Palabras de Reynaldo González, Premio Nacional de Literatura, en la inauguración de la exposición "Luces de la Ciudad", en homenaje al aniversario 80 del Hotel Nacional de Cuba.
Sabia es la mirada cuando no se enrosca en sí misma, cuando abre el compás y busca. Y sabia es una reunión de obras que se lanzan al diálogo con el entorno y lo recrean. En el arte son necesarias, por igual, la objetividad y la subjetividad. Porque la objetividad provoca y la subjetividad, elemento consustancial a la impronta creadora, desentraña aspectos que la mirada normal desconoce. El artista puede ser el intruso, el que además de ver, mira, diferenciación imprescindible porque implica cuanto el talento añade a lo observado. Introspección, recreación y plasmación. En ese tránsito reside el añadido artístico. Ya sea paisaje o simple nudo de la madera, es decir: la vista en expansión abarcadora y el acercamiento extremo, lo que alguna vez llamaron mirada de miope, o el rebusque sensitivo de lo que, asumido por el artista, ya resulta único. No es igual, ni real. Cuántas interrogantes en tan breve palabra, real, realismo, más pretensiones que realizaciones. No es una reproducción o un reflejo, teoría que mucho mortificó a los creadores, sino lo que verdaderamente agradecemos, una realidad-otra, una mentira reinventada. El artista también puede ser un gran mentiroso, pero agraciado. En la mirada del artista se afinca toda una morfología, no en el sentido de la forma que por sí mismos tienen los seres orgánicos, sino por las modificaciones o transformaciones que experimenta en el tránsito de realidad o idea a plasmación diferente. Entregada por el quehacer artístico, esa mentira es benévola.
Al repasar las obras incluidas en esta exposición, pintura o fotografía, asalta nuestra interpretación la libertad del creador para ver, para crear o recrear, para apropiarse de fragmentos de la realidad y transformarlos. Incluso, para inventarse una realidad tan íntima que al llevarla a pieza apreciable, nos regala su subjetividad, acto de generosidad extrema. Esto, que al inicio no comprendieron los adversarios del arte abstracto, provocó iras y desencuentros, malentendidos que no eran sino ropajes de la intolerancia, pasión por imponer criterios enquistados y, por consiguiente, retrógrados. Para salud del arte, sus protagonistas obviaron lo que supuso un aleccionamiento, y siguieron mirando más que viendo. Debemos agradecer esa dignidad, esa defensa de la naturaleza intrínseca del arte, por encima de normativas y teorías. Entre nosotros también hubo obsesos del normativismo, pero fueron vencidos como sin batallar, porque los mejores artistas continuaron simplemente siendo ellos mismos, fieles a la desembarazada alegría de mirar sin anteojeras y expresar lo que le dicta su desenfado, un pálpito que reafirma la existencia.
Inserto en las obras que vemos, trasunta lo que venimos diciendo. Un grupo de realizaciones, diferentes entre sí, como razones impulsoras tienen más que a la realidad, a varias realidades. No mencionar a unos para no olvidar a alguno, es proceder cauto y cuidadoso. Sus poderosas individualidades aquí arman un coro. En la actualidad de las artes plásticas cubanas prolifera una diversidad de expresiones, una extrema riqueza conquistada. Esta exposición entrega esa polifonía. Saludarla es acción que reafirma los caminos de nuestra cultura. Nos queda adentrarnos en sus obras con la misma libérrima voluntad con que las concibieron. La muestra «Luces de la Ciudad» nos regala nuestras luces, las que habitualmente vemos, y las de quienes las transforman en arte provocador, suscitante. Al reclamo acudimos agradecidos.