allí quedó la japonesita, pasmada ante el beso que su blanca espalda se dio con el tatami.

Quedó en eso, en el ataque magistral de la holguinera. Algo que aun hoy, dicen, le provoca pesadillas. Y mientras baja la mirada, mientras Legna salta de júbilo, mientras en cada barrio de Cuba se escuchaban gritos y aplausos, y mientras Japón enmudecía en las calles, en sus bares, y en los cláxones de sus autos, yo logré encontrarle la belleza a este deporte.

Todo, absolutamente todo se redujo a algo. No al golpe sobre el colchón. No a las fracturas. Todo se redujo al sacrificio, al esfuerzo, a las gotas de sudor día tras día. A la sonrisa después de varios combates buscando la gloria olímpica; a enseñar los dientes después de dos intentos fallidos en años anteriores.

Todo se reduce a la felicidad, todo queda reducido a una cara como la de Legna Verdecia. Un rostro que Cuba jamás olvidará.

Ni siquiera Julio.

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