Donde menos se sospeche, discurre la vida como el agua buena del río. Hay puntos de la geografía a los que arriba el viajero como si hubiese realizado un hallazgo, y en ellos puede estar plantada, con pasmosa quietud y sencillez, una casita donde la familia que está adentro tiene, como cualquier otra de este mundo, las grandes y pequeñas obsesiones del día a día.
En la Sierra Maestra, al oriente de la Isla, muchos cubanos bordan sus suertes mientras llenan un hogar que puede estar apostado en un recodo, o en un espacio abierto, o al pie de tupidos montes verdes. Allí reina el aroma de la madera, de las raíces húmedas, de un café sin competencia posible.
El sol allí es un reloj que va marcando el paso del día con los tonos de la luz; y las voces humanas pueden llegar lejos sin que las detenga una pared moderna, una nube de apuros, un bocinazo, un mareo perpetuo de ciudad.
Aunque veamos en nuestro paso por las montañas a una familia sola, que parece estar aislada, no nos engañemos. Hay una red no tan fácilmente visible, gracias a la cual todo fluye: el ir y venir de los niños, la alimentación oportuna, el cuidado de la salud, el nacimiento y la muerte, la fiesta, el contar historias, el reposo de las telas al sol, las jornadas donde todo tiene su momento y orden.
No son casitas pintadas por un niño travieso, sino hogares llenos de sutilezas, costumbres, conocimientos y orgullo. Espacios donde el anfitrión abre sus brazos, y entonces podemos ser nosotros los extraños que provoquemos esta interrogante: «Y ellos, ¿cómo viven?»