¿Quién puede hablar por la levedad del colibrí, por el verdor furioso del helecho, por las piedras mudas y por el cantar de los árboles?
Solo el monte.
Hay que caminar sobre el parte aguas de la montaña, buscar el punto más alto -el del Pico Turquino- para saber lo que es soñar mientras el cuerpo entra en una suerte de forcejeo consigo mismo; mientras la voluntad se retuerce al advertir una pendiente casi vertical, pero sin llegar a quebrantarse (por aquello de que uno tiene que llegar hasta el fin, como nos pasa con la vida).
Hay que quedarse solo con la geografía que el Hombre no ha podido vencer. Solo. Para repensar la suerte. Y coger fuerzas, probarse casi hasta el dolor en un intento en que todo se agita: el corazón, la memoria, las presencias y ausencias más notables.
Cuando uno sube montañas, en muchos tramos se queda solo con todo lo que ha sido y anhela ser. El diálogo apenas es interrumpido por las palabras de quien se acerca a compartir la aventura, o de quien pasa más veloz, con su paso, porque cada cual debe llevar el suyo y ese ritmo no puede violentarse.
De mi segundo ascenso al Pico Turquino, guardo recuerdos tibios y largos, y entre ellos, los versos del joven cubano Alejandro Moya, quien fue el primero del grupo en llegar a la cima, y también el primero en llegar al final del viaje:
«Fauna de luz, las estrellas/ perennes sobre el Turquino/ son cocuyos del camino/ por donde estampa sus huellas/ mi corazón. Todas ellas/ en guerra sobre el mambí/ se emboscan, conspiran, y/ por más que de brillar tratan/ sus uñas se desbaratan/contra la luz de Martí.
«Martí solo en el Turquino/-linterna de la montaña-/ Martí con mirada extraña/ terrestre, inmóvil, divino./ Martí que del alma vino/ a la cúspide se va/ de Cuba, y Cuba que está/ desde Martí dando un grito/ escucha en el infinito/ su grito de libertad.»