(Con la colaboración especial de Fidel Alejandro Rodríguez)
Para muchos jóvenes el desfile del 16 de abril no comenzó a las 8 de la mañana, sino en la madrugada, cuando montones nos congregamos en el estadio universitario Juan Abrantes, en las becas, en casas amigas o simplemente en el acogedor muro del Malecón, a la espera de la hora señalada. Como siempre sucede en estos casos, la vigilia devino en poco sueño y mucho jolgorio, y a las cinco de la mañana, cientos de estudiantes empezamos a llenar discretamente la calle 3ra., que nunca había estado tan universitaria.
Finalmente dieron las 8 de la mañana y comenzó un desfile militar que a los presentes nos sonó lejano, algo que salía en la radio pero que no vivíamos. Sufrimos el dilema del que se sabe parte de algo hermoso pero que no puede estar a la suficiente distancia como para admirarlo. Con la esperanza puesta en las futuras retransmisiones, subimos lentamente por la calle Paseo, mezclándonos indisolublemente los jóvenes, los viejos, los estudiantes, los obreros, en esa inequívoca amalgama llamada pueblo.
En algún punto de la marcha, como encantadas por un misterio superior, miles de cabezas se alzaron convocadas por el sonido próximo de unos fugaces aviones; algunos incluso nos afanamos en perseguirlos con la mirada, reminiscencias de infancias aún no acabadas. El sol golpeaba en una mañana que se corría a paso de consignas en defensa del socialismo, pancartas y originales iniciativas en manos del pueblo convocado. Y sin saberlo, llegamos hasta la cima, junto a esa Plaza de la Revolución que tantas veces y por tantas razones nos ha citado. Veloces pasamos junto a la tribuna, emocionados pero concientes de que lo mejor quedó atrás, en la marcha infinita que rememora el día en que, medio siglo atrás, una isla de intrépidos inconformes, decidió adentrarse sin retorno en el camino de la libertad plena del hombre.