En una cacería sutil, sabiendo que los reflejos son de una fragilidad pasmosa, Liborio Noval ha querido atrapar evidencias de que el universo nuestro, el cotidiano, también respira allí donde las cosas son el resultado de un caprichoso juego de espejos.
Todos los cuerpos atrapados por la lente podrían desaparecer con el simple toque de un dedo sobre las aguas, o sobre superficies que son como el agua. Porque Liborio, con las armas secretas de un oficio curtido en años de mucho mirar, no ha retratado los cuerpos originales, sino las réplicas nacidas por obra y gracia de la luz y de soportes acristalados o muy pulidos.
Es fascinante esa ocurrencia de querernos sorprender con una realidad que discurre discreta, muy bella, y que pocas veces perseguimos, salvo cuando hemos sido niños y hemos hecho burbujas con jabón, que ascienden mientras nos regalan algún reflejo fortuito.
Liborio, cazador, termina cazado cuando va tras su sombra, aprieta el obturador, y queda convertido en reflejo. Y este sí que es juego serio, pues no media un cristal a modo de rampa de lanzamiento, sino el sol mismo que ha recordado al fotógrafo la posibilidad del otro yo.
De no ser por el arte de la fotografía, el creador no hubiera podido tener una versión de sí mismo. Y nosotros nos hubiéramos perdido la maravilla, por solo poner un ejemplo, de cierta puerta colonial que deseó mirarse, como dama presumida, en el rostro limpio de un farol.